Nos hicieron madrugar. Y madrugar en verano es una broma de mal gusto. Pero mamá insistía mucho. Va, que tenemos que ser de los primeros en llegar." Me quité las legañas, desayuné un vaso de leche vegetal y mientras mi hermana se entretenía en el lavabo haciendo no sé qué, me vestí con la camiseta roja que tanto me gusta.

Salimos puntuales. Mucho. Yo iba cogido de la mano de papá y, por suerte, pudimos colocarnos en un buen lugar, entre la gente. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos, decía, así podremos escuchar qué dicen. Y entonces, no sé cómo, me subió a los hombros para que pudiera ver y salió de la nada aquel hombre de la americana azul marino y las gafas. Era muy simpático. Lo había visto en televisión, y en casa mis padres solo decían cosas como: "Es injusto lo que han hecho, es el único que les planta cara, si fuéramos un pueblo como es debido...", pero yo no sé de qué hablan, porque, al final, siempre cambian de tema.

El hombre de la americana azul marino nos explicó las reglas del juego. No sé si las entendí mucho. Todos cerraríamos los ojos, todos, y teníamos que contar, todos, – muy poco a poco- hasta diez. Había una señora muy alta con el pelo recogido que con un micrófono iba contando atrás... Y una vez llegados al cero... lo teníamos que buscar por toda la ciudad.

Diez. Los padres estaban excitadísimos. Ocho. Mi hermana miraba todo el rato el móvil. Seis. Y yo pensaba que éramos nosotros quienes nos teníamos que esconder. Cuatro. Alguien gritó que queríamos otro tipo de juego, tres, uno más contundente como el Churro, media manga, mangotero o el del pañuelo. Dos. Pero nadie le hizo caso. Uno... Cero. Y el hombre de la americana desapareció.

"Es un truco de magia", susurró mi madre y todos los de la plaza nos separamos en grupos para buscarlo. Yo había jugado mucho al escondite inglés, sobre todo con los amigos de la escuela, pero allí, en la plaza, con aquel gentío nos desorientamos. La gente corría arriba y abajo. Arriba y abajo. Alguien aseguraba que lo había visto en un portal, otro que lo había grabado en una calle paralela con un sombrero de paja, otros decían que había huido en un coche. ¿En un coche? Sí. Pero eso es trampa.

No sabíamos si era trampa, nadie nos lo había explicado, así que estuvimos unas cuantas horas buscándolo. Entrábamos incluso en pisos turísticos, en tiendas, en lavabos... Ni rastro. La gente, poco a poco, se fue marchando, pero mis padres decían que no, que hasta la victoria siempre, y hacia el mediodía nos comimos un bocadillo en un banco lleno de palomas que luchaban por las migajas. Cogeremos fuerzas y seguiremos.

Mi hermana dijo que había quedado con unas amigas y que no. Y discutió con papá. Y después de comer seguimos buscando al hombre de la americana azul marino, un poco más cansados y con mi hermana enfadada. Y se hizo de noche, y dormimos en el césped de un parque porque con el calor que hace descansaremos fresquitos – prometió mamá-, y los grillos cantaban, y yo quería volver a casa y amaneció, y por suerte no madrugamos. Y ya éramos los únicos que seguíamos buscando al hombre tan simpático. No, es mentira. A veces digo mentiras piadosas. Había también muchos abuelos, "jubilados" se mofaba mi hermana, que se levantó llorando porque las amigas habían dado una fiesta y veía los stories y se moría de fomo. Y seguimos buscando unos cuantos días, semanas (¡de verdad!), y conocí a niños nuevos y a padres viejos, y recuerdo que una noche de invierno, no sé quién, abrigados cerca de un coche, preguntó: "¿Y este juego para qué sirve?".