"En la vida es posible ser fumador sin la necesidad de ser poeta, pero en cambio es imposible ser poeta sin ser un buen fumador". Cuándo Thomas de Quincey hizo esta afirmación, hiperbólica pero fundamentada, poco se imaginaba el autor de las Confesiones de un fumador de opio que un siglo y medio después de su muerte llegaría una pandemia mundial que acabaría prohibiendo fumar en el espacio público con el fin de evitar contagios y preservar la salud de los fumadores pasivos. Sumando las tesis de las autoridades españolas y las del escritor inglés, pues, que fumes y no escribas versos es una posibilidad tan lógica como que sin tabaco desaparezca para siempre buena parte de la poesía, pero si estás leyendo este artículo te diré una cosa esperanzadora y que no sabes: puede ser que tú, igual que yo, tampoco seas poeta, pero es altamente probable que hagas poesía pasiva.
Ya dijo Josep Pla que "en Catalunya se canta más que no se describe", por lo tanto sabemos sobradamente que somos una tierra que ha vivido, vive y vivirá siempre bajo la pulsión permanente de la poesía, pero la realidad es que sólo 1 de cada 10.000 catalanes es oficialmente poeta y, según los datos, por desgracia sólo 6 de cada 1.000 catalanes compran libros de poesía. Por lo tanto, es altamente probable que tú tampoco tengas una obra poética publicada, con su libro editado, su ISBN, sus presentaciones con la platea llena de amigos y sus reseñas que harán más ruido en la reducida capillita poética de Twitter que en ningún sitio más. Pero eso en realidad da igual, ya que mientras en Catalunya haya un solo poeta oficial -y tenemos unos cuantos, por suerte, sean o no sean fumadores-, la gente de su alrededor com tú y como yo, quizás sin saberlo, seguiremos siendo poetas pasivos impregnados por la poesía de otro, ya que lo mejor de asumir que es posible ser fumador sin fumar es, sin duda, poder comprender que se puede ser poeta sin escribir libros de poesía.
Los artistas sin obra también son artistas
La pregunta no es si eres poeta, sino qué quiere decir ser poeta. ¿Es más poeta quien publica un libro con una edición de 300 ejemplares, que, en cambio, el escritor aficionado que publica versos en un perfil poético de Instagram con más de 20.000 seguidores? Cuál de los dos es más poeta, pues: ¿el que ha pasado el filtro de un editor o el que tiene la aprobación popular de miles de "likes"? ¿Tiene algún sentido, en definitiva, en plena era líquida y táctil del siglo XXI, seguir etiquetando a los artistas dependiendo de si la suya es una obra física y encajonada según los parámetros del siglo XX? Pensaba todo eso ayer, justo pocos días después de leer Artistas sin obra (Acantilado, 2014), un maravilloso ensayo de Jean-Yves Jouannais publicado el año 1997 y que recoge la trayectoria de decenas de artistas pasivos con obra inexistente -la mayoría de ellos, grandes fumadores-, inacabada o virtual y que, por desgracia, han quedado en los márgenes de la literatura.
En el prólogo, a cargo d'Enrique Vila-Matas, el escritor barcelonés afirma no sólo que el libro le sirvió de motivación para escribir su célebre Bartleby y compañía (Anagrama, 2001), sino que le causó un impacto maravilloso porque él, de joven, también había querido ser un artista sin obra, es decir, alguien capaz de crear sin publicar, o hacer como Pepín Bello: crear para despertar la mente de los creadores que publican. Felizmente para muchos, Vila-Matas ha sido un autor publicado y, por lo tanto, al alcance de todos los lectores que quieran leerlo, pero la historia de la literatura también es la de sus márgenes, es decir, la de los escritores sin obra publicada pero transmitida de alguna otra forma: mediante telegramas, artículos, cartas privadas, manifiestos o, sencillamente, influenciando a otros artistas a partir de la conversación. Así que si tú no eres poeta pero te consideras, no sufras, porque en Félicien Marboeuf, Arthur Cravan o Jacques Vaché tampoco los consideró nunca nadie "escritores", pero sin embargo incluso la Wikipedia los recuerda como creadores imprescindibles para comprender el arte y la literatura del siglo pasado.
