El pasado lunes, día 31 de julio, hizo 525 años que se agotaba el plazo que la cancillería de los Reyes Católicos había dado a la comunidad judía para abandonar definitivamente los dominios de la monarquía hispánica. Un polémico decreto que ponía fin a la existencia de una importantísima comunidad cultural y religiosa que había llegado a la península ibérica trece siglos antes. Los sarcófagos de la necrópolis de Tarraco, por poner un ejemplo, revelan que la comunidad judía habitaba la Hispania romana desde la centuria del 200. Durante 1.300 años, las comunidades judías formaron parte activa de la historia peninsular. La expulsión de los judíos hispánicos —la diáspora sefardí— se convertiría en el episodio más trágico de la historia medieval peninsular. Obligados a malvender su patrimonio, acabarían dispersos por varios puertos del Mediterráneo y del Atlántico y, con mucho esfuerzo, refundarían comunidades que, en algunos casos, conseguirían mantener la lengua de origen.
¿De dónde venían los judíos catalanes?
Al final de nuestra era, Palestina —el nombre que los dominadores romanos habían dado a la nación de Israel— era la provincia más conflictiva del Imperio. Algo parecido a lo que ha sido, contemporáneamente, Euskal Herria con respecto a España o Irlanda del Norte con respecto a Gran Bretaña. Un conflicto que los romanos, con su habitual brutalidad, resolvieron con una represión monstruosa que vino acompañada de una formidable expulsión. La diáspora judía se convertía en un fenómeno de gran alcance y una buena parte de la nación israelita acabaría dispersada por las grandes ciudades ribereñas del Mediterráneo romano. Los testimonios arqueológicos confirman que Tarraco (Tarragona), Emporion (Empúries) o Dertosa (Tortosa) albergaron importantes comunidades israelitas. La comunidad judía catalana medieval, como el resto de comunidades judías del Mediterráneo occidental, tenía un origen que se remontaba a la época de dominación romana.
¿Cómo llegan a ser catalanes?
Lo que no está tan claro es como resistieron la ruptura del hilo de la historia que representó la invasión árabe. Sabemos que una vez disuelto el Imperio romano, las oligarquías provinciales, que se reservaron el poder económico, y las oligarquías visigóticas, que tomaron el poder político y militar, dictaron leyes muy restrictivas, prácticamente persecutorias, contra las comunidades israelitas. Y sabemos también que los árabes —paradojas de la historia— restituyeron el papel relevante de los judíos en la sociedad hispánica. Naturalmente, en la zona de dominación musulmana. Entonces podemos entender la importancia que adquirieron en Turtusha (Tortosa) o en Lareda (Lleida). Pero difícilmente podemos hacernos una idea de lo que les pasó a los de Tarraco o a los de Emporion, ciudades que fueron abandonadas durante la dominación islámica. Los judíos de Girona o de Barcelona del año 1000 procederían de las tierras meridionales del Imperio franco como tantos otros protocatalanes de aquella época.
¿Quiénes eran los judíos catalanes?
Los judíos catalanes medievales hablaban catalán. El catalán medieval, naturalmente. Tanto los de Perpinyà como los de Valencia. Y ello quiere decir que las comunidades israelitas eran parte indisociable del conjunto de la sociedad. Con la particularidad de que, mientras las elites cristianas utilizaban el latín como lengua de cultura, las elites judías mantenían un hebreo arcaico limitado al ámbito de la escritura y de la liturgia que, como el latín de los cristianos, solo era conocido por la minoría letrada. La lengua familiar y vehicular de los judíos catalanes, valencianos y mallorquines medievales era el mismo catalán que el del conjunto de la sociedad. El de las casas, el de las calles, el de los talleres y el de los negocios de todas las juderías —los barrios judíos. Y eso plantea una cuestión: ¿por qué los judíos de habla catalana expulsados en 1492 no conservaron su lengua, como sí lo hicieron los judíos de habla castellana que dieron origen al idioma sefardí? O dicho de otra manera: ¿por qué no hay un sefardí catalán?
Los pogromos
El año 1492, las comunidades judías catalana, valenciana y mallorquina estaban muy diezmadas. Antes de los pogromos de 1391, se estima que el censo judío en Catalunya era de 50.000 personas, que representaban un 15% del total de la población. En cambio, un siglo más tarde había quedado reducida a 8.000 personas. Si bien es cierto que en aquellos monstruosos pogromos murieron centenares de familias, también es cierto que la brutal presión social antisemita, en un paisaje general de incultura y de superstición agravado por una dramática crisis social, política y económica, diezmó sustancialmente la comunidad israelita. En Tàrrega fueron asesinadas más de 300 personas de la comunidad israelita local, el 20% del total de la población. Y en Girona, las fuentes relatan que las escaleras de acceso a la judería fueron convertidas en una macabra cascada de sangre y de vísceras. Pero las posteriores conversiones, forzadas o interesadas, diezmaron la comunidad judía tanto o más que los sanguinarios pogromos.
La diáspora sefardí
La investigación historiográfica más actual estima que el decreto de expulsión de los Reyes Católicos significó, en el conjunto de sus dominios, el exilio forzado de entre 75.000 y 100.000 personas. Las mismas investigaciones estiman que las dos terceras partes del total procederían de la Corona de Castilla. Y el tercio restante, de la Corona de Aragón, es decir, entre 25.000 y 33.000 personas, de las cuales unas 8.000 procederían del Principat de Catalunya. Los judíos castellanos emigraron siguiendo caminos diversos. La mayoría buscaron cobijo en los puertos comerciales del Mediterráneo oriental, entonces bajo dominio del imperio turco. Y una minoría emigró, con una breve estancia en Portugal, a los Países Bajos. En cualquiera de los casos se encontraron con entornos lingüísticos muy diferenciados con respecto a su castellano vehicular. La voluntad de reconstruir sus microsociedades desaparecidas en Sepharad, la península ibérica, hizo que la lengua sefardí perviviera en aquellas comunidades.
La diáspora catalana
En cambio, los judíos de habla catalana emigraron, básicamente, hacia los principales núcleos comerciales de la península itálica. Y si bien en aquella época el italiano contemporáneo no existía —es un invento surgido posteriormente a la unificación italiana de 1860—, lo que sí existía era una serie de lenguas de origen latino muy similares entre ellas y muy similares, también, al catalán medieval, lo que explicaría el porqué de la no existencia de un sefardí catalán. Los judíos catalanes que arraigaron en Roma, en Livorno, en Lucca, en Florencia, en Pisa o en Génova transitarían, sin darse cuenta de ello, hacia las lenguas propias del Lacio, de la Toscana o de la Liguria con relativa facilidad y rapidez. Y no dejarían ningún testimonio más allá del nombre de alguna calle que, como la Vía Catalana del barrio judío de Roma, revela la existencia de unos catalanes que, brutalmente forzados, tuvieron que cerrar la casa, abandonar las tumbas de sus difuntos y malvender su patrimonio para poder, simplemente, seguir el camino de la vida.