La escritora británica Zadie Smith y el dibujante de cómics norteamericano Chris Ware son buenos amigos. Se conocieron el año 2001, cuando Jimmy Corrigan se convirtió en el primer cómic en ganar el The Guardian First Book Award, compitiendo en igualdad de condiciones con novelas y ensayos. El año anterior, Smith había ganado el mismo premio con su ópera prima, Dientes blancos. Aquel encuentro fortuito dio lugar a varias charlas conjuntas que invitaban a reflexionar sobre los puntos en común entre las obras de los dos creadores. Sin embargo, también surgieron desacuerdos curiosos. Por ejemplo, la escritora es una ferviente admiradora de las películas de Disney, mientras que el dibujante las considera una aberración cultural. Esta pequeña anécdota, que esconde una manera única de ver el mundo del arte, se explica en una de las instalaciones de vídeo que pueden verse en la exposición Chris Ware. Dibuixar es pensar, que organiza el CCCB hasta el 9 de noviembre.
En el panorama de la narrativa gráfica contemporánea, pocos nombres provocan una reverencia inmediata como el de Chris Ware
En el panorama de la narrativa gráfica contemporánea, pocos nombres provocan una reverencia inmediata como el de Chris Ware (Omaha, Estados Unidos, 1967). Su exitosa trayectoria podría resumirse diciendo que ha sido galardonado con múltiples premios Eisner y Harvey, así como con el prestigioso premio al Mejor Álbum en el Festival Internacional de Cómic de Angulema el año 2003. Sin embargo, la mejor aproximación biográfica la encontramos en la web de su editorial, donde se afirma que "es reconocido como el dibujante más talentoso y querido de su generación tanto por su madre como por su hija. Es colaborador irregular de This American Life y The New Yorker. Sus dibujos originales han sido expuestos en la Bienal del Whitney, al Museo de Arte Contemporáneo de Chicago y entre las pilas de papeles de detrás de su mesa de trabajo en Oak Park, Illinois". Bromas aparte, se trata de un artista que vive inmerso en la magia de la cotidianidad, pero su influencia ha traspasado fronteras gracias a una manera poco frecuente de ver el mundo que nos rodea. Por este motivo, el CCCB ha tenido el acierto de dedicarle una exposición gigantesca que no solo recorre su trayectoria desde principios de la década de los noventa, sino que la recontextualiza como una de las exploraciones más lúcidas, amargas y brillantes de la condición humana en el siglo XXI. Más allá de un dibujante de cómics, Ware emerge en las salas del museo como un arquitecto de emociones, un artesano obsesivo de la forma y un cronista devastador de la soledad moderna.

Más allá de un dibujante de cómics, Ware emerge en las salas del museo como un arquitecto de emociones, un artesano obsesivo de la forma y un cronista devastador de la soledad moderna
La muestra, comisariada con una precisión casi quirúrgica por el incombustible Jordi Costa, propone un recorrido físico (incluso metafísico) por la mente de un autor que siempre ha dibujado de dentro hacia afuera. Las paredes viniladas hasta el techo, las vitrinas llenas de esbozos, objetos y libros, y los paneles narrativos se despliegan ante los visitantes como si se pudiera pasear por el interior de sus páginas. Se trata de una exposición que exige detenerse, inclinar la cabeza y acercar los ojos a las imágenes, porque Ware no regala nada. Cada trazo esconde una intención y cada estructura de viñetas es una pequeña sinfonía perfecto para bailar, tal como pasa con la música ragtime que tanto ama (y que tiene una sección propia en la muestra).
Un arquitecto de emociones
Una de las primeras cosas que llaman la atención es la importancia de la forma en su obra. Ware diseña páginas como si fueran edificios (casi como un arquitecto de emociones). Su dominio de la geometría no es solo estético, sino narrativo. En las páginas expuestas de Jimmy Corrigan. El niño más inteligente de la Tierra (su obra magna y punto de inflexión para el cómic literario), las viñetas se apilan, se interrumpen y se doblan sobre ellas mismas como en un juego de espejos. La historia no fluye, sino que se condensa, se rompe y se fragmenta, obligando el lector a reconstruirla con la misma paciencia que exige su lectura. Pero la estructura nunca es un capricho en las viñetas de Ware. Todo lo contrario. Lo utiliza como una herramienta para amplificar la emoción. En Building Stories, una de sus obras más complejas y aquí expuesta en toda su magnitud física (con sus múltiples libretos y desplegables), la fragmentación del relato no es solo formal, sino existencial. La vida de la protagonista, una mujer sin nombre, sin rumbo y con el pelo castaños, se despliega delante de nuestros ojos como una maqueta imposible: sin centro, sin dirección, como un edificio en ruinas que nunca acaba de caer del todo. La experiencia de leer los volúmenes de esta obra es lo más parecido a la experiencia de vivirla en primera persona. Aunque la técnica de Ware es meticulosa hasta la obsesión (con líneas limpias, paletas de colores reducidas y tipografías diseñadas por él mismo), su dibujo nunca resulta frío. Todo lo contrario. Cada rostro, cada gesto y cada objeto cotidiano (una taza de café, una escalera, una radio antigua) parece cargado de una tristeza acumulada, como si fuera lo que quedó olvidado de una historia que nadie se molestó a explicar. Las imágenes que forman la muestra del CCCB lo revelan con claridad: Ware no dibuja personas, dibuja recuerdos. Incluso los objetos parecen tener memoria.
