Novo Arjánguelsk, actualmente Sitka (costa central del territorio de Alaska), 18 de octubre de 1867. Hace 158 años. El general estadounidense Lovell Rousseau y el capitán ruso Alexis Pestchouroff protocolizaban el cambio de dominio del territorio. Frente a la que, hasta entonces, había sido la residencia del gobernador del territorio, se arriaba —por última vez— la bandera de Rusia y se izaba —por primera vez— la de Estados Unidos. De este modo, se materializaba el acuerdo de compra —denominado "Tratado de cesión"— que dos meses y medio antes —el 1 de agosto de 1867— y en nombre de sus respectivos gobiernos habían firmado el secretario de Estado estadounidense William Seward y el gobernador ruso de Alaska Dmitri Maksutov.
Aquella transferencia de dominio se negoció y saldó por un importe de 7,2 millones de dólares de la época (el equivalente actual a 125 millones de dólares). Una operación, aparentemente, muy ventajosa para Washington: una cantidad muy razonable por la adquisición de un territorio inmenso. No obstante, una parte destacada de la prensa y de la opinión pública estadounidenses lo calificarían de despropósito. Estados Unidos acababa de salir de una larga y mortífera Guerra Civil (1861-1865), que había arruinado, sobre todo, a los estados del sur. Y los opositores a aquel proyecto denominaron aquella operación "Seward's Folly" (el capricho de Seward). ¿Por qué Estados Unidos compró Alaska?
¿Quiénes fueron los primeros occidentales que pusieron los pies en Alaska?
Los estadounidenses adquirieron Alaska a los rusos, quienes, desde 1799, explotaban la parte noroeste del territorio a través de una empresa privada denominada Compañía Ruso-Americana. Pero los primeros occidentales que habían explorado y cartografiado Alaska, especialmente la costa sudoccidental, entre Nootka y Sitka, había sido una expedición naval al servicio de la corona española, comandada por el capitán mallorquín Joan Perers (1774) —y que en la documentación militar hispánica de la época aparece como "Juan Pérez"—. Posteriormente, otros navegantes al servicio de la corona española recorrerían la ruta de Perers e, incluso, el capitán catalán Salvador Fidalgo (1790) llegaría hasta las Aleutianas y reclamaría la posesión de Alaska en nombre de Carlos IV.
Los rusos en Alaska
Pero la España de finales del siglo XVIII era una potencia decrépita, que se movía por el mundo con muy pocos medios, sin recursos económicos ni capacidad militar para hacer valer las reclamaciones de Perers o Fidalgo. Y en aquel contexto, rusos y británicos se repartirían la posesión de la fachada del Pacífico norteamericano: para Moscú, desde el estrecho de Bering hasta el archipiélago Alexander, y para Londres, desde el fiordo de Haida hasta el canal de Vancouver. No obstante, aquel reparto no garantizaría un paisaje de armonía. Todo lo contrario, los contrabandistas británicos establecidos en la Columbia (actual Canadá occidental) romperían todos los acuerdos comerciales firmados y provocarían la ruina de los inversores rusos.
El interés estadounidense
A principios de la década de 1860, la Compañía Ruso-Americana ya era un zombi comercial. Y la presencia rusa sobre su propio territorio (la Rusia americana) había quedado reducida a poco más de 1.000 personas. Moscú había perdido todo el interés en conservar un dominio que, no tan solo no generaba expectativas, sino que suponía un coste elevadísimo para el erario imperial ruso. Por lo tanto, aquel nuevo escenario abría el interés de británicos y estadounidenses, que valorarían muy seriamente la posibilidad de adquirir —por la vía de la compra— aquel inmenso territorio. Pero cuando Moscú movió ficha y puso Alaska sobre la mesa (1867), se produjo un acontecimiento de gran importancia que eliminó a los británicos de aquella ecuación.
¿Por qué los británicos salen de la ecuación?
El 1 de julio de 1867 —un mes antes del acuerdo para la venta de Alaska—, la reina Victoria de Gran Bretaña y el primer ministro británico, el conservador Edward Smith-Stanley, firmaban la independencia de Canadá. El Imperio británico desaparecía del continente, pero en otras regiones del planeta estaba en plena expansión, y el foco colonial de Londres había virado, decididamente, hacia el continente africano y hacia el sureste asiático. En aquel nuevísimo escenario geopolítico, Londres valoraría la compra de Alaska como un movimiento inoportuno, de fábrica aventurada y de rendimiento incierto. Gran Bretaña desaparecía de la carrera, Canadá se encontraba en un estadio político inicial que no invitaba a operaciones de este tipo, y solo quedaba Estados Unidos.
Y los estadounidenses, ¿para qué querían Alaska?
En el momento en el que se negoció y formalizó la compra, ni el presidente Andrew Johnson —del Partido Demócrata—, ni el secretario de Estado William Seward, ni ninguno de los senadores que votaron a favor de aquella operación, tenían conocimiento de que Alaska era un territorio rico en oro. Entonces, e incluso sabiendo que nunca podrían conectar territorialmente la matriz con la adquisición... ¿por qué impulsaron aquella operación? ¿Por las pieles? La respuesta se encuentra en la geopolítica. El canal de Panamá todavía no se había construido y Washington ambicionaba el control del estrecho de Bering para comunicar los puertos del Pacífico norteamericano con Europa por el recorrido más corto, el océano Glacial Ártico, a través del mítico paso del Noroeste. Alaska era, puramente, geoestrategia.