"No hay gozo [en este mundo], solo maldad". Nos lo dice el Conflictivo, el criminal más temido de América, y razón no le falta. Así me lo pareció, como mínimo, después de leer Un home bo costa de trobar, la primera de las historias de la recopilación de cuentos homónima escrita por Flannery O'Connor en 1955 y que L'Altra Editorial acaba de publicar en nuestra lengua. La narración nos transporta a una carretera secundaria de Georgia para explicarnos, con una frialdad increíble, cómo una familia entera es asesinada a manos del Conflictivo y su banda. Los motivos del crimen, a priori absurdo, quedan perfectamente justificados por su ejecutor, que, pistola en mano, le hace entender a su víctima que da igual si matas a un hombre como si te llevas la rueda de su coche, porque llegará el momento que ya no te acordarás de qué has hecho y te castigarán igualmente".
De esta forma, cruel y repentina, O'Connor nos da la bienvenida a su universo narrativo, un mundo poblado por fanáticos religiosos, ladrones lascivos y señoras perversas que esconden un secreto entusiasmo por las desgracias ajenas. Hay quien la ha comparado con el de William Faulkner, aunque yo me inclinaría más por describirlo como una mezcla entre la atmósfera de la primera temporada de True Detective y aquella que se respira en los cuentos más sórdidos de los Dublineses de Joyce. Cocidos por el sol omnipotente del viejo país confederado, los protagonistas de historias como La bona gent de pagès o La vida que salveu pot ser la vostra, parecen haber sido creados con la única intención de interponerse entre el lector y la esperanza que el género humano pueda inspirarle. Aquí no se salva nadie, ni los vendedores de Biblias, que, como todos los personajes, se ven contaminados por la perversión y el sadismo que impregnan cada uno de los relatos.
Traducidos por Marta Pera Cucurell, que con el uso de términos como "iclésia", "abantes" o "aixins" trata de adaptar el acento de la Georgia profunda al catalán, los diez cuentos de Un home bo costa de trobar representan una colección de desventuras absolutamente adictivas. Hay para todos los gustos, desde las más explícitas —protagonizadas por niños que se ahogan en ríos— a otras que, siendo lo bastante más discretas, ilustran perfectamente el nivel de miseria al que pueden llegar los individuos más aparentemente respetables. En este sentido, son especialmente destacables El negre artificial, relato que de la forma más sencilla posible nos explica cómo la confianza en un familiar próximo puede quedar destruida en un solo segundo, y Un últim encontre amb l’enemic, donde observamos la decadencia moral de un veterano de la Guerra de Secesión a quien lo único que le interesa son "las mozas guapas".
Aquí no se salva nadie, ni los vendedores de Biblias, que, como todos los personajes, se ven contaminados por la perversión y el sadismo que impregnan cada uno de los relatos
Teniendo en cuenta esto, sería fácil imaginarnos a la señora O'Connor como una nihilista de manual, una especie de Albert Camus que hubiera cambiado las playas de Argel por los porches de la América rural, pero hacerlo sería un error. A diferencia de los pedantes que se reunían en los cafés de París para pregonar la absurdidad de nuestro mundo, la autora de este libro cultivó, durante toda la vida, una profunda fe católica. A falta de un prólogo que nos lo explique, vale la pena echarle un vistazo al documental que la televisión pública norteamericana (PBS) le dedicó ahora hará un año. En él se incide en el sentido teológico de sus textos y en el motivo por el cual, aunque las suyas puedan parecer historias duras, brutales y sin esperanza, ella siempre defendió que su objetivo era mostrarnos "la acción de la gracia sobre personajes que no están muy dispuestos a aceptarla".
Esta circunstancia, que puede pasar inadvertida en una primera lectura, resulta de gran ayuda a la hora de entender el significado verdadero que se esconde tras cuentos tan aparentemente extraños como Temples de l’Esperit Sant. Solo así seremos capaces de darnos cuenta de que la sordidez de los relatos que la llevaron a la fama no es más que una técnica para llamar la atención del lector, una fachada reluciente y virtuosa tras la cual late siempre una enseñanza bíblica. Al estilo de las historias detectivescas de Pare Brown, que G.K. Chesterton aprovechaba para introducir conceptos teológicos diversos, o de los cuentos morales con los que Éric Rohmer cautiva todavía a cinéfilos de medio mundo, las ficciones de O'Connor nacen con el objetivo de evangelizar a aquellos que las leen, una operación ciertamente ambiciosa que le sirvió para ocupar los últimos años de su corta vida.
La sordidez de los relatos no es más que una técnica para llamar la atención del lector, una fachada reluciente y virtuosa tras la cual late siempre una enseñanza bíblica
Consciente de que el lupus la llevaría a la tumba pronto, la escritora no quería marcharse al otro barrio sin intentar demostrarnos que la única solución a las crueldades de la existencia implica abrazar la fe. No en vano, el último de los cuentos, un truculento drama rural que lleva por nombre La persona desplaçada, acaba con su protagonista, la señora McIntyre, postrada en la cama y acompañada por un viejo cura que se dedica a explicarle la doctrina de la Iglesia. "Ella no le había pedido que lo adoctrinara, pero él la adoctrinaba igualmente, e introducía una pequeña definición de un sacramento o de un dogma en cada conversación que tenía", nos explica O'Connor, como si ella no fuera, en el fondo, una versión sofisticada y talentosa de este religioso católico, alguien que, hable de asesinos despiadados, de fenómenos de circo escabrosos o de inmigrantes polacos desnutridos, nunca podrá privarse de intentar hacer que, mañana, vayamos a misa. Lo consiga o no se tiene que reconocer que es un gozo leerla.