“¿Qué tiene que pasar para que te dejes ayudar?”. En un momento de zozobra, cuando el fregadero se atasca y no hay un fontanero disponible para solucionar el problema, el personaje de Emma Suárez se bloquea. Es una situación que la desquicia. Su marido (un comedido y, a ratos, ausente Darío Grandinetti) y una de sus hijas (una Natalia de Molina que mantiene el pulso emocional de la película en todo momento) no saben cómo actuar. Pero, igual que ahora es el fregadero, mañana puede ser cualquier otra cosa.

🟠Emma Suárez: “He aprendido a convivir con la inestabilidad”
 

En ese contexto, durante su proceso de recuperación de una adicción al alcohol, la madre recurre a su asesor. “Si lo mando a espiar, toca el timbre”, dice con un tono frío y seco, refiriéndose a su marido. La frase, cargada de sarcasmo y resignación, es solo una pincelada del tono de Desmontando a un elefante, película (ha llegado a los cines este viernes) que rehúye los estereotipos habituales al abordar un tema tan complejo como este. En cada gesto, el director, el catalán Aitor Echeverría (que aquí debuta de largo y ya exploró este universo en 2020 con el corto Morir cada día) opta por una aproximación más psicológica que emocional. Los silencios, la soledad y la luz omnipresente en cada escena —con esas enormes cristaleras de una casa situada en un barrio privilegiado de la parte alta de Barcelona— construyen un contraste inquietante: en un entorno donde todo parece perfecto, no hay espacio para problemas como este.

Siempre hay sospechas. Siempre hay miedo

Marga (Emma Suárez) es una mujer de éxito: una arquitecta bohemia que ha consolidado su prestigio profesional, pero que, en la intimidad, encuentra refugio en los puzles. La adaptación a una nueva vida conlleva métodos, rutinas y normas estrictas: horarios, calendarios, incluso el momento dedicado a programas triviales en la televisión. Esto, como casi todo en la vida, se convierte en un juego: ceder y resistir. Una dinámica que también aplica a la danza que practica Blanca (Natalia de Molina), la hija que observa, cuida y vigila a su madre. La otra hija, ajena a la situación, vive en Francia. Blanca, en cambio, está inmersa en un equilibrio precario, intentando entender cómo todo lo que ocurre afecta a su vida y a la de los demás. La tensión flota en cada segundo: en el hospital, en la cena de Nochebuena donde todos brindan con agua, cuando Blanca huele la ropa de su madre en busca de pruebas... Siempre hay sospechas. Siempre hay miedo.

Escena del rodaje de Desmontando un elefante / Foto: Sophie Koehler

“Cuando te relajas, las cosas salen”, le dice una compañera de danza. Pero Blanca no se lo permite. Si baja la guardia, siente que todo se derrumbará. “¿Y papá?”, pregunta. “Papá es papá”, responde ella misma, resignada. El padre, en cambio, parece distante, reflexionando sobre nimiedades como las diferencias entre llamar Jean Phillipe o Félix a su futuro nieto. Según él, Félix es sinónimo de alegría, aunque como persona apenas aporte algo a la familia. “¿Qué problema hay en ser aburrido?”, argumenta con indiferencia.

En medio de este caos, Emma Suárez brilla. No parece haber una actriz más ideal para encarnar a esta mujer altiva, soberbia y, a la vez, frágil como el papel de fumar

Desmontando un elefante es un retrato del “estás o no estás”. En medio de este caos, Emma Suárez brilla. No parece haber una actriz más ideal para encarnar a esta mujer altiva, soberbia y, a la vez, frágil como el papel de fumar. Está espléndida en los momentos en que la cámara la captura sola: hablando consigo misma mientras construye una maqueta o enfrentándose al instante en que, sí, oye al elefante y todo se desmorona. No es la primera vez que Emma Suárez se sumerge en personajes complejos (como en Bajo las estrellas, Josefina o la Julieta de Almodóvar), y aquí lo hace bajo la dirección de alguien que parece haber vivido situaciones similares. Alguien que, a través de estas preguntas tan necesarias, explora lo que casi nunca se verbaliza: ¿qué tiene que pasar para que te dejes ayudar?