Si miro mi árbol genealógico comprendo que soy el fruto de una larga hilera de seres que ya se han extinguido. Pienso a veces en estos individuos que nunca conocí y la existencia de los cuales, de manera azarosa (o no), ha configurado mi vida.
A veces me pregunto qué pensarían si leyeran las noticias de hoy o pudiéramos hablar un rato. También los invoco en situaciones trascendentales como aquella primera vez que de adolescente me drogué en una fiesta. ¿Qué habría pensado el bisabuelo sentado en la otra punta de la casa mirándome fijación mientras yo confundía los cristales con un helado? O la primera vez – un verano en la playa- que me dejó una chica porque, con el tono más dulce que os podáis imaginar, valoraba demasiado nuestra amistad. ¿Qué me habría aconsejado a la tatarabuela? ¿Y por qué me habría reprochado que llorara tanto, que aquel sufrimiento no valía la pena? O cuando decidí que me quería dedicar a la danza y los abuelos (ahora ya muertos) no lo vieron nada claro y percibía sus dudas y las charlas a escondidas que tuvieron con la madre sobre mi sexualidad.
Si volvieran - jóvenes y fuertes-, si aparecieran ahora de sopetón, aquí, a buscarme al trabajo, no tendríamos lugar para ellos. La casa del pueblo la malvendimos en el 2008 y no sé si cabrían en la habitación que tenemos para los libros y los armarios. Así que nos los tendríamos que repartir. El abuelo en casa de mi hermano y la abuela con nosotros. Los padres ya tienen una edad, no podrían cuidarlos. Aunque si volvieran jóvenes y fuertes quizás serían los abuelos quienes cuidarían a sus hijos, ahora viejos. Sí, estas son el tipo de ideas enfermizas que me acompañan.
Y ya los veo rondando por el barrio, buscando trabajo, porque de alguna cosa tendrían que vivir, y buscando piso sin acabar de entender el robo a mano armada que significa vivir en esta ciudad. Y seguro que se quejarían, y dirían que sí, que de acuerdo, que vivieron una guerra y una posguerra criminal, pero como mínimo el pan tenía sabor de pan, el tomate era jugoso y no necesitaban tantos aparatos por acabar tan tristes como nosotros.
Yo intentaría que no romantitzaran una época en blanco y negro, y dejaría la lucecilla de la mesilla de noche encendida para que pudieran descansar. Iríamos a coger setas y a ver partidos de fútbol, pero se sentirían desubicados, en un mundo que no les pertenece. Dudo de que al fin y al cabo nos pudiéramos entender. Compartir una parte del código genético no significa que nos lo tengamos que pasar bien.
Así que sin que nadie lo supiera, después de intentarlo mucho, los subiríamos al asiento de atrás del coche y ante la pregunta: ¿a dónde vamos?, responderíamos con vaguedades. Cogeríamos este desvío, ahora esta rotonda, y en una gasolinera cualquiera les haríamos bajar con cualquier excusa. Después arrancaríamos el coche sin mirar atrás. Y con las manos en el volante, nos repetiríamos en voz baja: en la vida no tienes que mirar atrás, siempre adelante.