Nos tendremos que acostumbrar. Ya no podremos desmembrar un cuerpo tranquilamente, ya no podremos amordazar a nadie tranquilamente, ni coger este cuchillo tan brillante y afilado de la cocina y atravesar la piel desde el ombligo hasta las costillas, con precisión y tesón mientras un deudor, pongamos por caso, un rentista, un pederasta o un impuntual nos suplican clemencia. Escucharemos los llantos, es evidente, intentarán conquistar una pequeña parte de nuestro cerebro, de nuestros remordimientos, con trampas sentimentaloides, apelando a una familia que no conocemos, o quizás, quién lo sabe, rogando a un Dios para que obre el milagro.
Cuenta con las lágrimas que son muy traidoras y cuenta con la premisa que una vida vale un imperio, eso es mentira, hay vidas que valen menos que los gusanos que las devoran y cuidado también con creer que todo el mundo merece una segunda oportunidad, porque los ingenuos son los más peligrosos. Así que tendremos que respirar profundamente, y tendremos que tapiar bien las puertas y las ventanas para que los gritos de auxilio no alerten a curiosos, a vecinos o a cotillas, pero si tenemos un poco de paciencia la hoja irá separando la carne, como Moisés separó en dos el mar Rojo, inundando el suelo de una sangre delicada.
Si hemos sido cuidadosos y hemos podido tapar la boca, atar las manos, recitar unos cuantos versos de despido, el cuento tendrá un final feliz, pero entonces llegará el momento, siempre delicado, de la limpieza. No hay que tener prisas, solo luchamos contra el reloj biológico de la descomposición, el resto calma y buenos alimentos. Ya sé que es aburrido arrodillarse y dedicar tanto cuidado a hacer que ninguna gota nos pueda delatar. Lo hemos visto miles de veces en las películas, siempre hay un detalle que lo estropea todo, pero por suerte la vida es mucho más mediocre que la ficción y una vez utilizado el salfumán y quemada la ropa, podremos enredar el cuerpo (lo que quede) con un plástico de unas medidas considerables. Y este es el punto exacto del relato en que una fotografía lo puede cambiar todo.
Justo al salir, a poder ser que no sea de día, tenemos que mirar hacia un lado y hacia el otro, como las criaturas que atraviesan un paso de cebra. Tendremos que ser prudentes, y si aparece un coche de una empresa multinacional que fotografía todos las calles, todas las plazas, todos los rincones del alma (y del mundo), tenemos dos opciones: disimular – que no servirá de nada- y fingir una sonrisa que nos delate, que diga, "sí, soy yo, he aniquilado este cuerpo, qué más dan los motivos, no los entenderíais", mientras nos limpiamos las manos sucias. O bien, sin pensárnoslo dos veces, saltar encima del coche, y justo antes de destrozar la cámara del demonio, pronunciar un discurso emocionante que defienda el derecho que tenemos todos y todas a la intimidad por más asesina que sea.