Son como una caja de cerillas. Cuadrados, puntiagudos. Zumban como las cigarras en verano, con un cabreo monumental. Son fuertes por fuera, extraños por dentro. A veces amargados y oscuros. También robustos. Son como el hierro, que absorbe bien los golpes. Así son Slava, Misha y Lera. Como los icónicos Lada, son jóvenes y viejos al mismo tiempo. Aguantan el paso del tiempo, pero con escozor. Porque les han robado el futuro. Están en desuso.
Estos tres jóvenes son hijos de Togliatti, viejo símbolo del orgullo socialista. Una pequeña ciudad en la riba del Volga que fue escogida para construir la fábrica de coches mayor de la URSS, hecho que la modificó radicalmente. Paradigma de progreso y bienestar en los años sesenta, hoy día es el Detroit ruso; la ciudad más pobre del país con la tasa de paro juvenil más elevada. Un lugar donde las oportunidades son propaganda, donde la huida es ley y donde el entretenimiento es reivindicativo. En este paraje desolado, los jóvenes –y su Lada- han creado el "Boyevaya Klassika", un movimiento que rescata los antiguos coches de la fábrica de la ciudad para transformarlos en velocidad, rabia y evasión. Así lo refleja Tolyatti Adrift (2022), un documental que después de pasar por el Festival de Málaga o el DocsBarcelona, ahora descansa en la plataforma 3Cat.
El frío por el futuro corre por los huesos
Es muy extraño que ver jóvenes rusos derrapando sobre el hielo con cacharros de lata, cutres y aboyados furibundamente, no haga sentir sensación de universo paralelo. No he visto prácticamente nieve en la vida. No he conducido ningún Lada. Ni siquiera sé dónde está Tolyatti. Pero la cámara de Laura Sisteró, a pesar de ser su primer largo documental (ahora trabaja en Els dies iguals con participación de MTINES y un thriller en producción, Gran silencio), se lleva un trozo de presente, el día a día absurdo, ofuscado, divertido, de unos chicos que podrían ser del barrio, de cualquier barrio. Una mirada etnográfica pero, sobre todo, emocional.
No quiere hacer de un lugar blanco como el fondo del ojo, espectacular de por sí, un espacio exótico. La historia ya traviste distopía, videojuego, el trabajo de la documentalista ha sido no convertir lo que es extraordinario en abuso cinematográfico
Quizás por este motivo la cineasta decidió que valía la pena ir a rodar a tantos kilómetros lejos de casa. Porque la peste de gasolina refinada y las escenas sobre el no future son exactamente iguales aquí y en el último lugar del planeta donde el capitalismo prometió prosperidad y el intento quedó –en el mejor de los casos– a medias. El documental remite al espíritu de El año de descubrimiento (2020), aquella bestialidad de Luis López Carrasco que repasa la precariedad y las feroces protestas en Cartagena como resultado de la política de desindustrialización hace unos años en el sur de España. Eso sí, el filme de la catalana lo hace en menos de la mitad de metraje y con un cuidado máximo para priorizar el gesto, la acción, la vida.
El frío por el futuro corre por los huesos; hace tiempo que los hay que se sienten muertos en vida. Hay bastante con comprobar el hielo, que no se parta, y drift (derrapar)
No quiere hacer de un lugar blanco como el fondo del ojo, espectacular de por sí, un espacio exótico. La historia ya traviste distopía, videojuego, el trabajo de la documentalista ha sido no convertir lo que es extraordinario en abuso cinematográfico. Con cuidado y verdad. Y un trabajo ingente, se entiende, para conseguir la complicidad que permite escenas tan inmersivas como la de la entrevista final. Un lujo de la cotidianidad, acompañada por la electrónica de Josep Comas, minimalista, de sonidos arrugados o más rock, efectista a tramos –se agradece–, compañera de la tensión. No hace más falta. El frío por el futuro corre por los huesos; hace tiempo que los hay que se sienten muertos en vida. Hay bastante con comprobar el hielo, que no se parta, y drift (derrapar).