Os tendría que decir que la historia de la noche en que conocí al otro Dalí empieza un día como hoy, debe hacer ya cinco años, cuando mataba el tiempo en un aeropuerto leyendo las cartas de Màrius Torres a Carles Riba. En realidad, sin embargo, os diré que todo empezó cuando el genio de la lámpara apareció en medio de la T1 del Prat, allí, entre la tienda del Barça y un Caffè di Francesco. Lo prometo. "Os cambio los billetes de avión por un deseo", nos dijo. Yo, obviamente, le pedí viajar en el tiempo y aparecer en Cadaqués en el año 1963; mi amigo Peris, en cambio, le pidió ir a algún lugar donde las aceitunas fueran un alimento sagrado y venerado por todo el mundo. Oriol y Ricard, a su tiempo, vivir en un mundo donde la gente se expresara a través de la música y el arte. Entonces, de repente, nos vimos envueltos en una densa masa de un humo espeso como la miel, tuvimos la sensación de caer desmayados y, en medio de un potente aroma de hachís apaleao, despertamos en una plaza silenciosa de un pueblo de paredes blancas. Nos veíamos casi en blanco y negro, con aquel color sepia de las fotos de antes. De fondo, solo el romper de las olas y el aleteo de unos pájaros.
No me lo podía creer. El genio era de verdad y todo parecía indicar que de un momento a otro me cruzaría con Rosa Leveroni por la calle. A quien vimos primero fue a un típico señor ampurdanés, un poco más oscuro que los ampurdaneses de ahora, pero con aquella cara gastada de quien ha sufrido la tramontana desde hace décadas. Rápidamente, intenté situarme y reconocer el lugar. Como estábamos en los años sesenta, no tenía Google Maps. Busqué la calle Miquel Rosset y me acerqué al paseo cerca de la playa para encontrar la Riba des Poal, pero o Cadaqués había cambiado mucho en cuarenta años o yo no tenía el localizador interno afinado. Lo más extraño era ver que todos los ampurdaneses eran exageradamente oscuros, pero Peris, agudo como siempre, me hizo darme cuenta de que en aquella época todavía nadie utilizaba crema solar. Y las mujeres, ¿cómo es que iban tan tapadas? Ah, claro, era el nacionalcatolicismo. Cansado de hacerme preguntas, me preocupé de caminar por todos los callejones del pueblo con la esperanza de encontrarme con Dalí.
Paredes blancas, puertas de las casas abiertas, ventanas pintadas de azul y un montón de hombres con herramientas de pesca en las manos. Todo era como me había imaginado siempre, un Cadaqués precapitalista que parecía todavía anclado a lo que Carles Riba había conocido durante la posguerra: ningún restaurante en el centro histórico, solo un par o tres de pensiones donde seguramente acabaríamos durmiendo, niños pequeños con camisetas del Barça sin el logo de Nike, como en los tiempos de Kubala, gente tocando instrumentos tradicionales por la calle, mujeres demasiado oprimidas, pescadores hilando y deshilachando redes en el muelle y una libertad absoluta para fumar en los bares. Fuimos hacia uno de ellos para tomar alguna cosa. Los hombres se sentaban pacientes y callados, absolutamente abstraídos por la única distracción de ver pasar las horas. Más que a Dalí, aquel era un café en el cual tenía más pinta que podría acabar encontrándome a Josep Pla. Fue entonces, al salir del bar y al volver a entrar dentro de las murallas, cuando me sorprendí de ver una bandera marroquí sobre la puerta de entrada. Inmediatamente, de hecho, recordé que Cadaqués nunca tuvo murallas y que aquello blanco de allí al fondo que parecía el campanario de Santa Maria era, en realidad, un minarete. Alguna cosa no cuadraba.
Mi amigo Oriol no entendía por qué los ampurdaneses tocaban el djembé. Peris, que se había comido sesenta y tres olivas en dieciséis minutos, estaba abatido porque una señora le había dicho que la comida más sagrada de aquel lugar no eran las olivas, sino el cordero. Yo, en cambio, seguía sin comprender por qué el genio nos había tomado el pelo. Desorientado, perdido y mareado, pregunté a un tendero dónde estábamos. "Asilah", me dijo. "Asilah, amigo," remachó. Pero yo, en medio de aquellas calles preciosas llenas de realismo y tan alejadas del capitalismo, entre aquellos bares cargados de costumbrismo, aquellas mujeres tapadas por el islamismo y aquellos albañiles y pescadores trabajando a cambio de cuatro duros que parecían no conocer el sindicalismo, seguía buscando al autor de El gran masturbador sin darme cuenta de que estar en Asilah el año 2016 y sentirme en Cadaqués el año 1963 no era más que una experiencia heredera del mejor de los -ismos: el surrealismo. Como tal, finalmente encontré a Dalí, pero no era él, sino el otro: era delgado y tenía los ojos grandes como dos platos, con aspecto elegante y presumido. Llevaba bigote, pero sin extremos reavivados. En vez de vivir en una casita en Port Lligat y tener un taller inmenso, sin embargo, vivía bajo un porche y no tenía ni telas en las cuales dibujar. En el dorso de un saco de cemento, sobre un fondo ligeramente claro, había pintado encima del cartón un lienzo extremadamente onírico.
