¿Cuándo España pasó del blanco y negro al color (sin sacarse aún por ello cierto tufillo a Varón Dandy)? Uno de los virajes más significativos en ese cambio de etalonaje estatal fue el hecho que, a partir del verano del 77, el NO-DO pasara a realizarse íntegramente en color. Con todo, tras la tornasolada efeméride, el paisaje social continuaba dominado por tipos bajitos y mostachudos con apolillados trajes de tergal, porteras con bata y yayos con camiseta de imperio. Y en medio de tanta grisura protodemocrática, el noticiero cinematográfico informaba de la existencia en “Arens de Mut” (según pronunciación del locutor del topónimo maresmense) de un modernísimo skatepark, el primero sobre nuestra piel del toro y uno de los mejores de toda Europa. Las imágenes del impagable documento muestran a una serie de chavales (las chavalas brillan por su ausencia) vestidos con camisetas de colores vibrantes y estampados tropicales, zapatillas Vans (las mismas que hoy lucen 8 de cada 10 habitantes en cualquier contexto), calcetines de baloncesto a media pantorrilla, shorts y cintas de pelo a lo The Warriors, haciendo todo tipo de filigranas con sus monopatines o practicando el skateboarding (mejor no transcribo fonéticamente el conato de inglés del locutor).
A todos los niños sin excepción nos compraron un monopatín, ya fuera un ansiado Santa Cruz o una frustrante tabla de planchar con ruedas
Inaugurado en el 79, el Skate-Park Arenys de Munt fue un complejo al aire libre dedicado a este deporte urbano de deslizamiento, construido en las afueras de Barcelona por un peregrino empresario catalán aficionado al monopatín. Contaba con tienda especializada, snack-bar-restaurante, vestuarios y centenares de metros de pistas ondulantes donde pasárselo pirata. Sin embargo, tuvo la mala pata de abrirlo cuando en la zona de California, donde surgió el invento, empezaba un declive en la popularidad del monopatín (originado a raíz de turbios asuntos relacionados con aseguradoras) que en poco tiempo prácticamente borraría el skate de la faz de la tierra. (La crisis no remontó hasta que, a finales de los 80 y principios de los 90, en otro de esos movimientos históricos pendulares de las tendencias, a todos los niños sin excepción nos compraron un monopatín, ya fuera un ansiado Santa Cruz o una frustrante tabla de planchar con ruedas, según el poder adquisitivo familiar.) Entonces el parque se vació progresivamente de patinadores a la par que por las noches se llenaba de yonquis y gente sin techo —con la consiguiente alarma vecinal—, cerrando puertas tan solo un par de años después de abrirlas y sepultando sus instalaciones en el olvido. Eso hasta que, 30 años después, un grupo de skaters locales consiguieron desenterrarlo y recuperar una parte. Y tanto en la difusión como en la restauración arqueológica del spot maresmense jugó un papel importante uno de los personajes que aparecen en el video del NO-DO: el más talludo, con bigote y rizos incipientemente canos, el que aparece patinando con dos tablas a la vez y practicando el salto de altura. Uno de los pioneros del skateboarding patrio y fundador, en 1975, de Caribbean Shop, la primera tienda especializada del país. Colectivo Bruxista, la editorial obsesionada por las subculturas, publica la biografía con que el escritor, surfista y rey de la pista Hugo Clemente acaba de homenajearle en vida: Doc Caribbean. Memoria viva del monopatín.
Regreso al futuro o un leprechaun con un Seat 133
“El skate, a principios de los 70, donde funciona fuerte es en Madrid, Cataluña y el País Vasco, estos eran los tres pilares fuertes —me explica José Antonio Muñoz-Cuéllar (Madrid, 1953), a.k.a Doc Caribbean—. En Barcelona montaron el primer spot privado de España. Y a raíz de eso, en Madrid montamos el primero público, en el Parque Sindical. El madrileño lo construimos los propios patinadores con nuestras manos, con terrenos públicos cedidos, basándonos en fotos de las revistas y con la dirección de Tomás Moreno, el padre de uno de los chicos, que era ebanista. Era maravilloso, pero tenía sus defectos. El de Barcelona era espectacular, pero estaba fuera de la ciudad y había que pagar por entrar. Y el skater del new school considera que no tiene que pagar por patinar, que su lugar es la calle, así que lo acabaron cerrando y sepultándolo. Hará cosa de 15 años vinieron a mi tienda unos chicos de Barcelona a preguntarme por el skatepark de Arenys, y les dije que conservaba los planos del proyecto. Se pusieron locos de alegría, porque así supieron por dónde empezar a desenterrar para encontrar las pistas”. Y es que cualquiera que se haya montado jamás sobre una madera (o plástico) con ruedas sabe que Doc era ya un veterano patinador —el más veterano de todos— cuando los pipiolos empezamos a hacernos “beicons” (en argot skater: raspadura con futurible costra) en los primeros half-pipes.
