Pongamos por caso que la hipotética Orquesta Filarmónica del Baix Guinardó (“Guinarbronx”, le llaman algunos) se embutiera entre las mesas del angosto bar Los Cuñaos (real), sito en un chaflán de dicho barrio, para interpretar la controvertida pieza de John Cage “4’33”, cuya única partitura, dividida en tres actos, indica a los interpretes que deben guardar silencio durante los cuatro minutos y treinta y tres segundos que dura la obra. Cuando el “maestro”, con gesto circunspecto, agitase la batuta dando inicio al primer tacet, la música que llegaría a los oídos de la improbable audiencia dispuesta a apreciar esta composición de vanguardia a la hora del desayuno, consistiría en lo siguiente: trastazos en el cajón del marro y posterior zumbido de cafetera, currelas de BCNeta exigiendo un bocata de morcilla del tamaño de un antebrazo —especialidad de la casa— y una mediana tras el turno, avance uno, dos, tres en la tragaperras, una de careta, otro carajillo de anís, coloquio tempraneramente beodo del partido de ayer desde la barra, tos, algún eructo, algún exabrupto, carraspeos, rechinar de sillas contra el suelo, el ringtone transtemporal de la melodía Nokia, petardeo de una moto entrando desde la calle, el afilador y su silbato, sirenas de la comisaría vecina… etcétera, etcétera. La vida, el azar y el environment baixguinardorense, el puro ruido, en definitiva, como algo harto más interesante que lo que pueda sonar, pongamos, en el Palau de la Música Catalana. “Dejad la música para los pringados”, que cantaban los Damned. Pues bien, aquí, en pleno bullicio de Los Cuñaos, me encuentro con Oriol Rosell, crítico, profesor, divulgador y gafuda efigie viviente del subsuelo cultural barcelonés über alles, amén de autor de Un cortocircuito formidable. De los Kinks en Merzbow: un continuum del ruido (Alpha Decay, 2024), el ensayo (no)musical que más alboroto (Ba Dum Tss) viene generando este año.

Siempre he tenido afición por entender aquello que para mí es inexplicable

De Radio Pica a Anal Acrobats

“Me crie justo aquí detrás, en Lepant con Encarnació, y el hecho de vivir tocando a Gràcia permitió que en casa llegase con claridad la señal de Ràdio Pica”, me cuenta Rosell blandiendo un café solo. “De muy joven ya me tiraba la música pop, en especial la más ruidosa: el metal, el punk, etc. Y en Ràdio Pica, por las noches, comencé a escuchar Escuela de sirenas, que lo hacía la gente de Escupemetralla. Era una majadería de programa, no entendía absolutamente nada, porque eran una suerte de microrrelatos dadaístas mezclados con música industrial. Pero yo, por mi carácter, no rechazo de entrada aquello que no entiendo. Al contrario. Quizás sea por egomanía, pero quiero entender las cosas y, como me parecía tan horripilante, me acabé aficionando. Yo estaba entonces en la escena hardcore punk, y había algunos fanzines, como el Maximumrocknroll o el Flipside, donde siempre salían cosas de avant-garde, de Sonic Youth, discos raros de Black Flag y todo eso. Siempre he tenido afición por entender aquello que para mí es inexplicable.”

 

En el capítulo introductorio, sin embargo, Rosell parte de una anécdota adolescente de cariz más oprobioso: la vez en que, tras leer una reseña en Popular 1, ahorra la paga de varias semanas para comprarse el Psychocandy de The Jesus and Mary Chain, y todo para volver el día siguiente a Discos Gong con la intención de devolverlo porque “sonaba mal”. El empleado del desaparecido comercio, que debe llevar cuatro décadas pitorreándose, en ese momento soltó sólo una risita condescendiente y le explicó que no, que era así, que los hermanos Jim y William Reid sonaban de ese modo porque querían. El efecto en el entonces imberbe Oriol Rosell fue comparable al ocasionado por las ruidosas poluciones nocturnas de la emblemática radio libre fundada por Salvador Picarol; es decir, su cerebro cortocircuitó. “¿Por qué alguien querría sepultar sus melodías bajo semejante bronca? ¿Por qué me repelía ese ruido y el de Disorder no?”, se preguntó entonces y se sigue preguntando en las primeras páginas de su libro. Un cortocircuito formidable es su lograda tentativa por explorar las posibles respuestas a estas cuestiones (y ya de paso, algunas otras de las obsesiones del autor). Y para hallarlas, Rosell echa mano de un mosaico de referencias que fluctúan, sin complejos, de la alta a la baja cultura (sí, la división, aunque aparentemente más difusa, sigue vigente): de Spiderman a Baudrillard, de Iannis Xenakis a Michael Jackson, de Lester Bangs a Jean Genet, del accionismo vienés a la web de porno extremo Anal Acrobats. Y todo ello siguiendo las huellas, por lo general borradas al llegar a nuestra península, de críticos musicales angloparlantes del calado de Simon Reynolds, David Keenan o Mark Fisher. Pero empecemos por el principio: ¿a qué narices nos referimos cuando hablamos de ruido y por qué un asunto, a priori, tan molesto e irritante merecía un libro?

