Barcelona, miércoles 14 de julio de 1909. Hace 110 años. Capitanía General de Catalunya. 16 horas. Se reunían Luis de Santiago Manescau ―capitán general de Catalunya― y Claudio López Bru ―marqués de Comillas y uno de los máximos accionistas de la Compañía Española de Minas del Rif y de la Compañía Transatlántica Española―. En aquella reunión se revisarían los últimos detalles del embarque de 9.000 reservistas catalanes con destino a la Guerra de Melilla (1909), que había estallado cinco días antes (9 de julio). Aquella movilización de reservistas provocaría una colosal protesta en Barcelona que, días más tarde, desembocaría en la Semana Trágica (25 de julio – 2 de agosto).

Mapa del Rif (1909) / Fuente: Instituto Geográfico Nacional

¿Quiénes eran los reservistas?

Los llamados reservistas eran soldados de levas anteriores que ya habían cumplido el servicio militar obligatorio y que ―en la terminología militar― ya estaban "licenciados". Pero con la ley de la época en la mano, los gobiernos (con el supuesto argumento de un conflicto militar y con la publicación de un simple decreto) tenían la autoridad para movilizarlos de nuevo y sumarlos a la tropa de leva que estaba cumpliendo el servicio militar. En aquella crisis que derivó, a propósito, en conflicto, el gobierno conservador de Antonio Maura decretó la movilización de las levas "licenciadas" de 1902 a 1907 y el aparato militar español las sumó a las levas activas de 1908 y 1909 que estaban emplazadas en el Rif.

¿Por qué las protestas?

El gobierno Maura había decretado, en el conjunto del estado español, la movilización de 18.000 reservistas. La mitad de este contingente fue movilizado en Catalunya que, en aquel momento, censaba un 15% de la población del estado español. Este curioso ―y sospechoso― sistema de cálculo impulsó la protesta. Pero las chispas se convirtieron en fuego cuando el estado español activó el sistema de movilización. También con la ley de la época en la mano, los reservistas se podían eximir pagando 1.500 pesetas (el equivalente a un salario base anual). Como había pasado en la Tercera Guerra de Cuba (1895-1898) este sistema, por razones obvias, condenaría a las clases más humildes de la sociedad catalana.

Antonio Maura (presidente del Gobierno), Arsenio Linares (ministro de Guerra), José Marina (general español en el Rif) y Alfonso XIII / Fuente: Wikimedia Commons

La tragedia de las familias humildes

A propósito de aquel conflicto, la maquinaria político-militar-financiera española fabricaría un perfil mayoritario de soldado del ejército colonial español: catalán, de condición humilde (obrero industrial o jornalero agrario), en edad reproductiva, casado y con hijos y, generalmente, la única fuente de ingresos de su familia. La movilización de reservistas catalanes, en una época en la que no existían las prestaciones públicas, empujaría miles de familias catalanas de condición humilde a la precariedad y a la miseria. Un auténtico porrazo premeditado que se producía, reveladora y sospechosamente, en un escenario social y político marcado por las reivindicaciones catalanistas y obreristas.

Melilla

La presencia hispánica en el Rif se remontaba al año 1497. Había sido, precisamente, un personaje con un origen catalán y relacionado con la cancillería de Fernando el Católico llamado Pere de Estopanyà quien, en nombre de la monarquía hispánica, había tomado posesión de la, entonces, ciudad abandonada de Melilla. Durante los tres siglos posteriores Melilla jugaría un papel estrictamente de fortaleza militar orientada, claramente, hacia el mar. No sería hasta que las colonias hispánicas de América se independizaron (primera mitad del siglo XIX) que los gobiernos españoles empezarían a mirar con cierto interés qué había en la trastienda de Melilla: la región del Rif y la cordillera del Atlas.

El conde de Romanones y el marqués de Comillas / Fuente: Wikimedia Commons

El vértice financiero de la trama

Qué había y qué podían sacar. Porque el imperio colonial americano había desaparecido, pero la cultura colonial espoliadora se conservaba intacta. Y en este contexto es donde entran en juego dos figuras paradigmáticas: Álvaro de Figueroa y Torres Mendieta (conde de Romanones, propietario de minas, exalcalde de Madrid, ministro en varias ocasiones y, en un futuro, presidente del gobierno) y Claudio López Bru (marqués de Comillas, banquero, naviero, tabaquero, propietario de minas e hijo y heredero de Antonio López, que había acumulado una fortuna con el tráfico ilegal de esclavos). El año anterior (1908), Romanones y Comillas habían fundado la Compañía Española de Minas del Rif, S. A.