La meca de la poesía europea
A raíz de la publicación del libro de Jouannais, hace más de veinte años, no sólo Vila-Matas quedó maravillado por las historias de tantísimos artistas sin obra, sino que muchos poetas pasivos sin obra –como tú y como yo-, la mayoría de ellos grandes fumadores, también comprendieron que cuando Francisco Umbral decía que "me he fumado un Ducados y me he quedado más a gusto que si hubiera escrito un soneto con endecasílabos" no decía en absoluto ninguna tontería: o sea, que la obra poética de un poeta puede existir sin la necesidad de que ningún libro en las repisas de alguna librería lo certifique. Tanto es así, pues, que el año 2005 una serie de artistas sin obra crearon la Fraternité Mondiale des Poètes Sans Oeuvres, un tipo de sociedad secreta y que en su manifiesto se consideraba a sí misma "improbable". Desde entonces, dice la leyenda que cada año envían una carta en casa de algún poeta sin obra –sí, como tú o como yo- en la cual se le notifica que ha resultado finalista del Premio Invisible en reconocimiento a su frustrante y vulgar obra poética sin forma.
Desconozco si existe la "improbable" sociedad secreta y el más que "improbable" premio, pero sé que quien escribe estas líneas recibió hace más o menos un año una carta muy especial. La letra estaba escrita en francés, la firmaba la F.M.P.S.O. y se me informaba de que a principios de octubre se haría la entrega del Premio Invisibible 2019, motivo por el cual se me convocaba a la ciudad occitana de Aviñón, concretamente en la puerta del convento de Santa Clara: allí donde Petrarca conoció, dicen, a Laura. Como creerse un poeta sin obra es sinónimo de olvidarse que tus amigos son muy originales, te quieren mucho y saben como hacerte caer de cuatro patas en una trampa, enfilé autopista arriba y llegué a la antigua ciudad papal, donde se estaba celebrando el célebre Festival de Aviñón. De camino al convento, sin embargo, andando entre la multitud por los callejones del barrio viejo, me choqué con otro concurso todavía más original que mi improbable reconocimiento poético: en la Rue Petite Calade un reducido grupo de gente daba un premio a la persona capaz de fumar un cigarro haciendo el máximo número de caladas.
El concurso más poético del mundo
Ganar prestigio como maestro fumador, incluso antes que fumar tabaco fuera una cosa prohibida como lo es ahora, me era todavía más suculento que hacerlo como poeta sin obra, por lo tanto decidí presentarme y, ante la sorpresa general, gané el concurso después de haberme ahumado un cigarro con 67 pequeñas caladas. Entre los asistentes, la mayoría de los cuales hacían cara de poetas pasivos –que es la cara que haces tú-, un veterano participante asturiano que hacía años que vivía en Berlín y que me confesó haberle regalado decenas de versos a Nacho Vegas en noches inacabables de tabaco, ginebra y otras sustancias ilegales en Gijón, me explicó en qué consistía el premio: tenía derecho a conocer y dar la mano a todos los estanqueros de la ciudad, aparte de la más que probable opción que todas las personas solteras de Aviñón tuvieran aquella noche ganas de saber de mí, de conocer mi noble arte con el cigarrillo y, sobre todo, preguntarme qué significaba para mí la vida a base de pequeñas caladas. "Cada calada es como un verso", les habría respondido cada vez que me lo preguntaran. Al acabar el concurso, dicho y hecho, se me hizo entrega de un diploma en el cual se me acreditaba el permiso para fumar en todos los locales y establecimientos de la ciudad durante 60 minutos. En todos, excepto a uno: el convento de Santa Clara.
Fue entonces, llegando allí para asistir a la entrega del Premio Invisible, cuando el impedimento de fumar me hizo comprender que de una dosis, en realidad, lo que más duele es su ausencia. Al darme cuenta, casi sin quererlo escribí un poema –el primero de mi vida- y lo regalé a una chica que pasaba por allí y que quizás se llamaba Laura. Pero seguramente no se llamaba así, como tampoco existía físicamente la obra de ninguno de los artistas que pueblan Artistas sin obra y como tampoco existía, evidentemente, el Premio Invisible que se habían inventado mis amigos, por eso cogí la carta de la improbable Fraternité Mondiale des Poètes Sans Oeuvres escrita con un francés de Google translator, la quemé y, de repente, todo se convirtió en humo, como el del tabaco que ya no se podrá fumar en libertad o como el de la enésima cortina de los responsables políticos con el fin de señalar nuevos culpables en una crisis sanitaria del coronavirus que no han sabido asumir. La carta quemó bajo el cielo de Aviñón y su humo, blanco y denso, se desvaneció poco a poco, igual que aquello que ya no está pero prevalece. Como el poema que tú y yo, y tantos más, hemos escrito alguna vez, quizás incluso sin haberlo escrito nunca.