¿Dónde deben ir a parar todas las cosas que se pierden? ¿Tiene que haber un agujero negro donde se refugian los calcetines solitarios que desaparecen con cada bogada? ¿Un museo de fichas de parchís perdidas en un rincón de casa? ¿Una exposición de tenedores tirados accidentalmente en la basura? ¿Una planta de reciclaje de billetes caídos furtivamente de bolsos y carteras? ¿Una biblioteca de libros olvidados?
De existir tendría que llevar el ejemplar de Aloma de Mercè Rodoreda que ayer, martes, por la mañana me encontré en un banco de la calle Vilamur del barrio de las Corts de Barcelona.
Mucho antes de que los maquinistas de Renfe juzgasen añadir una dosis extra de emoción a nuestras vidas, ya había decidido que, siempre que pudiera, utilizaría el autobús de línea para ir y venir cada día de casa, en Gelida, al trabajo, en la calle Numància, de Barcelona.
Viajar en tren tiene alguna cosa de romántica, pero sólo si es para hacer el trayecto del Transiberiano. Si es para recorrer la línea 4 de Rodalies: paisajes, por instantes postapocalípticos -aquel tramo que va de Molins de Rei al Papiol con fábricas a un lado y prostíbulos al otro-, trenes cutres llenos, en una imagen parecida a los ferrocarriles de la India, de usuarios airados por la última afectación en el servicio que ha provocado retrasos que pueden llegar a ser hasta de 15 minutos (eufemismo con el que Renfe quiere decir realmente un mínimo de media hora); todo el glamur se cuela por el fregadero.
El tren, cierto, me deja a cinco minutos del diario. El autobús, a 10. Un rato que lejos de ser tiempo perdido disfruto incluso en días como este lunes en que llovía a cántaros y no llevaba paraguas. De hecho, me encanta andar bajo la lluvia, sin paraguas ni impermeable, mojándome la cabeza y los pies.
Paseando con concordia
El autobús me deja en la Diagonal, delante de las Torres la Caixa, ando hasta el Corte Inglés, giropor Joan Güell, vuelvo a girar por la calle Europa, un nuevo giro por Galileo, el Remei y desemboco en la plaza de la Concordia. Presidida por la iglesia de Santa Maria del Remei y la mesmerizante casa modernista que ahora alberga el centro cívico Can Déu, es uno de los rincones más bellos de la ciudad. Aminoro el paso y la intento cruzar tan poco a poco como me es posible.
Podría ir a parar a Travesía de les Corts para ir a encontrar Numància por alguna otra calle, muy especialmente por Joan Gamper, por ser la calle que honra al presidente del Barça, y por ser la calle que esconde La Javanesa, la coctelería de David Carabén, el cantante de Mishima. Pero hay alguna cosa de la calle Vilamur que me tiene fascinado.
Quizás es la tienda de comestibles Cal Pueyo. Dice su cartel que abrieron en 1948, y lo cierto es que la tienda conserva aquella esencia y belleza indescifrable de local de posguerra. Una de aquellas fruterías donde las manzanas, las peras, las naranjas y los melocotones no tienen sabor en fruto del almendro sino a manzana, pera, naranja o melocotón.
Frutas bacalao y motos
Diez metros más abajo hay un negocio tan exótico como enigmático: es una plata baja que siempre está cerrada presidida por un cartel que reza un genérico 'Bacalao de Islandia y salazones', debajo un número de teléfono y un número de fax, alguna cosa así como el whatsapp en la era antes de Internet.
Entre Cal Pueyo y el negocio de importación de bacalao, el Taller Vilamur. Siempre que paso, sea la hora que sea, hay un mecánico manchado de grasa hasta las cejas intentando descifrar la avería de la moto que tiene entre manos.
Delante del taller, justo delante, hay un banco. Un banco individual. Allí di con el ejemplar de Aloma de Mercè Rodoreda. Una edición de la colección Educaula del Grup 62. Forrado de aironfix, sobre la portada luce una etiqueta con el nombre del propietario: Bruno X. Una equis que le añade misterio al hallazgo.
Curiosamente, o quizás no tanto, aquel mismo día, por la noche, paseando por Sant Andreu, me encontré en otro banco un ejemplar del Mecanoscrit del segon origen, el clásico de Manuel de Pedrolo. Era un ejemplar de la misma editorial y de la misma colección. Todo un expediente X. ¿O no, Bruno?