El domingo 1 de octubre la ciudadanía de Catalunya con derecho a voto está llamada a las urnas para decidir el futuro del país. La pregunta que se formula, conocida sobradamente, plantea la opción de votar a favor de la independencia de Catalunya. La constitución de una República catalana independiente. Un hito histórico que tiene su réplica anterior más inmediata el 12 de abril de 1931, hace ochenta y seis años. Entonces, como ahora, el camino hasta las urnas fue largo y colmado de dificultades. El golpe de Estado militar de Primo de Rivera (1923), la intervención (1923) y posterior liquidación (1925) de la Mancomunitat de Catalunya, la clausura del campo de Les Corts (1925), el complot del Garraf (1926), los Hechos de Prats de Molló (1926) y el Pacto de San Sebastián (1930) serían las principales estaciones de un trayecto —una auténtica travesía del desierto— que culminaría en las elecciones municipales de 1931: el día en que los catalanes votaron la república. Vayamos por partes.
Cuando Primo de Rivera dio el enésimo golpe de Estado militar de la historia de España (1923), el independentismo contemporáneo ya había sido formulado y ya era la ideología política de una parte importante de la sociedad catalana. En esos años, la sociedad catalana se debatía entre el autonomismo de la Lliga Regionalista, liderada por el incombustible Francesc Cambó, y el independentismo de Estat Català, liderado por el mítico Francesc Macià. El partido de orden contra el partido de la ilusión. Derechas versus izquierdas, pero con un horizonte común: la plenitud del autogobierno. Los de Cambó, inspirados en la Cuba autonómica anterior a la independencia, y los de Macià, en la Cuba liberada posterior a la independencia. La "tríada capitolina" que impuso la dictadura (Alfonso XIII, Primo de Rivera y Milans del Bosch) se despachó con el españolísimo argumento de que el golpe de autoridad era imprescindible para liquidar la "deriva" catalanista que ponía en riesgo la unidad de España.
Argumentos españolísimos y recursos españolísimos para mantener, incluso al precio del desprestigio internacional más absoluto, el dominio sobre los restos de lo que había sido "el imperio donde nunca se pone el sol". Catalunya incluida. A inicios del siglo XX, cuando el sistema democrático ya se había impuesto plenamente en el mundo occidental, el caciquismo hispánico apostaba por un retorno al pasado atávico. La primera medida que tomó la dictadura de Primo de Rivera —que se podría denominar perfectamente la dictadura borbónica de Alfonso XIII— fue la intervención de la Mancomunitat, el organismo preautonómico creado por Prat de la Riba el año 1914. Alfons Sala Argemí, un siniestro personaje que habría podido compartir cervezas y chistes con el colaboracionista Pétain, se responsabilizó de desmontar la obra de gobierno que había transportado Catalunya a la modernidad: escuelas primarias y técnicas, bibliotecas, museos, laboratorios, carreteras, vías férreas y puertos.
Alfonso XIII, Primo de Rivera y Milans del Bosch / Fuente: Archivo de El Nacional
La destrucción de la Mancomunitat no era más que el despertar del monstruo. Durante los primeros años de dictadura, el eje siniestro formado por Primo de Rivera que, reveladoramente, se reservaría el cargo de capitán general de Catalunya mientras ejercía como dictador de España, y Martínez Anido, gobernador de Barcelona acusado por la opinión pública de dirigir una trama delictiva que asesinaba a líderes sindicales, desatarían una brutal persecución policial y una implacable represión judicial contra todo el tejido cultural catalán y contra todas las organizaciones obreras catalanas. Poco después (1924), Barrera Luyando, un militar formado en las salvajes campañas de Marruecos, y Milans del Bosch, otro militar que aplicaba los métodos "marroquíes" en el centro de Barcelona, de Sabadell, o de Terrassa, relevarían, respectivamente, a Primo y a Anido. Y con Sala Argemí formarían el tenebroso triángulo de la represión que gobernaría Catalunya hasta el alba de la República.