Portada de Un cortocircuito formidable / Foto: Alpha Decay

El ruido es un concepto que nos hemos inventado para categorizar todo aquello que, en el ámbito sonoro, escapa a nuestro control

Las ganas de bajarse las bragas

Según el Diec2 el ruido es aquel (traduzco) “sonido que no es la voz humana o de un animal ni el sonido de un instrumento musical”. O sea, que el Institut d'Estudis Catalans sólo alcanza a constreñir el ruido según aquello que no es. “Lo más interesante del ruido es que siempre se lo define en oposición a otra cosa, negativamente”, sigue Rosell. “Creo que nadie tiene claro del todo qué es el ruido. El ruido es un concepto que nos hemos inventado para categorizar todo aquello que, en el ámbito sonoro, escapa a nuestro control. Es algo que pertenece a la posibilidad de un mundo sin nosotros: el ruido puede existir sin que existan los humanos, la música no. Creo que, en parte, nos genera repulsión por eso. La gracia del ruido es que —y es un poco de lo que trato en el libro, enfocado desde una perspectiva distinta en cada capítulo— es una figura tan amorfa, tan indefinida, que permite múltiples lecturas: no es lo mismo el concepto de ruido en el ámbito de la medicina que en las teorías de la comunicación, no es lo mismo el uso del ruido en un género musical que en otro… Es un monstruo de muchas cabezas, siempre marcado por esta negatividad.”

Según la novia, allá por el año 1964, de Dave Davies, el levantisco guitarra de los Kinks, el ruido sería aquello que ‘hace que quieras bajarte las bragas

Y prosigue con su alegato: “los músicos de vanguardia de la primera mitad del siglo XX, John Cage, Pierre Schaeffer y toda esta gente, demuestran que el ruido puede no existir en el momento en que ellos lo convierten en sustancia musical. Schaeffer, por ejemplo, coge el ruido de una máquina de tren y compone una pieza con cinta magnética. Aquello deja de ser ruido porque acontece mensaje, sustancia creativa. Entonces, la decisión sobre lo que es música y lo que no es totalmente arbitraria. Es un canon convenido. Yo siempre me remito a una definición muy guapa de Edgar Varèse, que me parece la única válida, y es que la música es “sonido organizado”. Esto quiere decir que puedo coger el ruido y organizarlo. Remitirse a una definición clásica de ritmo y armonía, con todo lo que ha pasado en el mundo de las vanguardias, es absurdo. La música es el sonido intervenido humanamente. Este afán por capturar, dominar y someter el ruido es una forma de reafirmarnos como especie.”

Para el lectorado que sienta amagos de pánico tras leer de un tirón los apellidos de Cage, Schaeffer y Varèse, el libro ofrece una definición del uso del ruido en la música, o más bien de sus efectos más inmediatos, harto más prosaica. Según la novia, allá por el año 1964, de Dave Davies, el levantisco guitarra de los Kinks, el ruido sería aquello que “hace que quieras bajarte las bragas”. Como advierte Javier Blánquez en el prólogo, “este no es un libro sobre música”. Pero de serlo, seria de música pop. O mejor: de música juvenil. Y qué ejemplo más gráfico del angst adolescente que el día en que un adolescente Dave Davies, cabreado con su hermano Ray y harto de las presiones de la discográfica, rajó con una navaja de afeitar el altavoz de su amplificador, logrando así, en una alegre serendipia, el característico sonido que catapultó a la fama a la banda londinense y sentó las bases de lo que hoy reconocemos como rock.

