Mientras Lamine Yamal rompe récords de precocidad y mete golazos por la escuadra, y, haciéndose mejor amigo de Nico Williams, provoca los sueños húmedos de la culerada para combatir a los galácticos brasileños y franceses del nacional-madridismo, el cómico Dani Rovira estrena dos películas. Y una de ellas, El campeón (que llega a Netflix este próximo viernes), explica, con mejores intenciones que resultados, la peripecia de una joven estrella de La Liga: Diego juega en el Atlético de Madrid y vive la euforia permanente de la fama repentina y de los lujos, pero también la toma de conciencia de que, entre tantos aplausos y peticiones de selfies, no todo el monte es orégano.

Partamos de una base indiscutible: el fútbol y el cine parecen ingredientes incompatibles a la hora de cocinar un plato equilibrado y sabroso. Toda una generación señala con cariño la chilena de Pelé y el definitivo paradón de un penalti injusto de Sylvester Stallone, un portero que no jugaría ni en las ligas de solteros contra casados, en Evasión o victoria (John Huston, 1981), una película mucho peor de lo que la maldita nostalgia se esfuerza en hacernos recordar. Los más viejos de la tribu quizás, haciendo memoria, puedan hablar de Once padres de botas (Francisco Rovira-Beleta, 1954), que unía a mitos del fútbol como Antoni Ramallets, Ladislao Kubala o Alfredo Di Stefano con leyendas de la comedia como Pepe Isbert y Mary Santpere. Más recientemente, Días de fútbol (David Serrano, 2003) utilizaba el deporte como macguffin para retratar a un grupo de pícaros inadaptados de barrio. Y, un poco antes, Fuera de juego (David Evans, 1997) adaptaba la maravillosa y referencial novela de Nick Hornby Fiebre en las gradas. Pero son excepciones, y ninguna de ellas destacaría en un top de películas deportivas, porque no existe ni un Toro Salvaje ni un Hoosiers futbolero.

Foto: Netflix

Tampoco, y no necesitamos ninguna bola de cristal, nadie aplaudirá especialmente El campeón, ni la recordará dos semanas después de formar parte de “las más vistas” en el menú de la plataforma Netflix. Pero es cierto que la nueva película de Carlos Therón (director de comedias como Es por tu bien, Operación Camarón o Lo dejo cuando quiera) suelta algunas ideas que podrían ser valiosas para Lamine, para Nico o para cualquier adolescente que, de la noche al día, se ve adorado en el altar de millones de niños y adultos. Quizás también para un Joao Félix que aparece en El campeón en un cameo. La gestión emocional de la repentina idolatría, de los bolsillos llenos, de los intereses y de los interesados ​​que sobrevuelan como moscas en la mierda esperando a que les caiga algo, son elementos que los hooligans suelen olvidar a la hora de juzgar a los cracks del opio del pueblo.

De alguna manera, todos estos efectos que llegan cuando las circunstancias te sitúan en el centro de la conversación los vivió también Dani Rovira tras el fenómeno de Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, 2014). En algunas entrevistas recientes, el cómico andaluz ha explicado las perversas consecuencias de todo ese tsunami mediático. Quien fuera tres veces presentador de los Goya se vio superado por tierra, mar y aire, y abocado a horas y horas de terapia por la ansiedad desatada que le metió en un pozo. De toda aquella locura aprendió a ignorar la brillantina de la popularidad extrema, y a que le afectara muy poco lo que puedan pensar de él. También sufre de una ansiedad inhabilitante su personaje en El campeón: Rovira se pone en la piel de un psicopedagogo contratado para ayudar a la joven estrella del Atlético a dominar sus repentinos ataques de ira y a fijarse mejor en el choque entre la voluntades propias y los negocios ajenos que intermediarios o padres de la criatura realizan en su nombre.

La experiencia de vivir un cáncer

Dani Rovira se ha empeñado en interpretar a personajes que no obedezcan lo que nadie espere de él. Lo hace en la fallida El campeón pero también en la estupenda El bus de la vida, coproducción catalana que ya está en los cines desde el pasado viernes. Con Ibon Cormenzana (director de Culpa o La cima, y ​​socio de Arcadia Motion Pictures, la productora catalana de Robot Dreams o Blancanieves) como alma tras la cámara, El bus de la vida conecta con otra de las experiencias recientes que cambiaron la vida de Dani Rovira: mientras el país se encerraba en el confinamiento provocado por la pandemia del Covid, a él le diagnosticaban un linfoma de Hodgkin. Las prioridades giraron como un calcetín, las orejas del lobo se le aparecieron en cada rincón, y, pese al buen pronóstico que los médicos subrayaron, el cómico sufrió lo mismo que sufre su personaje en El bus de la vida.

Foto: David Herranz

En la película, nuestro hombre interpreta a un arisco profesor de música con un tumor en el oído. Instalado en un pueblecito de Euskadi a donde le han enviado a dar clase, el maestro deberá utilizar el mismo medio de transporte que traslada a otros enfermos de cáncer hasta el hospital de la ciudad, para que todos ellos hagan sus propias sesiones de quimio o de radioterapia. El guión de Eduard Sola (autor también del texto de Casa en llamas) hace que este autobús refleje un amplio espectro de enfermos de cáncer, de edades y situaciones distintas. Un recurso perfecto para incluir diversas sensibilidades y que el espectador pueda identificarse fácilmente en todo lo que sucede en la pantalla.

Con sensibilidad, huyendo de toda tentación de hacer pornografía emocional, El bus de la vida apuesta por una mirada humanista y esperanzadora, con espacio por la tristeza pero también para el humor, siempre desde un respeto reverencial hacia aquellos que puedan sufrir una enfermedad que forma parte de las vidas de todos. Con intérpretes de la solidez de Elena Irureta, Susana Abaitua o el magnífico debutante Pablo Scapigliati, en la película se muestran las diversas fases ligadas al cáncer, del impacto de la noticia a la negación, de la depresión a la resiliencia, pero también hay espacio para enamorarse, para la amistad inesperada, para el despertar sexual y para la música, todo un bálsamo para el alma.

Dani Rovira sigue peleándose para construir una carrera profesional que rompa con la imagen simpaticota de sus monólogos y apellidos vascos

Y Dani Rovira, que superó las dudas de rodar una película tan pegada a su propia experiencia, ante una herida que no tenía claro si estaba cerrada por completo, aceptó un personaje catártico y sanador con el que espera revivir lo mismo que le ocurrió con 100 metros (Marcel Barrena, 2016): en ese filme, el humorista interpretaba a un hombre diagnosticado con esclerosis múltiple, y él siempre explica cómo, aún hoy, impactan en su estado de ánimo las cartas de pacientes de esclerosis que se han visto ayudados con la película.

El bus de la vida, pues, es un viaje emocional que nunca toma al espectador por imbécil ni utiliza los trucos baratos de los dramas más lacrimógenos. Es equilibrada, tremendamente eficaz y toca el corazón si no lo tienes como una piedra. Aunque este verano volverá a la comedia pura con Cuerpo escombro (estreno, 9 de agosto), es un hecho que Dani Rovira sigue peleándose para construir una carrera profesional que rompa con la imagen simpaticota de sus monólogos y apellidos vascos. Acaba de rodar un thriller con Enrique Urbizu: la serie Cuando nadie nos ve. Y quiere continuar, sin traicionarse, la estela de tantos cómicos que dieron el salto al drama. El tiempo dirá si el talento de Rovira para la carcajada es el mismo en un cine más serio. De momento, con El bus de la vida, da un sólido primer paso con una película que le provocará sonrisas y alguna que otra lágrima.