Hay personas que tienen querencia por los juicios, por las películas y series de juicios, por los libros de procesos, por los programas de televisión que, de alguna manera, emulan y recuerdan la dialéctica de las vistas ante un tribunal. Ya se trate de Jesús frente al sanedrín, a Pilatos, o de Adolf Eichmann frente a la corte de Israel, lo que seguramente más nos interesa es la palpitación de las controversias desgarradoras, los papeles llenos de sentido que pudieron escribir, respectivamente, Fiódor Dostoyevski en Los hermanos Karamazov o Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. A través de un juicio nos resulta más fácil pensar en nosotros mismos y, sobre todo, en las cuentas que tenemos pendientes. La tensión viviente de la confrontación entre contrarios tensa el ritmo desbordante de El mercader de Venecia de Shakespeare, de Doce hombres sin piedad de Sidney Lumet, del heroísmo de la pucelle, de Juana de Arco frente a sus verdugos, cuando con sólo dieciocho años la queman en la hoguera de Ruán.
Sólo hay un juicio que me parece aún más formidable y escandaloso y es el que pinta en 1870 el atrevido Jean-Paul Laurens en el lienzo El papa Formoso y Esteban VI, el descarnado juicio cadavérico al que el papa Esteban sometió a los restos de su predecesor, el papa Formoso. Esteban VI, en realidad, había sucedido al controvertido Bonifacio VI. Bonifacio antes de ser escogido por el Espíritu Santo había sido excomulgado por inmoralidad dos veces y murió de gota con sólo dos semanas de pontificado, en el año 896. De modo que, en realidad, Esteban VI con quien tenía cuentas pendientes era con Formoso, único de ese nombre y por haber tenido más protagonismo muerto que vivo. Ocho meses después de pasar a mejor vida su cadáver fue exhumado respetuosamente por orden del nuevo papa. Fue ricamente vestido con las ropas pontificias y su momia sentada en el trono de san Pedro pero sólo para que recibiera una lluvia de acusaciones y de improperios. Para juzgarlo se convocó un concilio que acabó reducido a un simple sínodo de obispos italianos. Cabe decir que el triste cadáver contaba con la asistencia de un esforzado diácono que le hacía las veces de abogado y que le cedía la voz para responder como si fuera el finado.
Acusaron a Formoso de perjurio y de haber deseado al Papado, contra lo que la legislación prohibía entonces y que hoy ya es legal desear. Y naturalmente, después de todo esa exageración de efectismo y truculencia, Formoso fue declarado culpable porque el juicio había sido justo y el muerto había podido defenderse. He aquí el poder plenario que desvela un formalismo vacío. Anularon todas las decisiones de su pontificado, incluso las ordenaciones. En ese punto la ceremonia continuó pero al revés de cómo había empezado. Degradaron públicamente su cuerpo indefenso, lo desnudaron de las vestiduras papales donde, a veces, se había quedado enganchada la carne en descomposición. Sobre todo en el tejido del cilicio con el que había sido enterrado como muestra de un supuesto ascetismo. Al final procedieron a reducirlo. Le cortaron los tres dedos de la dextra o mano derecha, los tres dedos con los que el papa Formoso había dibujado en el aire todas las bendiciones de sus cuatro años de reinado. De este modo se aseguraban que si en el juicio final Dios omnipotente le perdonaba ya no podría servirse, para toda la eternidad, de los dedos indignos. No podría tocar ninguna arpa paradisíaca.
En nuestros días ya no se encuentran ermitaños como éste que aparezcan de manera tan oportuna y reparadora
El cuerpo al fin fue lanzado al Tíber, donde en Roma se suelen ajustar las cuentas pendientes. Milagrosamente, se afirma que un ermitaño lo recuperó y lo devolvió a su tumba después de reconstruirle la mano. En nuestros días ya no se encuentran ermitaños como éste que aparezcan de manera tan oportuna y reparadora. Con la misma oportunidad un terremoto muy puntual destruyó gran parte de la archibasílica de Letrán para advertir a los romanos del mal gobierno. Sin embargo, aquel efecto de escenografía sobrenatural era innecesario. Todo el mundo sabía que a Esteban VI se le había cargado la mano. Fue derribado sólo seis meses después y estrangulado en prisión por unas manos anónimas y sin amputaciones digitales. La amputación del cuerpo o de la palabra, de la expresión humana, acompaña siempre a las tiranías.