Uno de los problemas fundamentales de Stranger Things es, justamente, lo que la ha hecho tan popular: su dependencia de la nostalgia a la hora de tomar decisiones narrativas. Eso ha degenerado en un "todo se vale" de referencias que a menudo no tenían unos mínimos de armonía. En el fondo, su ADN siempre han sido las novelas de Stephen King, y en particular las historias sobre los monstruos de la infancia y cómo se manifiestan durante nuestro tráfico a la vida adulta. Por lo tanto, ha funcionado bien cuando se ha reflejado en el horror "coming-of-age" pero ha pinchado con su obcecación a citar títulos icónicos de los 80 que no entraban ni con calzador. El resultado, pues, ha venido marcado por esta tensión entre la necesidad de explicar una cosa y lo que se espera de ella. La cuarta temporada era, en este sentido, una verdadera encrucijada, y nada hacía pensar que sus responsables rompieran las reglas del juego.
La cuarta temporada era una verdadera encrucijada, y nada hacía pensar que sus responsables rompieran las reglas del juego
Al fin y al cabo, como ya te has ganado al público, lo más fácil es quedarte quieto y no hacerse daño. Pero contra todo pronóstico la nueva entrega consigue erigirse en la más interesante porque deja de fiárselo todo a la nostalgia, rompe con algunos malos vicios (el primero, la tentación por el gag referencial) y profundiza en la constatación de que madurar es una enmienda a la totalidad a tus sueños infantiles. Stranger Things se ha hecho mayor y convierte esta idea en motor narrativo de un relato ambicioso e inconformista al cual incluso perdonas la duración excesiva de cada capítulo.
El peso de los secundarios
La cuarta de Stranger Things sigue teniendo problemas, y el primero de todos ellos es que los personajes principales, con alguna excepción reseñable, están demasiado enquistados en los conflictos de la primera temporada. Seguramente por este motivo convencen más los secundarios, con Steve y el gran Eddie al frente, que no este grupo de amigos que en algunos pasajes se comportan inexplicablemente como si tuvieran diez años menos y en otros parecen no haber aprendido nada de sus vivencias previas. Un buen ejemplo es Eleven, seguramente la adaptación más dilatada (y exasperante) que se haya hecho jamás de Dark Phoenix de los X-Men.
Eleven es, seguramente, la adaptación más dilatada (y exasperante) que se ha hecho jamás de Dark Phoenix de los X-Men
Tampoco le hace ningún favor la multiplicación de frentes argumentales, como esta trama rusa que llega a parecer de otra serie y que no para de entorpecer el ritmo de la función. Pero en cambio funciona como un reloj cuando aborda su nudo dramático principal.
Acabando a tiempo
King es, una vez más, en su esencia, pero esta cuarta temporada acierta de lleno yendo al terreno de Pesadilla en Elm Street y sus derivados. La película de Wes Craven, una exploración de los monstruos de nuestro subconsciente, es una de las metáforas más crudas que ha hecho el género sobre el fin de la inocencia y el proceso que nos lleva a matar a la persona que éramos.
Por escéptico que llegues a esta cuarta temporada, poco a poco te va atrapando en una telaraña que ya no te suelta
Stranger Things camina en la misma dirección torpedeando sus expectativas (se ha vuelto mucho más sombría y violenta), construyendo un universo mucho más inquietante (el mundo patas arriba y sus perversiones del espacio-tiempo) y mostrándose más creativa que nunca, cómo demuestra la fantástica escena del rescate de Max en el cementerio. Por escéptico que llegues a esta cuarta temporada, poco a poco te va atrapando en una telaraña que ya no te suelta e incluso consigue que su final –el segundo volumen se estrena el próximo 1 de julio- sea una de aquellas cosas que estás impaciente por ver. En un panorama con tantas series que pierden el rumbo por querer alargarse más de lo necesario, encontrar una que frena la sangría y hace el camino inverso siempre es una buena noticia.