Monasterio de Sant Cugat del Vallès (condado carolingio de Barcelona), año 970. Faltaban quince años para la campaña devastadora del general andalusí Al-Mansur (985) y diecisiete para el inicio del camino en solitario de los condes catalanes, la independencia de facto (987). El cartulario, una especie de censo fiscal de la época de las tierras de dominio directo del monasterio (la cara norte de la montaña de Collserola), revela la existencia de 238 explotaciones agroganaderas, identificadas a través del nombre de pila del cabeza de familia. Pero entre aquellos 238 nombres se producen ciertas repeticiones que reducen la nómina onomástica de aquella comunidad a 172. Y que provocan cierta sensación de descontrol, incluso de caos. En aquel momento, el poder empezaría a valorar la posibilidad de restaurar los patronímicos de la época romana como un identificador necesario. Nacían los apellidos.

Mapa de la Marca carolingia de Gotia / Fuente: Universitat de Barcelona

La herencia romana

El profesor Paul Aebischer (1897-1977), docente e investigador en las universidades de Zurich y Friburgo y autor del Essai sur l'onomastique catalane, revela que, durante la alta edad media (siglos V en X), la acción combinada del cristianismo y de la tradición germánica comunal había fulminado la costumbre romana de los tres apelativos. Sería el caso de Marco Tulio Cicerón, que había resultado muy apropiado para identificar al individuo y asociarlo a un linaje familiar. No obstante, iniciada la centuria del 800, se produce cierta recuperación de aquel antiguo sistema identificativo. Y, concretamente, en la marca carolingia de Gotia, el solar que mecería el nacimiento de los condados catalanes, aparecen algunos patronímicos. Pero, en aquel momento, este fenómeno es exclusivo de la clase militar (la élite política y económica). Son los Plantapilosa de Nimes o los Pilosos de Barcelona.

La arquitectura de los apellidos

La Europa anterior a la aparición de los apellidos es una sociedad que se identifica con nombres de pila. Y la necesidad de poner orden a un caos surge, de manera más o menos simultánea, por todo el continente, coincidiendo con la explosión demográfica de alrededor del año 1000. Ahora bien, el nuevo sistema patronímico que tenía que identificar a los cabezas de familia en aquellos censos fiscales primitivos, se construiría en cada territorio de manera diferenciada. Los profesores Josep Maria Nadal (1949) y Modest Prats (1936-2014), docentes e investigadores de la Universitat de Girona, afirman que la fábrica carolingia de aquella Catalunya primigenia (siglos VIII a X) orientó el país, decididamente, hacia el norte, en temas tan decisivos como la formación de la lengua o la adscripción cultural. Por este motivo, el sistema patronímico catalán (o precatalán, si se quiere ser más preciso) es idéntico al occitano y al francés.

El estamento militar en la Europa del año 1000. El conde de Barcelona y los barones de Carcasona / Font: MNAC

Los cartularios de Sant Cugat

Los profesores Nadal y Prats, en el estudio de estos cartularios, advierten que a medida que avanza el tiempo, la variedad de nombres disminuye mientras que la población aumenta y que "unos pocos nombres monopolizan los favores del público de una manera absoluta". En el cartulario del año 1070, los 238 cabeza de familia del siglo anterior han pasado a 272; pero los 172 nombres de pila diferentes han quedado reducidos a 44. En aquel cartulario (el censo de la comunidad, al fin y al cabo) aparecen treinta y nueve Bernardus, treinta y seis Guilelmus, treinta y seis Petrus, treinta y un Raimundus, veintidós Gerallus, veinte Arnallus y dieciséis Berengarius, solo por citar los más comunes. El profesor Aebischer, de nuevo, afirma que "no se puede negar que el léxico onomástico se había empobrecido y eso habría generado cierta confusión (...), como mínimo con los nombres más utilizados", que ponía en riesgo el sistema fiscal.