“La música popular, en lo que al uso del ruido se refiere, tiene unas características muy particulares, y para mí se inicia —de aquí el subtítulo del libro— con el ‘You Really Got Me’ de los Kinks”, sostiene Rosell. “Existen grabaciones previas con sonido saturado, sobre todo música blues, Goree Carter, por ejemplo, en los años 40 y 50, o el ‘Rumble’ de Link Wray (que llegaron a prohibir en las radios americanas por miedo a que este sonido tan alborotado provocase algún disturbio adolescente), pero una de las obsesiones que tenía con el libro era tratar lo mínimo posible aquello que podemos entender como ‘vanguardia académica’. A mí, como consumidor de música pop, me interesaba entender la presencia de este ruido en la música juvenil, porque además tiene un significado muy distinto que en las músicas de vanguardia. En las músicas de vanguardia hay la negación del ruido, le sacan las connotaciones negativas para convertirlo en música. En cambio, en el pop se busca esta negatividad; no en el uso del ruido per se, sino en el hecho de ensuciar la música, darle una capa de distorsión o saturación. Los Kinks podrían tocar su canción con una guitarra acústica, pero lo que hacen es dotarla de una capa de negatividad. Y ahí es donde cristalizan todas aquellas pulsiones tenebrosas que debe tener la música juvenil.”

Masami Akita (Merzbow), pionero del japanoise / Foto: Flickr.

De Whitehouse a Beyoncé (o de la rotura del tímpano al ‘Break My Soul’)

No pretendo ahorrarles la lectura de este ensayo, que les prometo placentera y amena —en algún pasaje incluso cáusticamente tronchante—, a la par que didáctica, autoral e intencionadamente no exhaustiva. Si alguien quiere leer una lista completa, jugar a un ¿Quién es Quién? de la música ruidosa en formato libro, encontrará más placer imprimiendo la Wikipedia. También les aviso, por evidente que parezca, de que no tienen por qué estar de acuerdo con todos los juicios del autor. O quizá sería más preciso advertir que puede llegar a herir sus sentimientos, por acción u omisión, si es usted el afectado fan de según que banda. Un cortocircuito formidable parte de la mentada distorsión en el rock para expandir su hoja de ruta hacia los territorios del black metal, el japanoise, la música industrial y ciertas subculturas y fenómenos marginales que siguen cortocircuitando nuestra comprensión del acto musical y, por extensión, del mundo.

Lo que tendría valor es que Beyoncé sacara un tema de power electronics

Por el momento, según me asegura Oriol, el texto está teniendo muy buena recepción (aunque algún hater psicópata, probablemente un señor mayor con riñonera cruzada sobre la panza, ha llegado a amenazarle en redes sociales). Otra cosa es que su objeto de estudio llegue jamás a permear en el mainstream para dejar de ser percibido como algo inquietante para el gran público. “Las únicas posibilidades que tiene el uso del ruido en la música son sólo dos, y ambas son francamente deprimentes: una es ser domado (por eso hablo del tema de los pedales de distorsión, por ejemplo, que ofrecen un simulacro del ruido al que se le ha desprendido de sus potencialidades transformadoras, por lo que recurro a Baudrillard), o bien recurrir a él de una manera tan radical, tan tercamente de espaldas a las posibilidades comerciales que pueda tener, que, evidentemente, el mismo mercado lo reduce a la subcultura de la subcultura, a una ‘metasubcultura’. Y entonces también pierde sentido, porque predicas para los que ya están convencidos. Por ejemplo, el tema del power electronics (uno de los subgéneros del noise industrial mas densos, extremos y perturbadores), gente como Whitehouse… su público ya viene predispuesto a que le revienten el tarro con el volumen y el ruido. Pero entonces ¿qué capacidad disruptiva tiene? Al final acaba funcionando como cualquier otra música pop. Por eso me interesan mucho más los desplazamientos y las recontextualizaciones: lo que hacían Throbbing Gristle, por ejemplo, para alguien familiarizado con las músicas de vanguardia, no tiene nada nuevo. Su valor es que lo hacían para gente que no era de aquel ámbito, y esto permitía que pasaran cosas inesperadas porque el bagaje de su público era otro. Lo que tendría valor es que Beyoncé sacara un tema de power electronics. Eso sí que sería un cortocircuito”.