"Siempre supe que trabajaba como actor, pero no sabía el alcance de todo el qué había hecho". Eso decía Kiefer Sutherland, el eterno Jack Bauer de la serie 24, en una entrevista que promocionaba Forsaken (2015), un western que coprotagonizaba con su padre. Sutherland junior recordaba la época en la cual decidió seguir los pasos de su progenitor y dedicarse a la interpretación, y probablemente le fue genial para no sentir todo el peso de un apellido que es historia del cine. Esta referencia al alcance de la carrera de Donald Sutherland (1935-2024) viene a cuento porque en las últimas horas, y antes de cerrar el ordenador enfadado como una mona, he contado una decena de obituarios que destacan al titular que nuestro hombre era conocido para abrir Los Juegos del Hambre.
Es evidente que toda una generación lo recuerda, o lo reconoce, como el corrupto y fascista dictador Coriolanus Snow, diseñando las pruebas mortales de estos distópicos gladiadores, en una exitosa franquicia destinada al público adolescente. Pero reducir una trayectoria tan extraordinaria al hambre de la Katniss Everdeen es como escribir un panegírico sobre Leo Messi y destacar que fue la gran estrella del Inter de Miami. Que su hijo, Kiefer, haya afirmado que era uno de los actores más importantes de la historia del cine podría tomarse como una exageración propia del amor incondicional. Pero en las últimas horas hemos visto algunas reacciones que van en la misma línea de gente como Helen Mirren ("era una leyenda, un intérprete con una gran inteligencia y una profunda sensibilidad"), Rob Lowe ("nunca olvidaré su carisma y su talento") o como los cineastas Ron Howard ("era uno de los actores más fascinantes de todos los tiempos"), Roland Emmerich ("era un verdadero icono") o Edgar Wright ("era uno de mis actores favoritos, una presencia divertida, lacónica o intensa en tantas películas memorables").
Más de 150 películas demuestran el increíble legado que deja a este canadiense, quien, volviendo a la saga del Hambre, explicaba que participó esperando que la generación millennial se despertara de la letargia, dejara los móviles en un cajón, y se levantara en una revolución tan necesaria como la que él mismo vivió a finales de los años 60.
En aquella época de cambios estructurales, Donald Sutherland se significó como activista de izquierdas, dando apoyo a las Panteras Negras y haciendo oposición a la Guerra de Vietnam. Hasta el país del sureste asiático viajó en una gira antibelicista con la suya íntima, y revolucionaria, amiga Jane Fonda, compañera en películas tan significativas como Klute (Alan J. Pakula, 1971) o Material americano (Alan Myerson, 1973). Cuando el año 2017 se desclasificaron centenares de documentos secretos supimos que la CIA lo había incluido en un listado de vigilancia de la Agencia de Seguridad Nacional. Y este perfil incómodo para el establishment norteamericano se filtró en algunos personajes tan icónicos como el de aquel éxito contracultural denominado M*A*S*H (Robert Altman, 1970), que después tendría una todavía más exitosa versión televisiva.
Y nunca dejó de expresar sus ideas, por molestas que fueran. Por ejemplo, cuando el año 2019 recibió el Premio Donostia en el Festival de San Sebastián, habló sin demasiada esperanza del futuro del planeta: "Tengo hijos y nietos y les dejaremos un mundo en el cual no podrán vivir. Lo que está haciendo Naciones Unidas con el cambio climático es una mierda".
El señor de la guerra... y del terror
Paradójicamente, un puñado de las más relevantes interpretaciones de Donald Sutherland pertenecen al cine bélico: como Doce del Patíbulo (Robert Aldrich, 1967), Los violentos de Kelly (Brian G. Hutton, 1970), Ha llegado el águila (John Sturges, 1976) o El ojo de la aguja (Richard Marquand, 1981). En todas ellas dejó huella, y son clásicos indiscutibles cuando recopilamos los mejores títulos situados a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, si me obligáis a escoger, hay tres interpretaciones claves a su carrera. Dos de ellas en dos de las mejores películas de terror de todos los tiempos: Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg, 1973) era una magistral exploración del dolor, la pérdida y el luto, mezclada con inquietantes elementos sobrenaturales, en un viaje a Venecia de un matrimonio que ha visto morir a su hija pequeña. Amenaza en la sombra también pasaría a la historia por una atrevida, y muy dolorosa, escena de sexo entre el actor y Julie Christie, pero pocos filmes provocan escalofríos similares. Y si hay alguno, también aparecía nuestro hombre: su grito señalando con el dedo a La invasión de los ultracuerpos (Philip Kauffman, 1978) es quizás la imagen más recordada de su larguísima trayectoria. Y la tercera de las interpretaciones que tendrían que titular cualquier texto sobre Sutherland es la que hizo en Gente corriente (Robert Redford, 1980), un poderoso drama sobre la familia y la muerte que demostró que el actor era un camaleón con mil y un recursos, también en el campo del drama.
Es imposible reducir en un artículo la cantidad de emociones que Donald Sutherland y su bestial talento encomendaron a los espectadores
Su físico imponente, casi metro noventa de altura, su mirada traviesa, y aquella sonrisa ambigua que tenía ayudaron a que nunca fuera sencillo catalogarlo, y abrió sus opciones de pasar de papeles protagonistas a roles secundarios. Era uno de aquellos actores que siempre mejoraba la película en que participaba, por mala que fuera. Y en más de 150 trabajos por el cine, hay unas cuantas mediocres. Pero las buenas pesan, y su presencia nunca fallaba.
Era uno de aquellos actores que siempre mejoraba la película en que participaba
Es imposible reducir en un artículo la cantidad de emociones que Donald Sutherland y su bestial talento encomendaron a los espectadores, pero, aparte de los filmes ya citados, también trabajó para Bernardo Bertolucci (en Novecento, 1976) y para Federico Fellini (en Casanova, 1976), y todavía podríamos destacar unos cuantos trabajos más, como Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), Como plaga de langosta (John Schlesinger, 1975), El primer gran asalto al tren (Michael Crichton, 1978), Desmadre a la americana (John Landis, 1978), Una árida estación blanca (Euzhan Palcy, 1989), Llamaradas (Ron Howard, 1991) o, haciendo de inolvidable garganta profunda del fiscal Kevin Costner a la magistral JFK (Oliver Stone, 1991), donde con un monólogo tenía bastante para enseñar cualquiera qué significa ser bueno en su profesión. Sin olvidar a aquel astronauta con graves problemas de miopía que se apunta a una misión espacial de la tercera edad en la deliciosa Space Cowboys (Clint Eastwood, 2000).
Ganó un Oscar honorífico porque, muy probablemente, la Academia enrojecía de vergüenza por no haberlo nominado nunca
A partir de mitad de los 90 se convirtió en secundario de lujo a éxitos tan diversos como Estallido (Wolfgang Petersen, 1995), Tiempo de matar (Joel Schumacher, 1996), The Italian Job (F. Gary Gray, 2003), Cold Mountain (Anthony Minguella, 2003), La mejor oferta (Giuseppe Tornatore, 2013) o Ad Astra (James Gray, 2019). Ganó un Oscar honorífico porque, muy probablemente, la Academia enrojecía de vergüenza por no haberlo nominado nunca. Nunca. Una vez le preguntaron cómo le gustaría ser recordado, y él respondió: "Con generosidad". Viendo una sombra tan extraordinariamente alargada como la de Donald Sutherland, la generosidad no es necesaria, porque su descomunal legado supera, lo mires por donde lo mires, inaugurar juegos del hambre. Como el de Messi y sus goles en Miami. Descanse en paz una enorme leyenda del cine.