La confianza en los medicamentos puede ser ciega: desde que tienes uso de razón, estableces una relación de causa-efecto en el uso de algunos de ellos, porque concibes su consumo como indispensable para recuperar el bienestar perdido. Eso nos lleva a generalizar su percepción, porque si los receta un médico, si es la cura a un dolor, los damos por descontados, no entramos en el debate sobre su procedencia o como de nocivos pueden llegar a ser. Pero detrás de cada jarabe, cada pastilla, hay un negocio, una marca, una decisión tomada desde un despacho. Y sobre todo, una composición química que no tenemos necesariamente porque saber o entender.

Al fin y al cabo, el dolor nos empuja a querer un antídoto, y a menudo la naturaleza de este, para mucha gente, es lo de menos. En esta comercialización de producto de contenido incierto juegan muchos factores, desde campañas comerciales hasta intereses políticos. Y todo eso es lo que retrata, a diferentes niveles pero con idéntica dureza Dopesick, una serie estrenada por Disney Plus que dispara contra el uso de opiáceos en la industria farmacéutica norteamericana y sus devastadoras consecuencias. Son medicamentos que crean dependencia, adicción e, incluso, la muerte. Una lacra que esta ficción denuncia con contundencia saltando de escenarios y épocas sin perder nunca de vista el eje de la narración, ni la necesidad de hacer evolucionar a sus numerosos personajes.

La deshumanización de la industria farmacéutica

Dopesick se articula a partir de un relato coral en que los opiáceos son el detonante de todos los acontecimientos. Tenemos la visión de la industria farmacéutica, un engranaje deshumanizado en que la voz disidente es rápidamente sofocada por las jerarquías; la del farmacéutico que está a pie de calle, que se encuentra silenciado (y amenazado, también) ante el poder de las grandes corporaciones; la de los hospitales, en los que la sanidad puede llegar a ser un tema de influencias y amiguismos; la de los médicos de cabecera, vertidos a tener que decidir entre la salud de sus pacientes o la desconfianza que les generan los medicamentos; la de las autoridades, que investigan las irregularidades y constatan la dificultad para torpedear los pactos de silencio; y, por descontado, el de las víctimas, personas que el único error que cometen es querer dejar de sufrir.

De eso va esta magnífica serie, de la mercantilización del dolor, de la indolencia de los despachos y de las deficiencias de un sistema atroz. Si como crítica es tan demoledora es porque sus responsables la saben hacer clara y directa, sin subterfugios ni medias tintas, entrando también en la caverna de la América más reaccionaria y su ambivalencia moral. Cada personaje encarna un debate social y la necesidad de abordarlo, y que sean tan poliédricos, tan tangibles (cada uno de ellos, de hecho, podía dar pie a una serie propia) es lo que hace que la historia resulte tan próxima y creíble. Hace mucho su extraordinario reparto, con mención especial para Kaitlyn Dever, Rosario Dawson y este monstruo de la interpretación que es Michael Keaton. Lo que hace en esta serie es de otro planeta y se merece todos los premios.