Tengo un grupo de WhAtsapp conmigo misma donde apunto ideas de los artículos que escribo aquí. La última que tenía es "el frío que se queda dentro de las casas". Lo veía bonito porque pasa solo unas cuantas semanas el año, que el otoño llega primero a los comedores donde necesitas un jersey mientras a fuera todavía hay aquellas horas de sol y la gente va en manga corta. Ya está, solo tenía eso. Me parecía una imagen metafórica de todo lo que queda dentro, que sabe quién vive en cada casa. Como aquel armario desordenado que no abrimos nunca, lleno de las responsabilidades que no asumimos y de las excusas que dimos.
Aquel armario desordenado que no abrimos nunca, lleno de las responsabilidades que no asumimos y de las excusas que dimos
Reconocer que nos hemos equivocado
No hay nada que cueste más que reconocer que nos hemos equivocado. Admitir que lo hemos hecho mal, que no hemos tenido buenas intenciones, que hemos querido cosas que no teníamos que querer. Es casi un instinto de supervivencia. Y entonces: es que pensaba que, es que me dijeron, es que no lo sabía, no me di cuenta. No había mala intención, perdonáis, de verdad. Nos sacudimos las culpas como si fueran las pulgas de la peste bubónica. Yo también lo hago. Y lo peor, me convencen. Quiero decir que veo bien claro que es un poco responsabilidad mía, pero sobre todo culpa de los condicionantes mundiales y universales que me han arrastrado inevitablemente. El discurso que articulas es la clave: un diez por ciento de verdad, un veinte por ciento de mentira, un cuarenta por ciento de omisión de información y un treinta por ciento de manipulación de los hechos. Y el cómo: mareada, quizás una poco afligida; el convencimiento de las excusas bien trabadas. Satisface ver que saltas de liana en liana y consigues no ensuciarte los pies de barro. Salvada.
Cuesta, por eso satisface tanto. Decir que, como todo el mundo, a veces soy egoísta, envidiosa, digo cosas que no hacen falta, tomo decisiones erróneas. Lo he hecho mal y, quizás, he sido consciente
También os diré otra cosa: genera un placer indescriptible, mayor que eso anterior, escuchar a alguien que reconoce que se ha equivocado. Que lo coge con la resignación y la dignidad que nos ha enseñado la moral católica. Quien esté libre de pecado, ya lo sabe. Cuesta, por eso satisface tanto. Decir que, como todo el mundo, a veces soy egoísta, envidiosa, digo cosas que no hacen falta, tomo decisiones erróneas. Lo he hecho mal y, quizás, he sido consciente. De la misma manera que sé cuándo el relato se me lleva por el camino de las responsabilidades ajenas, sé que reconocer la falta desactiva el enfado del interlocutor. Todos hemos estado en el otro lado y hemos sentido la anestesia de la confesión: lo siento mucho, es culpa mía, me he equivocado, lo he hecho mal. El pecado, la culpa y el arrepentimiento. El inicio de la expiación. Y recréate, por favor, estate un rato y que se te vea el arrepentimiento en la boca y el malestar en los intestinos. Ahora, si puedo escoger, que aquello de que soy culpable quede escondido dentro de casa, en el armario que ni abro ni abriré.