DÄMON. El funeral de Bergman, de Angélica Liddell, llegó al Festival Grec precedido de la polémica generada en Avignon: en la inauguración en el Palacio de los Papas, su diatriba contra los críticos que, según ella, la insultan y humillan, fue contestada con una denuncia por injurias públicas. Una vez visto el espectáculo en el Teatre Lliure, cabe decir que la interpelación a los críticos se la saca pronto de encima, en el tramo inicial de la función, y parece responder a una pretensión más retórica que furiosa de desactivar preventivamente determinadas valoraciones y prejuicios que pesan sobre su arte, tildado por algunos de repetitivo y egotista: "Luego vomita sobre el público la hora de la feroz homilía".

En la cita barcelonesa, mantuvo los nombres de los articulistas franceses e ignoró soberanamente la crítica catalana y española. Además, quiso incidir, a través de unas palabras proyectadas, en el error que supone coartar la libertad del artista: "¿Acaso el arte es asunto de la policía?". Queda muy claro que, más allá de sus pequeñas venganzas personales, el odio hacia la banalidad e impunidad —recalca— de los periodistas y opinadores profesionales se inscribe dentro del homenaje al cineasta sueco Ingmar Bergman, que tuvo más de una dificultad con la crítica y deseó a sus detractores la eternidad en el infierno. En cualquier caso, Bergman queda; los críticos, no. La maléfica, aturdida Liddell quedará también, y será sobre todo gracias a sus escritos, que en obras anteriores llegaban a las más altas cotas literarias, y aquí se sostienen sobre todo por la potencia escénica de la autora-oficiante, pródiga en inflexiones rotas que insisten en el grotesco.

El papa Juan Pablo II se pasea por el escenario; un hombre con enanismo que parece salido de la película El silencio (1963) nos mira largamente. Muy pronto irrumpe la Liddell sobre el inmenso escenario, todo forrado de un rojo sangre que tanto quiere evocar la habitación de Gritos y susurros (1972) como el luto papal. La artista nos maldice asperjando el agua con que acaba de hacerse una ablución vaginal, y nos increpa con un discurso que puede leerse como una continuidad del de Vudú (3318) Blixen (2023), un espectáculo mucho más inspirado —y pasado de vueltas— que se podrá ver en marzo en el TNC.

Transitan por su discurso demonios como los que asediaban a Bergman, a gritos o entre murmullos

Desahogándose en la decrepitud física y la bajeza moral, nos habla del drama diario del cuerpo —cúmulo de humores y excreciones— entre horribles cuidadores. Inevitablemente, vuelven algunas imágenes de Una costilla sobre la mesa (2019), el díptico dedicado a la agonía y muerte de sus padres. En el apartado más visual, en el que la palabra cede paso a inquietantes composiciones figurativas, encontramos retablos o cuadros vivos integrados por personas mayores en silla de ruedas, una niña a la que el oficiante venda los ojos —"los niños en mitad de toda esta putrefacción"—, jóvenes desnudas de aspecto virginal y cuatro funcionarios —veladores, portadores de ataúdes— vestidos de riguroso negro y con nariz de payaso. Alaridos, carrerillas, pasajes bíblicos, simulacros de masturbación. ¿Hacemos daño para ser castigados o para ser perdonados?

Foto: Christophe Raynaud de Lage / Festival de Avignon

Llega, al fin, la recreación del funeral de Ingmar Bergman, que murió el 30 de julio de 2007 a las 4 de la mañana, a la hora del lobo. Había dejado escrito que quería emular la ceremonia del papa Juan Pablo II, que hemos visto pululando por el escenario y de quien se cita la carta a los artistas del año 1999. Ahora la inmensa caja roja contiene un ataúd blanco, un grupo de actores del Dramaten de Estocolmo —Bergman fue director artístico de este teatro— y una violoncelista con la misión de interpretar la sarabande de la Suite número 5 de Bach, que era el compositor de referencia del cineasta y es también el de la Liddell. De hecho, cuando ella habla de "dar forma en la alegría que hay en mí" —para después autoboicotearse con una cruel acotación—, está refiriéndose de manera indirecta a unas palabras que el músico barroco escribió en su diario, como una súplica a Dios, después de perder a su mujer y a dos hijos.

La creadora nos mira con una lástima insidiosa y una compasión quizás no tan fingida: todos tenemos los días contados

La creadora nos mira largamente, con una lástima insidiosa y una compasión quizás no tan fingida: todos tenemos los días contados. Transitan por su discurso demonios como los que asediaban Bergman, a gritos o entre murmullos —hay más de un recuerdo para aquella muerta obligada a inquietar a los vivos—. El texto contiene, parafraseadas, algunas citas de los cuadernos de trabajo del cineasta y, sobre todo, del libro de memorias La linterna mágica (1987). Se recurre también, con obstinación, a un pasaje de El sueño (1901) de Strindberg que expresa la pena que le inspiran las criaturas humanas al personaje divino que las contempla. Es este último dramaturgo, por cierto, quien proporciona el insulto que cierra la pieza, cuando se emplaza a los críticos a la próxima autopsia del artista.

Angélica Liddell nos habla como si fuera el alma de una muerta a quien han dado a beber la sangre del cordero degollado en sacrificio. Una niña siniestra —nacida en domingo— que se nos aparece temporada tras temporada. Condenada a trabajar por terror a perder el entendimiento y con la pretensión de ser el azote de la escena contemporánea. Y, a pesar de todo, siente la tentación de dejar caer la máscara y enmudecer, como la protagonista de Persona (1966). Según ha afirmado ella misma, el silencio dominará la pieza que tiene que cerrar la trilogía. Está por ver de qué lo llenará.