Las imágenes que forman la muestra del CCCB lo revelan con claridad: Ware no dibuja personas, dibuja recuerdos
Otro detalle importante es que el universo de Chris Ware está habitado por seres pequeños. No pequeños por su tamaño, sino por su invisibilidad. Como se acostumbra a decir en muchas reseñas, sus personajes no fracasan a gran escala, sino que fracasan en silencio. Por este motivo, la exposición dedica un apartado muy revelador a sus obras breves rescatadas de publicaciones tan influyentes como The New Yorker. En estas piezas, el autor condensa lo mejor de su mirada, que puede resumirse en una ternura sin sentimentalismos o una melancolía sin dramatismos. Destaca, por ejemplo, la portada que hizo para el número del 3 de octubre de 2016 de la revista The New Yorker, donde aparecen un agente de policía blanco y otro afroamericano dentro del coche patrulla con la mirada perdida en el horizonte y sin saber qué decirse. Lo que podría quedar como una simple viñeta sobre la incomunicación coge un sentido mucho más profundo cuando sabes que, pocas semanas antes, había tenido lugar el asesinato de un afroamericano en manos de dos policías en Baton Rouge (Luisiana) y que el acto había sido grabado con un móvil. Chris Ware entiende que el dolor más profundo no necesita gritar: hay suficiente con sugerirlo.

Uno de los éxitos de esta exposición es como reivindica el lugar del cómic en el canon artístico actual sin caer en el complejo de inferioridad que a veces afecta al medio
Más allá de la conexión con la actualidad social y política, uno de los éxitos de esta exposición es como reivindica el lugar del cómic en el canon artístico actual sin caer en el complejo de inferioridad que a veces afecta al medio. No se trata de elevarlo a la categoría de arte, sino de demostrar que ya lo es. Las vitrinas con los cuadernos originales, las planchas entintadas, los ejercicios tipográficos y las impresiones de gran formato que inundan las paredes hablan de una tarea que no tiene nada que envidiar a la pintura, el pop-art, la literatura o, incluso, el cine (que tanto ha influido el cómic desde la Segunda Guerra Mundial). Todavía más, Chris Ware toma elementos de todas estas disciplinas y los funde en un lenguaje propio que supone un viaje de ida y vuelta hacia los orígenes del cómic que tanto lo marcaron, como Gasoline Alley de Frank King y Snoopy de Charles Schulz. La exposición también incluye instalaciones interactivas de sus (fallidas) incursiones en el cómic digital y vídeos con entrevistas que permiten conocer su proceso de trabajo. Aquí se revela el Ware más humano, metódico, obsesivo y tímido, siempre escondido detrás de sus gafas redondas que le dan la apariencia de un profesor de arte de un instituto del medio oeste norteamericano (tal como él mismo se retrató en varias viñetas). Un creador que duda, que repite, que corrige y que se desvive por cada trazo. Esta dimensión íntima contrasta con la monumentalidad de sus obras, como si el verdadero trabajo fuera, en el fondo, aprender a aceptar que la perfección no existe.
Chris Ware no hace cómics para entretener. Los hace para explorar, para recordar y para hacerse preguntas que aparentemente no tienen respuesta
Chris Ware no hace cómics para entretener (aunque pueda parecer una afirmación atrevida). Los hace para explorar, para recordar y para hacerse preguntas que aparentemente no tienen respuesta. Su obra es una larga carta de amor (y de disculpa) a la vida cotidiana: a lo que se pierde, a lo que nunca fue o, incluso, a lo que no sabemos nombrar. La exposición del CCCB, que antes ha pasado por Angulema, París, Basilea, Pordenone, Haarlem y Leipzig con carteles hechos para la ocasión por el mismo artista, consigue mostrar esta fragilidad como el verdadero núcleo de su trabajo. Más allá de la obsesión técnica y más allá de la originalidad formal, aquello que perdura en la memoria del visitante es esta mezcla de compasión y nitidez que atraviesa cada una de sus viñetas. En tiempo de ruido y de espectacularidad, Chris Ware se atreve a hacer lo más radical: escuchar el silencio, dibujar la duda y narrar lo que es insignificante. Después, es responsabilidad de cada visitante dar sentido a las piezas de este rompecabezas calidoscópico, donde la realidad se mezcla con las narraciones visuales para crear un universo único, personal e intransferible.