"¿No es más bien una estrategia de evitación el negarse a evocar la cruda y cruel realidad? Pues, mientras no describamos los actos con exactitud, permanecemos en una especie de vaguedad que permite al lector mantenerse en la negación (al lector, al autor, al depredador, a todos). Mientras no veamos el pene del hombre de cuarenta años en la boca de la niña, sus ojos húmedos de lágrimas por la sensación de estrangulamiento inminente, mientras no lo veamos, todavía es posible decir que eso es amor". Es un extracto estremecedor de Triste tigre (Anagrama), en el que Neige Sinno reflexiona con crudeza sobre las violaciones que vivió por parte de su padrastro durante más de una década. En este párrafo, la escritora francesa cuestiona que recurrir a lo figurado puede desensibilizar al otro y, por lo tanto, neutralizar o endulzar el horror de un abuso infantil. Es decir: para ella la exactitud no sería morbo ni amarillismo, sino justicia.

Sin embargo, en Las chicas de la estación —a partir de hoy en salas— no hay escenas explícitas y se pasa por los abusos a menores desde la sugerencia. No se enseña específicamente nada, pero las maldades que sufren las criaturas se perciben con una puerta cerrada justo a tiempo, el sonido estremecedor de una cremallera recién subida o un primerísimo primer plano de una pupila paralizada. Percibimos el asco de ese momento deseando que el siguiente sea más amable porque lo que deducimos es repugnante. Pero no es lo mismo imaginarlo que verlo. Y, evidentemente, no es lo mismo querer cerrar los ojos que necesitar cerrarlos. ¿Cómo de necesario es lo explícito para comprender la realidad? Se trata del debate eterno entre aportar espectacularización o información que, aparentemente, todavía no hemos concluido.

Sea como sea, insinuar y no plasmar según qué actos no ha hecho que Juana Macías no cumpla fielmente con su objetivo de denunciar y señalar un mundo perturbador que opera impunemente en los márgenes. Porque Las chicas de la estación no es una película de ficción, sino la ficcionalización de una historia real que pudo conmocionar al país entero si se hubiera viralizado, o que, como mínimo, podría haber ratificado un fenómeno silenciado que está pasando en nuestros morros. La cineasta se centra en un caso ocurrido en Palma de Mallorca en 2019. Antes de la pandemia, el Diario de Mallorca publicó que una menor tutelada de 13 años había sido violada por un grupo de chicos. Poco después se supo que tres menores habían sido captadas por una red de prostitución, y que el entorno (los educadores, la policía, el barrio) lo sabía.

Es realmente macabro deducir eso mismo en la película. Se entrevé que había adultos que percibían lo que estaba pasando, pero miraban hacia otro lado, porque incluso los que debían ayudar a las niñas las ven como a unas zorras caprichosas. La ignorancia de la sociedad y el abandono del sistema se entremezclan para no hacer nada y señalarlas. Es rompedor analizar la soledad de las chicas y esa búsqueda a la desesperada de una paz fingida que mendigan en baños mugrientos, creyéndose erróneamente empoderadas, mientras las estructuras las engullen sin piedad.

Las chicas de la estación es más que cine social de primer orden, es casi un documental

El grosor de la trama ocurre entre el centro de menores y una plaza que hay enfrente de una estación de autobuses. Las chicas no tienen una habitación propia, y buscan en esos espacios públicos la pertenencia a algo más grande que ellas mismas. Pero la necesidad de encontrar dinero rápido para poder ir al concierto de su cantante de trap favorita las empuja a tener citas sexuales con hombres mayores en los baños, y sin tener los recursos para sospecharlo —¿cómo van a tenerlos, con 13 años?—, acaban siendo víctimas de una red de prostitución que se nutre de la desprotección de las criaturas tuteladas y cuyos larguísimos tentáculos acaban anulando su capacidad de decisión. Precisamente una exresidente del centro, La China, es el gancho para captarlas; la falta de oportunidades también puede convertir a las víctimas en verdugos.

Macías ha confiado en tres caras desconocidas para ponerse en la piel de esas crías que hacían lo que podían y que no tenían culpa de nada, y en cada una de ellas estampa una razón diferente para denunciar el enjuiciamiento y el sometimiento social. Julieta Tobio, Jara en la ficción, se mueve a la perfección buscando la validación externa y creciendo antes de tiempo en un mundo de buitres. La directora ha plasmado en ella el conjunto de estigmas prototípicos que ha asumido históricamente una mujer (niña) violada para insuflar dudas sobre su responsabilidad en lo sucedido. Una joven guapa, algo hipersexualizada, rebelde, gamberra. Un caramelito. Una cría que gritaba a viva voz que quería ser forzada, una provocadora, le iba la marcha. La excusa bochornosa de cualquier juez misógino para justificar lo injustificable y castigar la libertad de las mujeres, porque es por esas ganas de comerse el mundo que a Jara le pasa lo que le pasa.

Algo diferente es el perfil de Álex, interpretada por Salua Hadra. Su fuerza es la irreverencia, el sentido de la justicia, la indocilidad. Es el animal salvaje que no puede ser domado, y por eso a los machos les excita someterla. Esta vez la culpa recae por ser demasiado fuerte. Ni tiene un cuerpo normativo ni abusa de los atuendos asociados a la feminidad, su estilo no es el que impera en los corrillos del prejuicio y, sin embargo, sufre una violación que reconfigura su existencia. A su vez, Miranda (María Steelman) es alegría e ingenuidad, pero también supervivencia. Es una tríada diversa unida por un doble cordón umbilical: el de querer culpar a las víctimas a toda costa y el de demostrar que la violencia sexual no entiende de estereotipos.

En los noticieros no paran de salir titulares que absuelven a pederastas y pedófilos, algunos de ellos provenientes de altos círculos de poder, porque el abuso de menores no va tanto de sexo como de autoridad y manipulación, de que el agresor sienta que tiene la vida de alguien en sus manos. Esto está pasando y ni pasa nada. La cinta es humanista, dolorosa y de un realismo exasperante que va al foco y hurga en la herida y la negligencia de un sistema incompetente. Hay escenas demoledoras en las que hay que aguantar la respiración. Pero también hay espacios de luz, momentos de una sublime belleza, como los breves monólogos internos en los que las protagonistas se definen entre ellas y que aportan esperanza a un microcosmos de mierda. Las chicas de la estación es más que cine social de primer orden, es casi un documental, un grito que ahoga, una mordida desesperada que agujerea la almohada.