Según cuenta Google, existen en nuestro país media docena de bares que se llaman Macondo. Lo raro, en realidad, es que no haya una cafetería bautizada así en todas las ciudades y pueblos del mundo, ya que Macondo no solo es el nombre de ciudad más famoso de la historia de la literatura universal, sino que además el autor de su creación, Gabriel García Márquez, es colombiano, como el buen café. Lógicamente, pues, el café es algo tan importante en Cien años de soledad que no solamente todos los habitantes de Macondo lo toman cada mañana –sin azúcar, después de ordeñar las vacas y mezclarlo con leche, claro-, sino que incluso el coronel Aureliano Buendía casi muere asesinado cuando, confiado por la nobleza de ese brebaje que en la novela es un maná universal, no sospecha que alguien desea envenenarle con estricnina disuelta en la taza.
Sibaritas del café, macondonianos universales
Por desgracia de muchos, no hace falta usar veneno para hacer cafés apestosamente horribles, ya que leer Cien años de soledad y no tener constantemente ganas de beber café es casi más difícil que encontrar buen café en un bar de Catalunya. Lo pidas corto, con hielo, con leche o incluso con unas gotitas de alcohol, en la mayoría de bares y restaurantes el café es agua turbia, sin cuerpo, sin sabor y, sobre todo, sin alma. Entender el café como una simple bebida estimulante es no entender que el café, más que una bebida, es un instante. Por ello, beberlo es parar el tiempo y, en consecuencia, prepararlo es tener paciencia, la misma que reclama una novela como la de García Márquez, que cada dos por tres te obliga a mirar el maldito árbol genealógico de los Buendía. Estaremos todos de acuerdo que si hay algo que joda más que la elección cíclica de los nombres hecha por el Nobel colombiano es, sin duda, ir a un bar, pedir un café corto y que te sirvan una taza llena hasta arriba y en la que solo te falta ponerte el bañador, las gafas de buceo y tirarte de cabeza.
Mi relación con el café le debe mucho a García Márquez, por eso creo que todos los camareros del mundo deberían tener un ejemplar de Cien años de soledad debajo la barra. En mi caso, cada mañana, cuando en casa me preparo mi café molido con la moka Bialetti, pienso en la novela. Es fácil de explicar. Yo, quizás igual que tu, era uno de los que caí en la trampa de las Nespresso, de las cápsulas y de la rapidez: café hecho al instante, sin esfuerzo, sin mancharse las manos y con solo apretar un botón. Durante años fui uno de ellos, hasta que hace tres agostos decidí releer Cien años de soledad y entendí que la recompensa, sin esfuerzo, no provoca placer. Entendí que el café es la gran metáfora para entender el mundo, de la misma forma como Macondo es el truco para narrar la historia de la humanidad mediante la creación de un mundo paralelo: en una novela llena de espejos que muestran el paralelismo entre realidad y ficción, Macondo es ese mundo paralelo, ya que es la creación y el fin, el progreso o el retroceso, la guerra o la paz. La vida o la muerte. También el mundo nace cada mañana en mi cafetera, ya que el día que voy a la despensa y observo que me he quedado sin café tengo la vaga sensación que el apocalipsis, sin duda, me acecha. El mundo nace cada mañana cuando construyo una montañita de café molido, le hago la cruz arriba del todo, con la cuchara, cierro la cafetera, abro el gas al mínimo y durante más o menos siete minutos se produce la Creación, así, en mayúsculas. Con las primeras gotas, negras como la noche, llega la vida, que terminará siendo cálida y dorada, como la espuma. Como el amanecer.
Entender Macondo es entender el mundo
¿Por qué vale la pena leer –o releer- Cien años de soledad para amar el café, pues? Para entendernos mejor, ya que no hay bebida que haya generado más debates democráticamente limpios que el café. También la novela de Gabo nos explica quienes somos y de donde venimos con él de trasfondo, ya que el café es a Macondo lo que el vino es a la Biblia. A fin de cuentas, los dos libros son primos hermanos: la creación de Macondo se remite al Génesis y Arcadio Buendía es el creador de lo inexistente, o sea, el hielo. Además, el sueño que le convence de que nunca encontrarán el mar tiene muchos paralelismos con la conversación de Abraham y Dios que se narra en el Antiguo Testamento. José Arcadio Buendía divisa lo que no existe, y decide creer en su fe: “Soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre: Macondo”. A partir de su creación, Macondo y los Buendía son dos términos unidos por obligación, como lo son Dios y la vida en nuestra sociedad, por muy modernos que seamos ahora: los cuatro años de lluvia en Macondo recuerdan el gran diluvio que sufrió Noe y su arca; la llegada del hijo de Meme en una canastilla es comparable a la forma en que la Biblia narra el nacimiento de Moisés; o el anuncio de la muerte de Amaranta, profecía del anuncio de la muerte de Cristo.
Yo no sé si el mundo puede explicarse con un café, como dicen siempre esas tazas tan misterwonderfulistas que pueblan las cafeterías donde el café normalmente es vomitivo, pero sí que puede explicarse leyendo Cien años de soledad. La historia de Macondo es la evolución de nuestro mundo, por ello la figura del Coronel Aureliano encarna a la que durante siglos ha sido, y es, la autoridad no religiosa que le ha dado forma: la militar. ¿Qué es la guerra, sino aquello que nos ha hecho ser? Una historia interminable y llena de ignorancia que ha escrito con sangre las fronteras de nuestro mundo. Lo peor perpetuado por el hombre y el preludio del fin, como ejemplifica la figura del Coronel, un personaje rodeado de la muerte desde el momento en que muere su mujer y sus 17 hijos. Además de la guerra, la llegada de comerciantes de plátano y la presencia de la Compañía Bananera en Macondo eluden a nuestra capacidad para buscar, negociar, o explotar cualquier tipo de objetivo comercial con un fin económico. En otras palabras, representan la aparición del siniestro capitalismo en nuestras vidas. De la misma forma, y también comparable con nuestra realidad, la llegada del ferrocarril simboliza la modernización de Macondo y el inicio de una nueva era.
Todo cabe en Macondo, ya que Macondo es nuestro pasado, pero también nuestro futuro. Un recuerdo y un aviso. Más que una anécdota, una lección. Su historia encuentra su fin en sus propios protagonistas: sus habitantes, convirtiendo el fin de la ciudad en una profecía para nuestro mundo. Un fin que como dice García Márquez, es comparable a “una llanura de hierbas silvestres.” Un fin que marca el inicio y el final de una vida. El nacimiento y la muerte. En esa vida, ha existido cada día café. Esa muerte descrita por García Márquez, oscura como un ristretto napolitano tan denso y cargado que puede cortarse con navaja, Gabo deja claro que los espejos no mienten y que, cuando se rompen, realidad y ficción son un mismo término. Por eso Macondo es la Biblia atea del mundo, pero también las portadas de los telediarios de mañana, quizás. Esperemos que no sea así. Esperemos que si lo es, tengamos un buen café cerca para seguir creyendo en la vida.