Según mi libro de historia, el Holocausto acabó en 1945. Si a esta certeza le sumamos la mítica imagen del beso de Times Square, es fácil pensar que los horrores de la Segunda Guerra Mundial se desvanecieron de la noche a la mañana, con la alegría propia de los happy endings a los que Hollywood nos tenía acostumbrados antes que el cine yanqui se volviera autoconsciente y nihilista. La verdad, sin embargo, siempre es más complicada. Para entenderlo solo hay que adentrarse en las páginas de A passes cegues per la terra (Club Editor), la primera novela traducida directamente del yiddish al catalán. Escrita por Leib Ròkhman en 1968 y adaptada a nuestra lengua por Joan Ferrarons, la historia nos transporta a la Europa de la posguerra inmediata, un escenario siniestro donde varios supervivientes de la Shoah tratarán de encontrar un significado a su existencia en medio de un mundo que sigue siéndoles absolutamente hostil.

Partiendo de "los valles" (metáfora extraída del libro de Ezequiel que hace referencia a los campos de exterminación), los hijos de Israel se desplazan por un continente que, después de haberles intentado eliminar, se niega a acogerlos de nuevo. En ausencia de los judíos, los gentiles (polacos, rusos, franceses, alemanes...) han ocupado sus casas, sus camas, su buhardilla. Así nos lo demuestra el caso de X, un superviviente a quien los nuevos ocupantes de su hogar contemplan con la incomodidad con que se observaría a un fantasma. Aunque el conflicto haya acabado y ninguna ley mande borrarlos de la faz de la tierra, los retornados se han convertido en un fastidio, la prueba de un crimen que nadie ha hecho muchos esfuerzos en evitar. Esta tensión, que vivirá su momento más salvaje durante el pogromo de Kielce de 1946 (donde 42 judíos fueron asesinados por sus antiguos vecinos), recorre toda la novela, evidenciando que, más que una opción, la emigración a los Estados Unidos o al Mandato Británico de Palestina era una necesidad.

joan ferrarons
Foto: Pere Francesch / ACN

Pero A passes cegues per la terra es mucho más que eso y, si brilla con luz propia, es por su capacidad de incidir en un aspecto que a menudo queda eclipsado por la brutalidad del Holocausto. Acostumbrados al hecho de que se nos hable del horror físico de la masacre, el libro nos hace recordar que el asesinato de los judíos europeos supuso, también, la desaparición de un universo cultural increíblemente rico: el de la lengua yiddish. El hecho de que la novela esté escrita en este idioma, hablado por la mayoría de las víctimas de la Shoah, remarca su voluntad testamentaria, que la convierte en una especie de punto final de una literatura prácticamente extinguida. Con el establecimiento del hebreo como lengua oficial de Israel y la reclusión de este habla dentro de una serie de comunidades ortodoxas con escaso interés por la escritura secular, la narrativa en yiddish, antes prolífica, ocurrió una rara avis en cuestión de décadas. Isaac Bashevis Singer, único autor en esta lengua en llevarse el premio Nobel, llegó a definirla como "una lengua de fantasmas", una afirmación que cualquiera podría confirmar leyendo el texto de Ròkhman.

Aunque el conflicto haya acabado y ninguna ley mande borrarlos de la faz de la tierra, los retornados se han convertido en un fastidio, la prueba de un crimen que nadie ha hecho muchos esfuerzos en evitar

Aquí las fronteras entre la vida y la muerte se difuminan y los personajes interactúan con los espíritus de la misma forma en que lo hacen con los vivos. Los retornados temen a sus antiguos verdugos, pero todavía más a sus antepasados, salidos de la tumba para exigirles que continúen su linaje milenario. Ante la impotencia de los supervivientes, los ancestros reclaman hijos, es decir, un futuro para un pueblo que lucha por evitar la extinción. El último latido de la civilización de Ashkenaz, un vastísimo territorio que se extendía desde la cuenca del Rin hasta los Urales, se materializa como una especie de juicio final, donde un Dios ausente deja paso a los muertos, los cuales, reunidos en la sinagoga portuguesa de Amsterdam, inician un proceso de aires kafkianos que se extiende durante todo un capítulo. Al sufrimiento físico se añade el moral, nacido de una responsabilidad que trasciende el tiempo y el espacio y los condena a "avanzar de manera vacilante", como si les hubieran colocado en los hombros el peso de un mundo entero.

frontal rochman

Este peso, que en principio puede parecer una condena, es el que finalmente acabará salvándolos, ya que les aporta un marco de referencia lo bastante fuerte para construir los pilares de un nuevo origen. De la misma manera que los límites entre la vida y la muerte se difuminan, se borran también aquellos que separan la contemporaneidad del tiempo de los profetas, haciendo que la novela parezca, a veces, una especie de versión remasterizada del libro del Éxodo. El cambio de mentalidad que sirvió a Moisés para liberar a su pueblo y llevarlo por la tierra prometida es similar a aquel que permitió a gente como Leibl, el Esterke o X (una especie de alter ego del autor) instalarse en el futuro estado de Israel, que aquí adopta el nombre de "la república". El tono profético del libro, cargado de metáforas que lo emparientan con los textos sagrados de la tradición judía, no hace más que remarcar este paralelismo, que se vuelve de lo más evidente cuando, después de un largo peregrinaje que pasa por Polonia, Suiza, Alemania e Italia, sus protagonistas acaban poniendo el pie en Tierra Santa.

De la misma manera que los límites entre la vida y la muerte se difuminan, se borran también aquellos que separan la contemporaneidad del tiempo de los profetas, haciendo que la novela parezca, en ocasiones, una especie de versión remasterizada del libro del Éxodo

Que esta novela nos llegue a las manos en un momento en que las tesis del sionismo no hacen más que perder simpatías entre el gran público es algo puramente casual. A diferencia del Poeta de Gaza (Yishai Sarid) y de Retorn a Haifa (Gassan Kanafani), las dos novedades con que Club Editor ha saludado el inicio del 2024 –aprovechando, ya de paso, el boom mediático del conflicto entre Israel y Palestina–, la publicación de A passes cegues sobre la terra es el resultado de un trabajo de cinco años. Ferraons nos lo explica en uno posfacio interesantísimo que, además de narrar los problemas que implica traducir directamente del yiddish, nos ofrece una lección de historia ideal para complementar la lectura. Honestamente, recomiendo leerlo antes, a fin de entender la magnitud de la empresa y prepararse para hacer frente a un libro que no es fácil ni entretenido ni agradable, pero al que vale la pena darle las oportunidades que hagan falta. Hay esfuerzos que tienen recompensa y leer a Ròkhman es uno de ellos.