Mort d’un comediant, de Guillem Clua, que podéis ver en el Teatre Romea hasta el 25 de mayo, es teatro dentro del teatro: un homenaje a la profesión que contiene también algunas pullas envenenadas. Un actor retirado, interpretado por un inmenso Jordi Bosch, ha perdido la cabeza y necesita supervisión. Su sobrina (Mercè Pons) da instrucciones al joven cuidador (Francesc Marginet) que deberá asistirlo. La manera en que lo pone en antecedentes sobre los delirios y manías del enfermo crea todo tipo de expectativas que se verán satisfechas o confirmadas por la histriónica y triunfal entrada de este Quijote perjudicado por la literatura dramática.

En su salón repleto de libros y presidido por una cortina-telón de terciopelo rojo —eficiente escenografía de Joan Sabaté—, el protagonista, que fue Edipo en el CDN, Ayax en el Piccolo Teatro de Milán y Agamenón a las órdenes de Peter Brook, vive a través de los personajes que interpreta —¿o son ellos los que lo poseen a él?—. La sobrina lo recuerda tan metido en el papel de enfermo imaginario de Molière que no sabían si aplaudirlo o llevarlo a urgencias. El actor, sin embargo, consigue que al joven le pique el gusanillo del teatro. Lo instruye sobre los trágicos griegos —el Prometeo encadenado de Esquilo, la Antígona de Sófocles—; lo hace reír con la Lisístrata de Aristófanes; lo abruma con su master class sobre Shakespeare —un día lo trata de Puck; otro, de Laertes—; lo impresiona con un monólogo de Calderón; lo emociona con Chéjov. Cita a Lorca, Tennessee Williams...
Jordi Bosch, descomunal, transita de la exaltación más pletórica a un patetismo extremo, para finalmente mostrar una dolorosa vulnerabilidad. Su personaje da fe del poder del teatro, que lo mismo salva que envenena
Resulta bastante cruel, pero no exenta de fundamento —la educación vive de espaldas a la cultura; la crisis de las humanidades es tremenda—, la caracterización del joven como alguien sin formación teatral alguna: ¡ni siquiera sabe qué es Mar i cel! El cuidador lee las réplicas sin alma ni intención, como si fueran “el prospecto de un medicamento” —tal como le reprocha el divo, que también le corrige el gesto—. Frente a este interlocutor sin referentes, el viejo comediante hace toda una exhibición memorística, como si fuera uno de esos disidentes de Fahrenheit 451, con la misión autoimpuesta de preservar la literatura —la dramática, en este caso—. Algunos de sus comentarios sobre autoría catalana, equipamientos públicos y consideración social del teatro destilan ironía y no poco resentimiento.
La alquimia del teatro
La obra vehicula interesantes reflexiones sobre la grandeza de lo efímero y la forma en que el teatro desnuda a quien lo hace, entre otras cuestiones, y podría haber profundizado aún más en la denuncia del olvido en que tenemos a las grandes figuras de nuestro patrimonio escénico, pero no es ahí adonde quiere ir Clua. En un momento dado, da un volantazo inesperado —un giro bastante rocambolesco, hay que decir— para adentrarse en el terreno más melodramático de las traiciones familiares y las usurpaciones identitarias. Se nos dice que la mente del protagonista “es como un laberinto”; la obra lo es aún más. En este sentido, los subrayados lumínicos y sonoros —a cargo de Kiko Planas y Jordi Bonet, respectivamente— nos advierten de los estados alterados o de posesión, trucos y cambios de registro. Como en Enrique IV de Luigi Pirandello, la locura —fingida o no— se convierte en refugio, evasión o defensa de una realidad que resulta demasiado hiriente. Atrapado tras la máscara, el comediante tendrá que cortar los hilos que lo atan a la ficción.
Atrapado tras la máscara, el comediante tendrá que cortar los hilos que lo atan a la ficción
La tempestad, de William Shakespeare, es uno de los libros clave para entender la pieza, y de forma explícita: el personaje femenino se llama Miranda y hay citas directas del final. La otra obra de referencia, desde el mismo título, es Muerte de un viajante, de Arthur Miller, que el cuidador tiene prohibido mencionar, porque su sola mención trastorna al paciente. Pero cuando irrumpe la cuestión del orgullo herido, la falta de reconocimiento y, sobre todo, el fraude identitario, se activa Willy Loman, el viajante “sin más equipaje que una sonrisa y unos zapatos relucientes. Y cuando la sonrisa deja de recibir respuesta, todo se hunde”. Este personaje se relaciona con el autoengaño, las falsas esperanzas y el fracaso vital.
Bosch, descomunal, transita de la exaltación más pletórica a un patetismo extremo, para finalmente mostrar una dolorosa vulnerabilidad; lo secundan de manera eficaz Marginet y Pons, con mucho menos margen para el lucimiento. Su personaje da fe del enorme poder del teatro, que influye sobre la vida —un fragmento del Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand, ayuda al joven cuidador a reconciliarse por vía telefónica con su amado— y que lo mismo salva que envenena —pensemos en la mítica El veneno del teatro, de Rodolf Sirera—. Hará falta, al final, como Próspero, renunciar a los hechizos y apelar a la bondad de los desconocidos —que diría Blanche Dubois— para salir del aislamiento. Al fin y al cabo, la suerte de todo comediante, real o imaginario, depende del público, que con su aplauso puede romper cualquier maleficio. He aquí la alquimia del teatro.