El régimen dictatorial convertiría a Catalunya en un escenario de violencia represiva dominado por asaltos a los domicilios y a las asociaciones educativas, culturales, deportivas y sindicales. Confiscación de documentación privada, convertida en prueba acusatoria, de material pedagógico editado en catalán, incinerado al más puro estilo de la Inquisición, de los registros de asociados, convertidos en fichas policiales, y secuestros de prensa, por censura gubernativa. El Borbón y el dictador habían convertido las Cortes en un redil manso que aplaudía con las orejas la escalada represiva del régimen. La españolísima expresión "quiero ver a la policía y a la Guardia Civil dando hostias como panes", dirigida a los catalanes, no la inventó el actual portavoz del PP en Gibraleón. Era la divisa de la Unión Monárquica Nacional, el partido único, una curiosa alianza formada por el caciquismo agrario, los banqueros urbanos y el clericato "urbi et orbi". Carlistas y liberales. La España atávica y eterna.
Tampoco el pretendido progresismo español reaccionó a la escalada represora del régimen. La prensa de la época, la cautiva del régimen y la que se arriesgaba a los secuestros, destacaba que el PSOE de Pablo Iglesias y de Andrés Saborit, por poner un ejemplo, desde la semiclandestinidad debatía con condescendencia la actuación del régimen. Con el sorprendente pretexto de que, desde una dictadura, también era posible regenerar a España. Y que la "sedición catalana" era un obstáculo, el verdadero enemigo, de la regeneración de España. La españolísima expresión "¡A por ellos, oé!, dirigida a los catalanes, no la inventaron los hooligans cordobeses de la Benemérita destinada a combatir (?) a los "peligrosos" demócratas catalanes del 2017. En los años 20 del siglo XX, la pretendida izquierda progresista española hacía buena la cita que años más tarde formularía Josep Pla: "Lo que más se parece a un nacionalista español de derechas es un nacionalista español de izquierdas".
La reacción de la sociedad catalana tuvo muchas facetas. El primer gran hecho destacado sería el que acabaría con la clausura gubernativa del campo de Les Corts, el estadio del FC Barcelona. Era el 14 de junio de 1925 y el perverso régimen ya había tenido ocasión de enseñar los colmillos y de clavarlos. La afición azulgrana, espontáneamente, silbó a la Marcha Real, el himno de España convertido inevitablemente en la melodía del régimen, como una manifestación pacífica de protesta. La respuesta del dictador y de sus secuaces estuvo en la línea de la ideología punitiva imperante: clausura del estadio y dimisión forzada del presidente Gamper. La reveladora fotografía de la Guardia Civil a caballo, ante la entrada del estadio, impidiendo el acceso a cualquier persona, nos traslada inevitablemente a los registros de las sedes del Govern en los últimos días. El FC Barcelona quedaría inmerso en una crisis institucional y deportiva que no superaría hasta el alba de la República.
En aquel escenario de represión brutal, la espiral de la violencia trazó un recorrido vertiginoso. El 26 de mayo de 1925, el comando Roell de la organización Bandera Negra intentó asesinar al rey Alfonso XIII en los túneles del Garraf. La operación fallida desató una operación policial que, en su impetuosa brutalidad, se llevó por delante a personas que no tenían ninguna relación con el intento de magnicidio. Otra contrarreacción destacada sería a raíz de los Hechos de Prats de Molló. El 30 de octubre de 1926, Macià dirigió una tentativa de invasión militar con el objetivo de liberar a Catalunya. Operativamente quedaría en nada, pero serviría para elevar la figura de su promotor a la categoría de mito. Cuando la oposición republicana española en la clandestinidad se reunió en San Sebastián (1930) para trazar las líneas maestras del cambio de régimen, Macià no tan solo actuó como el representante del soberanismo catalán, sino que fue reconocido como el máximo representante de Catalunya.
El 12 de abril, los catalanes votaban masivamente la constitución de una República catalana independiente dentro de la Federación de estados ibéricos. La coalición ERC, integrada mayoritariamente por la formación independentista Estat Català —Macià—, y en menor medida por las federalistas Partit Republicà Català —Companys— y Juventud Republicana de Lleida —Torres—, obtenía las alcaldías de las ciudades principales del país y la mayoría de los diputados en las cámaras provinciales. El 14 de abril, Macià proclamaría la República Catalana horas antes de que nadie se atreviera a hacer lo mismo con la República Espanyola. En la Villa y Corte alguien le mostró la puerta al Borbón y le dijo que el exilio era el último servicio que prestaba a España, en aquel momento, para evitar la independencia de Catalunya. El pacto republicano de San Sebastián quedaba convertido en papel mojado. Catalunya sería una región autónoma de la República —de la metrópolis—, como lo había sido Cuba antes de la independencia.