Emily Dickinson no dice abiertamente, en ningún poema, en ninguna carta, que fue forzada por su padre y su hermano. De hecho, hay muchas cosas que quisiéramos saber de los grandes escritores, empezando por el padre de todos, por Homero, de quien ni siquiera sabemos si existió, que tanto podría haber sido un hombre determinado como podría ser solo un nombre, una entelequia como cualquier otra. En el siglo de Emily Dickinson, ella y cualquier otra mujer como ella, debería haberse callado ante el incesto. Imperativamente no habría podido hablar de forma inequívoca. Y con más motivo en casa de los Dickinson, una familia puritana hasta el ridículo, machista e hipócrita, sin contención ni medida, al modo tradicional de Nueva Inglaterra. Sexualmente irregular.
Y es que, precisamente, si algo queremos entender de la poesía de Dickinson, es que todo gira en torno a la insinuación como fenómeno expresivo, de todo lo que no se dice, del “blank” al que se alude una y otra vez. En español se llamaría el vacío, el espacio en blanco de una página, pero también significa el blanco sobre el que se proyectan todas las flechas, el objetivo. Es el blank de Milton y el de Coleridge, de Emerson, es el camino que se deshace y no lleva a ninguna parte, es el laberinto a la manera de Kafka, sin sentido, prefigurado, anunciado, por la poeta Dickinson. Ella espera al lector que la ha leído, que conoce sus palabras, pero también las implícitas que no menciona, Dickinson le está esperando en lo alto de la escalera, en el primer piso, en su casa, la casa de su padre, en Amherst. Es el blank de los ojos queridos —¿los de su supuesta amante, Susan Gilbert? —, “the true blank of thine eye” ('el verdadero blanco de tus ojos'). Es la articulación de otro lenguaje y otra semántica, como corresponde a un enorme escritor. Estoy perfectamente de acuerdo con Harold Bloom cuando, acordándose de Ursula Le Guin, dice que la poesía de Emily Dickinson es un formidable ejercicio para no decir las cosas por el nombre que tienen habitualmente. Una literatura disidente, radical, indomable, que tiene la osadía de desnombrar lo que ya estaba bautizado, pero siempre para entenderlo aún mejor. La poesía de Emily Dickinson es una poesía de la comprensión, del intelecto, de la recepción del significado, del descubrimiento de lo no dicho. Es una poesía romántica que no busca ni la espiritualidad ni el sentimentalismo, sino entender qué es el mundo. Cómo es el mundo en realidad. El de las palabras y, sobre todo, lo que no puede decirse. Dickinson es subversiva, peligrosa, desagradable, burlona, incisiva. Una amenaza perpetua contra personalidades cursis y prepotentes. Ella se ha recluido en vida en la casa familiar y se dedica a leer y escribir, a observar, a callar, a cuidar de la madre, del padre y del hermano, que son al mismo tiempo el enemigo y el amigo, como lo es también su amada Susan.
De muy pequeña perdió a varias amigas suyas, muertas de forma inesperada de tuberculosis, lo que entonces se llamaba tisis. Ayer apenas jugaba con ellas y hoy ya se han ido para siempre. La verdad no tiene remedio. Se da cuenta de que todo es frágil y de que la vida puede llegar a ser muy dura, muy bestia, implacable. La muerte le acompaña desde que tiene conciencia de sí misma y tiene decidido, para siempre, ser una superviviente. Y entiende que el sufrimiento no nos hace mejores sino, en ocasiones, más receptivos, más atentos. Solo si somos capaces de aprender de la experiencia del mal. Dickinson es la única de la familia que tiene una determinada libertad: no participa de las reuniones sociales y nunca va a la iglesia, ha descubierto que la religión es un teatro y que la sociedad es otro; la política, las relaciones de poder, la vida de familia puede ser radiante en las meriendas de verano sobre la hierba, pero también sórdida dentro de las humedades sordas de la noche. Especialmente si el padre, el juez, el hermano, se han aprovechado de su juventud, de su inocencia. El único fantasma que ha visto, dice burlona, iba vestido como el señor juez:
“L’únic Fantasma que mai he vist
Vestia Randes de Malines —així—
Sense sandàlia al peu —
Caminava com ho fan les volves de neu —
El Posat, silenciós, com un Ocell —
Però ràpid —com el Cabirol —
Les maneres, estranyes, Mosaiques —.
O potser, Vesc. (...)
Que Déu no vulgui que jo miri enrere —
Després d’aquell Dia espantós!” (331)
La poeta tiene claro que no quiere quedar definida, sentenciada, como víctima del abuso. Dickinson se rebela contra el papel de víctima. Quizá por eso el incesto acaba convirtiéndose, inesperadamente, en el pasaporte hacia una relativa libertad. Por eso, en un determinado momento, decide vestir solo de blanco y hacerse un poco la loca, la frágil, para proclamar ante todos su hipotética pureza. Y para recordar a los hombres de la casa la hipocresía de su comportamiento. Así se explica mejor que el padre autoritario la deje a sus anchas dentro de los límites de la casa. El hermano consiente que se entienda con su mujer mientras él busca fuera su contento adúltero. Es una hipótesis de lectura más verosímil que la tradicional, la que suponía una escritora solitaria, fea y enloquecida, la virgen Dickinson que escribía poemas preciosos por arte de magia, sin saber nada de la vida ni del amor carnal.
En mi opinión, Emily Dickinson es capaz de dejar entender en pocas palabras, como rara vez se ha dicho en la toda la literatura de todos los tiempos, lo que es la vida, en qué consiste, exactamente, una vida que valga la pena ser vivida. Lo dice, para quien quiera entenderlo, en el poema 1747, uno de los mejores que nunca podrán leer, a la vez sexual y cerebral:
“Que l’Amor és tot el que hi ha
És tot el que sabem de l’Amor,
És prou, el pes cal que sigui
proporcional al solc.”