Todo esto no estaba impreso en palabras; los protagonistas hablaban, pero no existía un libro así
La historia del monopatín en España se remonta al 1966, cuando la marca guipuzcoana Sancheski (polaquización de Sánchez, el apellido de la familia propietaria) patenta los primeros monopatines europeos, el icónico modelo de color naranja. Sin embargo, había que tener entrepierna (además de panoja) para pasearse montado en uno de esos por cualquier plaza ibérica sin temor a exponerse al pitorreo general. “Tuve mi primer monopatín en 1968. Cómo veraneaba en Fuenterrabía empecé a hacer surf, y en una tienda de Biarritz vi uno de la marca Chicago, pero era demasiado caro. Cuando volví a Madrid, en una tienda en la calle Preciados, encontré otro y este sí que me lo compré. Yo ya era algo mayor, debía de tener unos 15 años cuando empecé a patinar con él. La gente te miraba, pero no era una cosa muy extraña. Fliparían más cuando llegara la primera fiebre del skate, hacia el 75 más o menos. Antes, en el 73, fui unos meses a estudiar inglés a la Universidad de Berkeley, y el primer día, ¡macho!, pasa un tío por la calle a toda velocidad, sin hacer ruido, haciendo giros… Eso para mí fue la locura, porque el mío hacía mucho ruido, era lento y no giraba nada… Corrí tras él para preguntarle dónde lo había comprado. Me dijo que en Oakland, en una zona de negros. Fui a aquella tienda y me gasté en un monopatín todo el dinero que mi padre me había dado para comer durante toda la estancia".
Las camisetas Powell las empezaron a llevar los skaters y la gente bien, y las acabaron llevando la gente del bakalao
A la vuelta, José Antonio no solo empezaría a boquiabrir al personal patinando por los patios de su facultad, sino que, ante la enfebrecida demanda, se puso a trapichear con piezas de colores imposibles y plásticos ultradelizantes que traía de Estados Unidos, como el leprechaun que atesora la olla de la otra banda del arco iris, aprovechando sus contactos y el Télex de su padre, usando como almacén el maletero delantero de su Seat 133. Este negocio ambulante y subrepticio, fruto de la pasión y cierta chaladura, evolucionaría hasta convertirse poco después en Caribbean Shop, la primera tienda especializada en cultura skater del país (y probablemente, con más de 50 años a las espaldas, la más longeva del mundo). El mote de José Antonio que da título al libro le llegaría, en cambio, años más tarde cuando en un “Hallowheel” —una quedada nocturna para patinar disfrazados la noche de Halloween— se presentó vestido con una bata blanca y el pelo blanco cardado. Alguien cayó enseguida en que era clavado a Doc, el personaje de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985) y se convirtió para siempre en Doc Caribbean. A sus 71 primaveras, Doc continúa patinado y compitiendo en torneos internacionales.
De la ‘Panda del Moco’ a los ‘bakalas’ y Felipe VI
Con Doc y Caribbean como punto de partida, el libro de Hugo Clemente se desliza más allá de la biografía para trazar la primera tentativa de construcción de una genealogía de la cultura skater dentro de nuestras fronteras (sean las políticas o las mitológicas, más difusas, que existen en el patrimonio oral de cualquier subcultura). “Durante los dos años que me pasé en la tienda de Doc haciéndole las entrevistas —me cuenta el autor—, salieron contactos con personas que han querido colaborar. Ha sido una oportunidad, humilde y reducida, de empezar a clavar chinchetas en un mapa con una serie de lugares y momentos históricos. ¿Quién fue? ¿En qué año? ¿Donde pasó?… Todo esto no estaba impreso en palabras. Los protagonistas hablaban, pero no existía un libro así”.
