Llevo nervioso un montón de semanas. Solo tengo preguntas, aquí en la barriga, que me duelen, dolor de alegría, dolor de hacerme ilusiones, "cuenta con las ilusiones -me llamaba el abuelo- que son inflamables y lo pueden incendiar todo." Y yo querría decirle a esta señora que repasa otra vez mi ficha en el ordenador y me mira con un desinterés insultante que el amor no sabe nada de cursos, (ya sé que no me escuchará), pero me gustaría insistirle en que no se puede teorizar sobre este deseo desmesurado que tendrás al verme llegar en casa – da igual la hora que sea- y me lamerás de aquella manera que solo lamen los fieles. Y pienso en tus ojitos, no puedo imaginar el color, y pienso en tus colmillos, y pienso en todo lo que haremos cuando ya seas mío, solo mío, y pueda lucir en el recibidor el título del curso para ser tu amo. "Tu amo", qué expresión tan fea. Y a partir de aquel día ya podremos pasear juntos por las aceras, distraernos en los parques, fastidiar a las criaturas (cómo las detesto) y podré recogerte los excrementos (notar el calor del vientre en las manos) y regar con la botellita de agua por si orinas en una esquina.
A partir de aquel día ya podremos pasear juntos por las aceras, distraernos en los parques, fastidiar a las criaturas (cómo las detesto) y podré recogerte los excrementos (notar el calor del vientre en las manos) y regar con la botellita de agua por si orinas en una esquina
Construyo esta vida perfecta dentro de mi cabeza mientras preparo el examen. Pero la mujer que vigila me mira con una condescendencia de funcionaria y querría decirle: "No hacen falta todas estas preguntas, la gente que pregunta nunca no está contenta con las respuestas. Todo lo que quieres saber... ven, aquí delante de mí, sede, mírame fijamente, a los ojos, ponme la mano encima del pecho, ¿notas cómo late?". Y esta desgraciada evidentemente lo notaría, sentiría como me late el pecho cuando hablamos de ti, de tu raza, de tus costumbres, del seguro que tendré que pagar, de tu esperanza de vida.
Pero entonces, me asaltan las dudas de los años y la sustitución, ¿qué harás cuando yo no esté? ¿Quién te cuidará? O ¿qué haré cuando tus ladridos ya no resuenen por casa, cuando las visitas al veterinario se aceleren, cuando te muevas más lento, cuando te cueste saltar, y cuando llegue el día – a todos nos llega- de despedirnos? ¿Podré comprar otro como tú? ¿Tendré hígado para sustituirte? ¿Tendré ganas de volver a amar un pelo y una lengua áspera? ¿Cómo se puede sustituir aquello que se desea? Los seres humanos lo hacemos. Constantemente. Basamos toda la existencia en reemplazar el deseo, en inventar nuevos objetivos, nuevas épocas, cambiamos a los maridos, cambiamos a los hijos, cambiamos a los padres y los enviamos a las residencias (mucho peor que abandonarlos en una gasolinera).
¿Cómo se puede sustituir aquello que se desea? Los seres humanos lo hacemos. Constantemente
¿Y el nombre? Ya lo pensaré, tu nombre, aunque ya lo tengo pensado, llevarás el mío, porque tú serás un bicho como yo, tú serás todo aquello que puedo imaginar, mi hijito, mi amigo, mi confidente, y los días más grises o cuando ya no me queden fuerzas, te sentarás a mi lado a lamerme las heridas, a mirar una serie deplorable, a contemplar cómo la rutina me resquebraja por dentro mientras llueve y resuena el eco de tus aullidos. Y te dejaré en herencia todo eso y una hipoteca a veinte años, flores de interior para regar y mucha miseria.