En 1998 Britney Spears arrasó con su ...Baby one more time. Yo tenía 7 años, no me quedaba demasiado para cumplir 8, y recuerdo pasar por los escaparates de las tiendas de discos arrimando la cara al cristal buscando aquella imagen de cara serena con las manos en posición de ruego que aparecía en su primer disco. Porque como tantas otras niñas de mi generación, yo quería ser como Britney: igual de guapa, igual de exitosa, bailar igual de bien. Volví a aquel pensamiento cuando el #FreeBritney cogió fuerza el año pasado antes de que la cantante declarara ante un juzgado sobre la tutela paterna que entonces arrastraba, y volví a pensar ayer sentada en el palco de la Fundación Joan Brossa-Centre de les Arts Lliures mientras veía El Missioner, la obra incluida dentro de la programación del Festival Grec 2022 —hasta el 14 de julio— con que La Virgueria reflexiona sobre como nos manipula la cultura pop, los videoclips y todas aquellas canciones que se nos enganchan y que no paramos de silbar durante todo el día.

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¿Qué tenía Britney Spears en los años 90? ¿Y Madonna, antes que ella? ¿Qué tienen ahora Dua Lipa, Ariana Grande, Rosalía, Harry Styles o C. Tangana? Todos estos nombres tienen en común que son artistas y que mueven masas, que su música suena en miles y millones de casas, y que su marco de referencia es un capitalismo neoliberal feroz que acondiciona e influencia su obra. Un sistema que evidentemente, y por extensión, participa activamente de los mensajes que estos misioneros de ideas exportan por todo el mundo y que reciben las muchas Saras del planeta —personajes ficticios presentes en esta interpretación teatral— que algún día, en aquella vulnerable franja limítrofe entre la infancia y la pubertad, querrán convertirse en una tía famosa que mueve bien las caderas y gana millones. ¿Pero a costa de qué?

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El Missioner todavía se puede ver esta noche y mañana. / Festival Griego

El Missioner cuestiona lo que nos inoculan una cultura musical y una industria de los videoclips que creemos inocentes pero que consiguen crear referencias y marcos de opinión idénticos en base a credos hipernormativizados: cuerpos delgados, ideas superfluas y poco profundas —materializadas en estribillos repetitivos y fáciles de memorizar—, el machismo, la desigualdad, el culto a la riqueza, el deseo sexual y la capacidad de actuar como máquinas sensuales —sobre todo las mujeres— y la construcción de una realidad que cotiza alto en las redes sociales mientras se aleja de una realidad que no es la nuestra. Humor negro, lenguaje corporal, ironía, canciones conocidas y una banda sonora original crean un tejido narrativo que pone en duda si tenemos poder de decisión para escoger las melodías que nos gustan —y los actos que reproducimos por inercia— y que cuestiona el compromiso individual cuando bailamos una canción con contenido tóxico sin pararnos a pensar en sus consecuencias. Quizás la libertad personal no siempre está justificada cuando el contexto nos empuja a revolverlo todo. Y si Dua Lipa hiciera un disco criticando las maldades de Vox, C. Tangana renunciara a ir en un yate y los videoclips de Camila Cabello estuvieran exentos de personas hipersexualizadas... ¿cambiaría un poco el mundo que conocemos?

Creada por Isis Martín y Aleix Fauró y dirigida por este segundo, la obra hace un paréntesis necesario que muchos ya se habían hecho y que algunos, probablemente, no se han hecho todavía. Un momento de silencio entre tanta música que nos entra en la cabeza y que ya no sabemos ni identificar. Cinco personajes anónimos interpretan la denuncia con una naturalidad brutal, fantásticos en su interpretación multidisciplinar: Esmeralda Colette, Guillem Gefaell, Maria Garrido, Isis Martín y Alba Sáez aportan frescura a un tema candente que nos puede poner contra las cuerdas en todos, despertando nuestra contradicción para tener que lidiar con ella. ¿A qué suena la responsabilidad?