Quizás si hubiera nacido en Barcelona sería un artista conceptual con obras de miles de euros expuestas en el MOCO, el museo barcelonés pensado para atraer a instagramers, pero había nacido en Asilah, que era otro mundo. Ricard le compró el cuadro, o mejor dicho, el trozo de saco de Portland, le dijimos que no éramos más que el sujeto de un sueño y yo le confesé, citando a Rimbaud, que si "je est un autre", él también era el otro Dalí. No respondió, simplemente nos indicó con el dedo una dirección y nos dijo que siguiéramos aquel camino. Obedientes, le hicimos caso. Giramos a mano derecha, bajando de la kasbah, y en un callejón sin luz, con un letrero medio escondido, vimos una cosa curiosa. Me acerqué, entré y me encontré un local minúsculo con almohadas, dos mesillas y dos hombres. Estaban estirados, bebiendo té y fumando kifi. Con un ridículo francés del Penedès, pregunté si aquello era un bar. Ellos, con aquella cara de quien parece que haga rato que te espera, me dijeron que era un club privado de músicos. Había laúdes, guitarras, bajos y castañuelas por todas partes. Había, también, un horror vacui de fotografías de conciertos y gente famosa. De golpe, lo recuerdo bien, el hombre gordo con bigote pasó al castellano, nos pusimos a hablar y nos dijo que había hecho giras con Luis Eduardo Aute, que había tocado con Javier Colina y que había estado por España varias veces con su grupo de jazz experimental con raíces africanas. Dijo, también, que había sido músico de la corte del rey Mohamed V, como si de repente estuviéramos dentro de un capítulo de Tintín. Lo escuchábamos absolutamente fascinados, entre calada y calada.
En ese momento Oriol le explicó que él también es músico y que toca con un grupo que se llama KOP. "Oh, mucho fuerte, metal, mucho fuerte", nos dijo, risueño, mientras le invitaban a tocar alguna cosa. Fue entonces cuando el tiempo se detuvo e, igual que en el verso de Rimbaud, en aquel instante el pasado, el presente y el futuro se difuminan en mi memoria, al igual que pasa en los sueños, mientras un santur, una especie de darbuka y una guitarra cutre empiezan a tocar sin ninguna pauta, sin ninguna prisa y sin ninguna más libertad que dejarse llevarse. Y fluye el ritmo y, con él, las alas. Os diré, para que os lo imaginéis, que en este momento que describo el hombre gordo con bigote canta desde el alma, cerrando los ojos y diciendo cosas que no entendemos. El hombre delgado con barba, ese tipo clavado al expresidente iraní Ahmadineyad, lo acompaña en la voz, quién sabe si cantando un viejo poema tribal que explique sencillamente la añoranza a una madre. Mientras tanto, Oriol improvista un solo que le hace levitar con los pies en el suelo y nosotros seguimos fumando.
Y es allí, os lo prometo, cuando este artículo empieza a escribirse solo y un hueco dentro de mí me come el estómago, noto que los pies no tocan el suelo, cierro los ojos y me doy cuenta de que Asilah, aquel otro Cadaqués a media hora de Tánger, no está a 1200 kilómetros de Barcelona ni cincuenta años atrás en el pasado, sino que está mucho más lejos. A tres años luz, concretamente. En una galaxia desconocida, pero deseada por muchos, tan y tan arriba del cielo que casi hace esquina con el paraíso, justo en aquel chaflán donde es posible comprender a la perfección aquello que Màrius Torres le dijo a Riba: para un poeta, la vida se basa en expresar constantemente su combate por la Belleza. Por eso debería deciros que la historia de la tarde que conocí al otro Dalí no acaba entonces, hará ya cinco años, ya que aquél comienza la historia de mi otro yo. El que escribe estas líneas, el que redacta cada semana este artículo y el que os desea felices fiestas a vosotros dos, que seguro que algún día también habéis tocado la Belleza con la punta de los dedos. A ti, sí, y a tu otro yo, también.