Los primeros apellidos catalanes

Este paisaje onomástico de la cara norte de Collserola sería extrapolable a cualquier comunidad de la marca carolingia de Gotia y del reino de Francia (el imperio carolingio se había fragmentado el 843). Hacía falta algún tipo de medida para recuperar el control fiscal. Se desestimó la vieja fórmula romana (nombre y dos apelativos) y se optó por una construcción sencilla, pero identificadora: el nombre de pila del individuo con el añadido del nombre del patriarca familiar. En los cartularios de Sant Cugat de 1070 ya encontramos a los cabeza de familia identificados, por ejemplo, como Ennego quent vocant Bono filio (Íñigo al que llaman el hijo de Bono), e incluso en la fórmula evolucionada Guielelmus prolis Seniofred (Guillermo de la familia de Sunifredo, o Sunyer) o en la construcción compuesta Petri filii Raimundi Maier (Pedro hijo de Raimundo, que es del linaje de los Maier), que revela cierta complejidad.

Oficios agroganaderos en la Europa del año 1000 / Fuente: Bibliothèque Nationale de France

La variedad de apellidos

Pedro de la casa Maier nos va muy bien para explicar que con esta primera fórmula de construcción no se consiguió la solución definitiva. En algunas comunidades, la persistente repetición de nombres de pila debió colapsar el sistema prácticamente al inicio. Es en aquel momento que aparecen una segunda y una tercera fórmulas de construcción de apellidos. Los profesores Nadal y Prats, de nuevo, revelan que, entre los dos cartularios de Sant Cugat (años 970 y 1070), ya se utilizan fórmulas que utilizan la profesión del individuo o de la familia o el lugar de origen o de residencia como identificadores. El año 1006 ya aparecen relacionados Fedancio, artificien petre (Fedancio Pedrapiquer, que evolucionaría hacia Fedancio Piquer) o Arnaldi Sabater (Arnau Sabater). Y a finales del XII aparecen Berengarius Barchinona (Berenguer Barcelona) o Petri Ponti (Pedro Ponts).

La influencia italiana

Los poderes catalanes de los siglos X y XI no utilizaron nunca la fórmula consistente en añadir el sufijo -ez (que equivale a "hijo de") al nombre de pila, que era propia del mundo castellanoleonés y que sí que aparece en el sur y en el oeste de Aragón, en forma -se. En cambio, aquellos condados primigenios catalanes que vivían totalmente a espaldas de lo que pasaba en la península Ibérica, estaban muy al corriente de lo que sucedía al otro lado del mar, porque los cartularios de Sant Cugat revelan la existencia de una fórmula que se utilizaba bastante en la península italiana y que podría ser producto de los intercambios comerciales y culturales que promovía el poliedro Barcelona-Niza-Génova-Pisa. En este caso nos encontramos un Bernardus Guifredi (Bernardo Guifrés o de los Guifrés, el final en i revela un plural masculino) o un Sendredus Leopardi (Senderet Lleopards o de los Lleopards).

Artesanos de la piedra en la Europa del año 1000 / Fuente: Blog Xtec

La transmisión de los apellidos

Inicialmente, estos apellidos no tuvieron un carácter hereditario. La transmisión del apellido quedaba limitada a la figura del heredero o de la heredera, que de este modo se le identificaba como el propietario o el teniente de la casa ancestral. En cambio, el resto de hijos y de hijas que habían formado parte de aquella prole podían acabar teniendo apellidos muy diferentes, que el poder les imponía en función de las circunstancias vitales que los identificaban (oficio, residencia, matrimonio, parentesco, dependencia). Con el transcurso del tiempo, esta fórmula se revelaría caótica, porque dispersaba onomásticamente familias que compartían medios y recursos (explotaciones agroganaderas, obradores de fabricación), que es lo mismo que decir que dispersaba las fuentes de tributación y su control. Y a partir del siglo XIII se impondría la obligación de transmitir el apellido por la vía paternofilial. Se completaba el sistema.