Barcelona, 11 de septiembre de 1923. Las calles de Barcelona acogían la primera Diada multitudinaria de la historia. La Mancomunidad, el organismo preautonómico creado en 1914 por Prat de la Riba, se había consolidado plenamente y la prensa de la época destacaba que, desde que el 1886 se conmemoraba de forma más o menos clandestina, era la primera vez que la gran jornada reivindicativa catalana tenía un carácter institucional. Durante aquella jornada se depositaron más de mil ofrendas florales en el monumento de Rafael Casanova. Pero aquella nueva dimensión no le restaría fuerza reivindicativa. Según la misma prensa, en algunos de los actos de aquella jornada se gritaron consignas como "Viva Catalunya libre", "Muera España", "Muera el ejército" y "Viva la República del Rif" en referencia a la revuelta anticolonial en el protectorado español de Marruecos.
Un golpe de estado forjado por el aparato militar español en Barcelona
Según el historiador Shlomo Ben Ami, profesor de la Universidad de Tel-Aviv y uno de los principales investigadores del régimen dictatorial de Primo de Rivera, aquellas consignas convencieron a los sectores más reaccionarios del aparato militar español en Barcelona que había llegado el momento de tomar el poder. El independentismo catalán no era la única preocupación de aquel grupúsculo conspirador, formado por el capitán general Primo de Rivera y por una docena de oficiales, pero sí que formaba parte de una pretendida conspiración derrotista y antipatriótica integrada, también, por anarquistas y comunistas. Al día siguiente, Primo de Rivera reunía el gobernador militar Cesar Aguado Guerra, el jefe del Estado Mayor, Juan Gil y Gil, el general Eduardo López de Ochoa, el comandante del somatén, Placido Foreira Morante, y doce coroneles, y ponía en marcha la maquinaria golpista.
Los apoyos civiles catalanes a la maniobra golpista
Desde la huelga de la Canadiense (1919) el fenómeno del pistolerismo había adquirido una dimensión colosal. Solo en Barcelona, entre enero y agosto de 1923, se habían producido más ochocientos atentados que se habían saldado con 34 muertos (entre ellos el líder sindical Salvador Seguí, el Noi del Sucre) y 76 heridos. En aquel contexto de extrema violencia (a una media de un muerto y dos heridos por semana), los sectores socioideológicos más conservadores de la ciudad, que se agrupaban en torno a la organización patronal Foment del Treball y de los partidos políticos Lliga Regionalista, Comunió Tradicionalista y Partit Conservador, miraron hacia el capitán general Primo de Rivera, que, mucho antes de la Diada de 1923, ya había proclamado la necesidad de restaurar "el orden y la ley" y que había sugerido que la forma de hacerlo era manu militari.
Los apoyos militares españoles a la maniobra golpista
Primo de Rivera no era el candidato en mente de los generales del "Cuadrilátero", un grupúsculo conspirador formado por cuatro altos mandos del ejército español en Madrid, que, el profesor Ben Ami, considera la raíz de la operación golpista. Cavalcanti de Alburquerque, Berenguer Fusté, Saro Marin y Daban Vallejo, representaban el ala más dura del estamento militar español, abiertamente enfrentados con el presidente Garcia Prieto por la política gubernamental en Marruecos. El estamento militar español no estaba dispuesto a aceptar una investigación parlamentaria para dirimir las responsabilidades de la chapuza de Annual (1921), que se había saldado con la muerte de 14.000 soldados de leva españoles. El "Cuadrilátero" había valorado varias opciones para liderar el golpe, pero en ninguna de aquellas quinielas aparecía la figura de Primo de Rivera.
Las catacumbas del golpe de estado: el "Cuadrilátero" y el rey Alfonso XIII
Primo de Rivera no aparecía en aquellas quinielas porque no había tenido ningún papel en las protestas militares. El "Cuadrilátero" había estudiado y descartado las opciones de los generales Weyler y Aguilera (los más destacados en el escalafón militar). Y Primo de Rivera, que, en todo momento, estuvo informado, jugó sus cartas con una extraordinaria habilidad. Se presentó ante el núcleo de la conspiración como un garante de la colaboración de la sociedad civil. Para convencer a los generales del "Cuadrilátero" se presentó como "la esperanza blanca" de la burguesía catalana, que en aquel momento era el grupo social más poderoso económicamente del estado español. Vencido este escollo, solo le hacía falta la autorización del rey. Por qué el rey Alfonso XIII —que estaba al corriente del operativo desde el primer momento— enseguida le brindó su apoyo.
El golpe de estado
El 15 de septiembre de 1923, Primo de Rivera subía en un tren para ir a Madrid a tomar posesión del poder. El día antes, al rey Alfonso XIII, que, como su padre Alfonso XII desde la Restauración borbónica (1874), tenía el poder de nombrar y derrocar gobiernos, lo había nombrado presidente del Directorio Militar (el nuevo ejecutivo). Se había perpetrado un golpe de estado dirigido por el estamento militar y con el apoyo entusiasta del rey Alfonso XIII (que conservaba su condición de Jefe de Estado), que ponía fin a medio siglo de un régimen constitucional (1874-1923) dominado por los partidos "del turno" (la corruptísima alternancia de conservadores y liberales en el gobierno) y por la lacra del caciquismo. Primo de Rivera llegaba al poder con la promesa de regenerar política y culturalmente España, y muchos, incluso los dirigentes del PSOE, confiaron en él.
El triste papel de los líderes de la Lliga
La prensa de la época informa de que aquel 15 de septiembre de 1923, la Estación de Francia era un hervidor de autoridades. El profesor Ben Ami destaca el testimonio de un dirigente anarquista, que muy ilustrativamente relataría como ciertas clases dirigentes de la ciudad se despidieron del nuevo dictador: "en los andenes se reunió la plana mayor de la reacción barcelonesa, los monárquicos alfonsinos, los monárquicos carlistas, el obispo y una nutrida representación de Foment del Treball y de la Lliga Regionalista, con el mismissimo Puig y Cadafalch, presidente de la Mancomunidad, al frente". Primo de Rivera nunca había simpatizado con el catalanismo. Tenía una idea folclórica del hecho nacional catalán, que resumía con el concepto "regionalismo bien entendido". Pero había prometido acabar, no tan solo con el pistolerismo sindical, sino con todo el tejido asociativo obrero.
La "traición" de Primo de Rivera
Solo poner los pies en el poder Primo de Rivera inició la desintegración de la Mancomunidad. Decidido a poner fin a "el exclusivismo malsano" de que disfrutaba Catalunya, intervino la institución y destituyó a su gobierno, porque consideraba que aquel organismo —que, con escasos recursos financieros, había desarrollado una titánica acción modernizadora, totalmente inédita en la historia contemporánea de Catalunya "contribuía a deshacer la gran obra de unidad nacional". El presidente Puig i Cadafalch, relevado por un militar, proclamaría amargamente: "Nosotros creímos que el capitán general resolvería el problema y lo ayudamos. En Madrid, el rey consideró que un poco de dictadura le resolvería las molestias de la vida de los partidos y las incidencias parlamentarias (...) La Mancomunidad fue destituida. Nos equivocamos".