Otro de los muchos alicientes del libro es la enumeración de la fauna alóctona que llegó a orbitar alrededor de un establecimiento especializado en una subcultura tan concreta, las inesperadas concomitancias con elementos sociales que, al menos a priori, no tenían absolutamente nada que ver. Algunos ejemplos: por las páginas de Doc Caribbean. Memoria viva del monopatín desfilan, como lo han hecho durante décadas por la tienda para skaters del protagonista, desde integrantes de la temida ‘Panda del Moco’ (un grupo de pijos-macarras expertos en artes marciales que sembraron el terror en las discotecas de Madrid a principios de los 80), a ‘bakalas’ de los barrios bajos de la capital, de salida del after, en busca de las tallas XXXXXS de camisetas Powell-Peralta, familias de clase media-alta haciendo cola para comprar la versión de las Vans made in Alicante marca Caribbean, que causaron auténtico furor en la época, miembros del equipo de vestuario de Almodóvar, aristócratas excéntricos como Jaime de Marichalar o, incluso, borbónicos lacayos del futuro rey de España, Felipe VI, a los que enviaba allí a comprarle pegatas molonas de windsurf.
Barcelona se ha convertido en un escenario inconfundible de la cultura del monopatín como puede serlo el skatepark de Venice Beach
“La época del bakalao fue una época muy fuerte —continúa explicándome Doc—. A los skaters les molestaba que los bakalas llevaran su misma ropa, pero muchas tallas más estrechas. También se perdían por los chándales de acetato con las tres bandas de Adidas. El skater era más de pantalones anchos y zapatillas anchas. Cuando los fabricantes todavía no las hacían, nos metíamos esponjas en la solapa para hacerlas más anchas. Después los fabricantes ya empezaron a hacerlas gordas y esponjadas… En las discotecas de clase alta como Pacha, Tartufo o Gitanillos no te dejaban entrar con zapatillas y calcetines blancos, excepto si eran las Caribbean que hacíamos nosotros. Y si ibas con una camiseta Caribbean, también… No lo asocio al pijerío. Yo tengo una teoría: creo que las modas pasan de la clase baja a la muy alta, y del alta a la muy baja. Un ejemplo: la clase alta puso de moda los Loden, un tipo de abrigos que llevaban ellos, y enseguida pasaron a llevarlos gente de clase media y media-baja. O las batas de boatiné de la clase baja, que hace unos años la clase alta ha adoptado como tres cuartos. Pues aquí lo mismo: las camisetas Powell las empezaron a llevar los skaters y la gente bien, y las acabaron llevando los del bakalao”.
Y si el skate despierta tanta fascinación interclasista y tiene esta capacidad para hermanar culturas y credos, ¿por qué el ejecutivo de Jaume Collboni ha emprendido una cruzada contra una subcultura que, desde hace muchos años, ha adquirido carta de naturaleza en Barcelona? (Hablo, por supuesto, del proyecto de reforma de la plaza de Àngels concebido para expulsar a los skaters.) Clemente, en parte, me da la respuesta: “Es un poco la historia del monopatín: tiene una parte un poco hipnótica, que mola, pero también tiene una imagen algo peligrosilla, y se lo utiliza para después hacerlo desaparecer. Durante años, en Barcelona, el skate ha contribuido a su boom como punto turístico mundial. Por supuesto, no ha tenido el mismo impacto que los cruceros, pero no ha habido una marca que se precie que no tuviera en sus videos una sección fija en Barcelona durante años. Las marcas tienen pisos donde alojan a los más pros, que vienen a patinar a lugares como la plaza del MACBA y otros spots de referencia, y al final Barcelona se ha convertido en un escenario inconfundible de la cultura del monopatín como puede serlo el skatepark de Venice Beach”.
Es la historia de una especie de personaje mitológico, pero a la vez es la de un tendero, que es el trabajo más ingrato del mundo
Doc Caribbean. Memoria viva del monopatín se presentará este jueves en Caribbean Shop (claro), en Madrid, y el próximo jueves 11 de abril será el turno de Barcelona, en la librería +Bernat, donde asistirán Hugo y el mismísmo Doc. Lo más habitual —en materia libresca— es que, o bien uno se curre sus propias memorias, o bien otro le dedique una biografía hagiográfica años después de que todo el mundo se haya olvidado completamente de él, cuando el interesado hace lustros que está muerto y enterrado. “Como escritor —continúa Clemente— me hizo muchísima ilusión poder acceder a un material que no es frecuente. Es la historia de una especie de personaje mitológico, pero a la vez es la de un tendero, que es el trabajo más ingrato del mundo. Es una persona muy querida, no solo por mí, sino por toda la comunidad, y ha sido bonito poder escribir el libro cuando Doc puede disfrutar del homenaje. Es una oportunidad para darle las gracias. Ha sido algo bello”.