Querida Rosa,
Hace tiempo que no te escribo, pero quería decirte que hoy he vuelto por última vez al lugar donde nos vimos por primera vez. Las cosas importantes, en la vida, nunca pasan porque sí, por eso siempre he pensado que haberme enamorado de ti aquella tarde de abril de 2003 fue una señal del destino. Ya te lo he confesado más de una vez: siempre diré que aquella noche, el día que murió Terenci Moix, entendí que eras diferente de las demás. Si él mitificó eternamente la plaza del Pes de la Palla y el barrio Chino en general, comprenderás que yo siempre te hable del Camello y del barrio Gòtic en particular cuando pienso en ti y en cómo llegué a amarte. Pero aquel Gòtic ya casi no existe, como muy pronto tampoco existirá el sitio donde nos conocimos: las cuatro tiendas de El Mercadillo y el bar más emblemático de Ciutat Vella cierran la próxima semana después de casi cincuenta años, por eso hoy he ido allí por última vez.
También tú y yo ya no somos los mismos que entonces, supongo. Cuando casi cada día te veo en la televisión o en la prensa, pienso en cómo has cambiado en todo este tiempo y en la gente con quien vas ahora, pero ya no me hace daño. ¿Sabes qué me dolió, en cambio? Que me hablaras en castellano una de las últimas veces que nos vimos, sinceramente. Tú debiste pensar que me he hecho mayor, que ya tengo alguna cana y que disimulo peor la barriga que Ronaldinho el último año de Rijkaard, supongo. Pues mira, si te tengo que ser sincero, cuando hoy me he sentado en el bar El Jardí del Camello para tomar una clara me he seguido sintiendo igual de joven que aquella tarde de abril de 2003, quizás porque siempre somos jóvenes en los lugares donde dejamos de ser niños. Como tantos sinvergüenzas que hoy transitamos entre la treintena y la cuarentena, yo perdí la inocencia sentado en las sillas de aquel jardín que hoy mi compañero Carlos Baglietto ha fotografiado por última vez, porque perder la inocencia es abandonar el brazo de la madre para aprender a caminar solo, a perderse solo, a pasar miedo solo y a explorar la vida solo, simplemente acompañado de amigos que también pisan solos, por primera vez, este nuevo mundo. En esta aventura adolescente donde las prohibiciones se convierten en tentaciones, el Camello se convirtió en refugio y faro.
Dicen que la playa es el espacio más democrático del mundo, ya que todas las personas, sean como sean, hacen lo mismo y van vestidas casi igual. Puede ser que sea así, pero sabes tan bien como yo que el lugar más democrático que ha existido nunca ha sido el Camello en aquellos tiempos, un punto de peregrinaje sagrado tanto para urbanitas como para pueblerinos, tanto para hippies como para quillos, tanto para pijos como para skaters, tanto para ciudadanos del mundo como para ciudadanos de Sant Guim de Freixenet, Les Borges del Camp o Sant Esteve d'en Bas que bajaban dos veces al año a la capital y tenían más interés en ir a las galerías de Portaferrissa que a la Sagrada Familia. En unos tiempos en que Zara, H&M o Pull&Bear casi no existían, la ropa se compraba allí. En una época en que Manu Chao llenaba la plaza Catalunya por la Mercè, los cordones con la bandera rastafari se compraban allí. En unos años en que llevar pendientes ya no era sinónimo de ser pirata y hacerse tatuajes ya no quería decir ser expresidiario, los piercings se compraban allí al mismo tiempo que los tópicos y tabúes generacionales de nuestros abuelos se desmembraban, por suerte.
Tú me conociste así, con una camiseta recién comprada con el logo de Pepsi donde se leía "Speed", un collar con una hoja de hierba, un CD de Inadaptats en el discman y aquella sudadera con la cuadrícula ska que llevaba el día que fuimos por primera vez a los búnkers del Carmel, que como el Camello y como nosotros, tampoco son ya aquello que eran. Fuiste mi primera relación de poliamor, seguramente cuando el poliamor casi no existía como tal. Yo sabía que eras famosa y que estabas con otra gente, pero lo aceptaba como tal, quizás por eso vivía más intensamente los días que pasábamos juntos. Fueron días eléctricos. Aquellos paseos por el Gòtic, cuando en la calle de la Palla había más librerías de segunda mano que bares y cuando íbamos a dormir a las seis de la mañana después de cerrar el Agüelo de la calle Avinyó. Aquella noche, en aquellas fiestas alternativas del Poblenou en que un tal Rodrigo Laviña y un tal Pau Llonch hicieron por primera vez una cosa que no se había visto nunca: cantar rap en catalán, y hacerlo bien. Aquella mañana, la primera vez en el Fòrum, cuando nos cruzamos con Joan Clos y no sospechábamos que aquella inmensa explanada sin sentido que tenía que ser un "cruce de culturas" acabaría sirviendo para aglutinar gente de varias lenguas y culturas, sí, pero haciendo conciertos y festivales llenos de guiris con entradas que cuestan un tercio del sueldo de un mes.
Queríamos ser universalmente locales y nos hemos convertido en provincianamente globales. Quién sabe dónde para ahora, el alcalde Clos. Quién sabe qué debe estar haciendo Carlinhos Brown. Quién sabe qué debe haber sido de aquel tipo que me vendía chocolate cerca de la calle Petritxol y que siempre llevaba camisetas a rayas del JPB. Quién sabe qué de todo aquello, supongo, ya que si no lo sabes tú, que lo sabías todo, no lo debe saber nadie. Voy despidiéndome, que ya sabes que me enrollo más que una persiana. Hoy, tomando una última clara en el bar del Camello y comprándome por última vez un colgante, he pensado en cuando fumábamos porros bajo estos árboles y me he dado cuenta de que todo aquello que compartimos está prohibido o directamente muerto. Tú siempre me decías que confiara en ti, que sabías lo que te hacías y que me prometías tenernos para siempre. Amarnos siempre. Encontrarnos siempre. La verdad, sin embargo, es que hace años que no consigo encontrarte en ningún sitio. Nos hemos cruzado algún día, saliendo del Maldà después de ver alguna peli. Una vez, en el bar Brusi, cuando debiste ir a hacer unos callos con alguien más a quien debes haber enamorado hasta los huesos. O aquella mañana del 1 de Octubre, delante del Instituto Ramon Llull, cuando me saludaste de lejos y me guiñaste el ojo mientras intentábamos que la policía no nos prohibiera votar. Fue un espejismo, casi. Una de las últimas veces que te vi antes de que decidieras cambiarte el apellido.
Que sepas que dentro de mi siempre serás Rosa de Foc, sin embargo, por mucho que ahora en tu pasaporte diga Rosa de Cendra. Por desgracia, eso es así. La próxima semana el Camello morirá, al igual que mueres también tú un poco cada día o al igual que murió nuestra juventud, la de nuestros padres, la de nuestros abuelos y la de nuestros antepasados que te han amado y odiado a partes iguales desde que naciste y te bautizaron con el nombre más bonito del mundo: Barcelona.
Un abrazo sincero,
Atentamente,
P.