Faltan pocos minutos para las once y media del mediodía cuando un reducido número de suscriptores de ElNacional.cat llegan a Oller del Mas para hacer a una visita exclusiva en la bodega, en la última actividad del Club El Nacional antes de vacaciones. De repente, sólo atravesar la puerta milenaria y entrando en el patio de armas, la actualidad queda inmediatamente en segundo plano, arrinconada a la sombra de este castillo del s.X donde la distancia prudencial, las mascarillas y las cámaras de los móviles serán, sin que nadie lo sospeche todavía, los únicos elementos de contacto con la realidad exterior durante las dos horas que durará el trayecto atemporal a través del vino que acto seguido probaré de rememorar.

Un oasis natural junto a Manresa

Antes de nada, nos debemos situar. Que Manresa es una ciudad de contrastes lo sabe todo el mundo, por algún motivo en verano es conocida irónicamente como Manràqueix y en invierno, en cambio, como Manrússia. Que a escasos cinco kilómetros de una de las ciudades medias de Catalunya haya un oasis de hace mil años rodeado de viñas, sin embargo, es un contraste todavía más drástico que el de la famosa temperatura de la capital del Bages. ¿Puede existir un paraíso junto a una ciudad de 75.000 habitantes, de polígonos industriales y de grandes ejes de comunicación? Por mucho que parezca mentira, la respuesta es sí y el Oller del Mas es un ejemplo. El río Cardener hace de frontera natural entre la bulliciosa Manresa y esta finca de 650 hectáreas que tiene la cara norte de Montserrat como particular wallpaper del paisaje y donde, entre el bosque y la riera de Cornet, más de 124 hectáreas de viña, cereal y olivo configuran el ecosistema donde radica la esencia de los vinos Oller del Mas.

Una vez sabido eso, se inicia la visita y alguien pregunta "Por qué Oller"?. Pues simple: porque hace mil años aquí se hacían ollas. De hecho, Frank Margenat, director y alma mater de la bodega, es la 36.ª generación de esta estirpe familiar que tiene sus orígenes aquí desde el año 964, cuando con la arcilla surgida de los márgenes de la riera se hacían ollas en un horno de piedra seca que todavía hoy se conserva en medio de lo que actualmente son viñas de macabeo. Desde entonces, durante casi diez siglos el cultivo del cereal y el olivo fue el principal motor de una finca donde caballeros, prohombres, religiosos y maestros artesanos han escrito, generación tras generación, la historia de una familia y de un castillo por donde el mismísimo San Ignacio de Loyola pasó en el sXVI, camino hacia Jerusalén.

Viticultura con huella

Esta historia ahora la escriben unos vinos que, con poco más de quince años, han convertido Oller del Mas en una de las bodegas más reconocidas dentro del panorama vinícola de nuestro país. Todo empezó el año 1989, cuando un funesto incendio quemó buena parte de la finca y la familia Margenat decidió plantar viñas en torno al castillo a fin de que las cepas actuaran como cortafuegos natural en caso de un nuevo incendio. Quince años después, el año 2004 salía a la luz Bernat Oller, el primer vino de la casa, elaborado al 100% con merlot y muestra precursora de una bodega donde desde siempre se ha priorizado elaborar vinos respetuosos con el entorno y sostenibles con el medio ambiente. "Una cosa fácil de decir pero difícil de hacer", comenta un suscriptor, que empieza a discrepar de lo que él mismo ha dicho cuando escucha que el edificio de la bodega misma, absolutamente moderna y ubicada al lado del castillo, funciona con energía geotérmica producida en los pozos ubicados bajo tierra.

Dentro, al entrar, el aspecto de los depósitos de acero inoxidable vacíos y en medio de un silencio poético nos deja golpeados. "Están dormidos, esperando que llegue septiembre", comenta Carla Rodríguez, responsable de enoturismo y nuestra cicerone particular en este aventura de un viernes de julio aparentemente normal e inesperadamente inolvidable. Al llegar la vendimia, estos mismos depósitos que ahora están limpios como una patena se llenarán con las diversas variedades de uva que se cultivan en la finca, todas ellas a partir de los preceptos de la viticultura ecológica, es decir, sin el uso de pesticidas ni herbicidas. Uva que durante un año habrá sido cuidada, controlada y seleccionada únicamente por los trabajadores de Oller del Mas, ya que la bodega ni compra ni vende uva, basando toda su producción exclusivamente en el fruto que se cultiva dentro de la finca.

El vino: capítulo final

Conocer la Historia es fascinante, pero probarla es aún más emocionante. Después de descubrir la sala de barricas donde descansan los vinos durante su crianza, la última parada del viaje está en la sala de cata. En ella, con vistas allí donde crian vinos como Arnau Oller -uno de los primeros 'Vinos de Finca' de Catalunya-, el joven enólogo de la bodega, Carles Muray, nos explica la filosofía vinícola de Oller del Mas y nos presenta uno de los dos vinos que probaremos: Càndia, un tinto experimental y de producción limitada que no se puede encontrar en ningún sitio más que en la misma bodega, del cual sólo se hacen 9000 botellas y con una crianza no sólo en barrica, sino también en ánfora. Antes de descubrirlo, probamos el Petit Bernat blanco, uno de los dos vinos jóvenes y que, además de ser un ejemplo de la Picapoll -la variedad autóctona de la D.O. Pla de Bages- tiene una etiqueta hecha por los hijos de Frank Margenat, es decir, la 37.ª generación familiar. Entre vino y vino probamos el aceite de oliva virgen extra, hecho a partir de arbequina y corbella, y seguidamente, por fin, nos llevamos a la boca una copa de Càndia, momento en el cual el responsable de esta crónica empieza a poner en duda la posibilidad de escribir un texto objetivo mientras Carles Muray, convencido y socarrón, afirma que "estoy aquí para que me podáis decir en la cara que no os ha gustado, eh"?.

Nadie dice nada, sin embargo. Todo lo contrario. Ponemos punto y final a la visita, nos marchamos y es entonces, al atravesar de nuevo el patio de armas coronado por un campanario de espadaña y salir a fuera yendo hacia el coche, cuando el móvil recupera la cobertura perdida y alguien informa de que "Maldito Covid, acaban de recomendar que nadie salga de Barcelona"!. De repente, todavía con los recuerdos de garnacha, sumoll, samsó y sirah balanceándose dentro del paladar, nos damos cuenta que mientras a fuera el mundo seguía girando y el coronavirus seguía haciendo de las suyas, dentro, durante un par de horas, una decena de personas y un servidor nos hemos adentrado en un trayecto fascinante a través de los siglos y los sentidos. Por eso ahora, ya fuera, cuando todo ha acabado y el presente se convierte de nuevo en una bofetada llena de realismo informativo a base de tuits, whatsapps y alertas del móvil, nos despedimos y nos deseamos "buenas vacaciones" con la certeza de que nadie sabe donde podremos hacer vacaciones, o mejor dicho, con la incertidumbre de no saber la cual pasará el día siguiente. Sólo sabemos una cosa: que todos, más que turistas después de una visita, nos sentimos viajeros al final de una aventura donde el vino ha sido capaz, durante dos horas, de hacer lo que mejor sabe hacer: parar el tiempo.