Transporte de heridos con el tren de las minas / Foto: José Demaria López, publicada en la revista 'Nuevo Mundo'. Fuente: Wikimedia Commons

El vértice político de la trama

La existencia de recursos minerales en la región del Rif era conocida desde que el espía Domènec Badia Leblich Alí Bei (1767-1818) y el científico Joaquim Gatell Folch (1826-1879) ―los primeros europeos modernos que exploraron la región― habían publicado sus trabajos. Pero pasarían décadas hasta que Romanones y Comillas implicarían al estado español en una sórdida operación digna de una película de espías: pactaron la explotación de las minas con una cabila proespañola con el propósito de encender una guerra civil. Aquel conflicto provocaría una serie de ataques a las instalaciones mineras, que el Gobierno interpretaría como un casus belli.

El vértice militar de la trama

La derrota en Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898) había provocado el descrédito más absoluto de la clase militar española. Tanto a nivel interno como internacional. Y en aquel nuevo contexto los mandos del ejército español plantearon la Guerra de Melilla como una gran oportunidad para recuperar el prestigio perdido en las Antillas. Pero en una primera aproximación a la costa, se rompió una sirga de remolque y una lancha con 100 soldados a bordo naufragó. La prensa de la época (La Vanguardia, 19/07/1909) relata que el oleaje arrastró a los náufragos contra unas rocas. No confirma el número de víctimas, pero todo apunta a que los supervivientes serían una parte mínima de aquel naufragio.

Transporte de heridos con carro / Autor desconocido, publicada en el 'Zeitschrift Deutscher Hausschatz'. Fuente: Wikimedia Commons

El anuncio del desastre

Aquel naufragio no era más que la primera revelación de un desastre anunciado: medios inadecuados (barcos mercantes para el desplazamiento y lanchas carboneras para el desembarque); armamento en mal estado (reliquias de la guerra de Cuba); soldados desmotivados (arrancados de sus casas y de sus trabajos); y, sobre todo, mandos militares ineptos (ansiosos de gloria personal y embriagados de patrioterismo cutre). Aquella combinación letal de elementos provocaría un segundo incidente monstruoso. El 23 de julio, una cadena de chapuzas sobre la línea férrea minera conduciría a 400 soldados a la muerte. La mitad, catalanes. Tres días después, estallaba la Semana Trágica.

La carnicería del "Lobo"

Pero el auténtico alcance de aquella guerra ―claramente fabricada para el beneficio de una trama oligárquica y extractiva― se produciría en el barranco del Lobo: el 27 de julio (cuatro días después del desastre de la vía férrea), otra chapuza protagonizada por los oficiales españoles provocaría la tercera carnicería consecutiva: las "harcas" (las tropas de las cabilas que no comulgaban con la trama colonialista), emboscaron a una brigada española ―que no podía estar peor situada― y la exterminaron. El Gobierno facilitó una cifra de 700 muertos, pero la prensa de la época y la investigación historiográfica posterior la elevaría hasta 1.500 víctimas mortales y 1.000 heridos y mutilados. Una gran parte, catalanes.

Recogida de cadáveres en el barranco del Lobo / Fuente: Omniamutantur. Ministerio de Defensa

1.000 muertos catalanes

Durante los cinco meses que duró aquella guerra, el Gobierno ordenó dos levas más hasta sumar 42.000 efectivos. En aquel contexto global de expansión y espolio colonial, no tan sólo estaba en juego la inversión de Romanones y Comillas, sino la proyección española ―es decir, la de los intereses de sus oligarquías― sobre África. La dinámica inicial se invirtió y el ejército colonial español exterminó a 7.500 rifeños (1.500 combatientes y 6.000 civiles). Por otra parte, el balance oficial cifraría las bajas del ejército colonial en 2.235 muertos. De este total, la mitad eran catalanes y sus familias quedarían, para siempre, condenadas a sobrevivir en la más absoluta miseria.