"Sin mí, el Elvis Presley no habría existido. Para algunos soy el malo de esta historia. Pero yo no lo maté, yo lo creé". La voz del Coronel Tom Parker, el histórico representante y descubridor del rey del rock, su mirada, es la que nos explica el trayecto vital y profesional de uno de los mayores artistas de la historia de la música. El icono pasado por el filtro de un personaje oscuro, ambicioso y miserable, un farsante, un estafador, un caradura con muy buen ojo para exprimir el talento ajeno como si fuera una naranja. Un irreconocible Tom Hanks, más pasado de vueltas que de costumbre, disfrutando cada minuto de ser el malo por una vez, hereda la redondeada figura del Coronel, la papada y la cara dura, y se convierte en el narrador —más próximo a la caricatura, a una especie de Doctor Maligno, que a la persona— de la historia de Elvis.
Siguiendo, de alguna manera, los pasos de la sensacional Amadeus, esta película apuesta por el retrato humano a partir del punto de vista de otros, a partir de las dinámicas enfermizas entre el artista brillante pero inseguro y débil, y el mánager que quiere explotar sin mucho miramientos la gallina de los huevos de oro. Todo es, sin embargo, un artificio del director Baz Luhrmann, porque si hay una mirada que mande en Elvis es, obviamente, la suya. La de un cineasta siempre eléctrico, siempre barroco, siempre rozando la esquizofrenia y el delirio visual. Cuando, en los primeros según de proyección, vemos un logo de Warner Bros formado por diamantes e incrustado en uno de los brillantes cinturones del rey del rock, nos damos cuenta de los códigos que seguirá este biopic imprevisible y anfetamínico.
Comodísimo en el exceso y la desmesura, adicto al brilli-brilli, el cineasta conduce el biopic hacia su terreno: huye de la cronología y hace un recorrido por la trayectoria vital del artista
Con un inconfundible sello cultivado en largometrajes como El amor está en el aire (1992), Romeo + Julieta (1996), El Gran Gatsby (2013) y, fundamentalmente, en la fastuosa Moulin Rouge (2001), Baz Luhrmann encuentra en la biografía de Elvis una pista perfecta para instalar su circo. Comodísimo en el exceso y la desmesura, adicto al brilli-brilli, el cineasta conduce el biopic hacia su terreno: por supuesto, aun huyendo de la cronología, hace un recorrido por la trayectoria vital del artista, desde una infancia marcada por el descubrimiento y la pasión por los cómics de Shazam (que Luhrmann recoge en algunas escenas a ritmo de viñeta) hasta la época de los conciertos en Las Vegas, la decadencia, la nunca conseguida gira internacional, la adicción, la separación familiar y la muerte prematura.
En el camino, el director concentra esfuerzos al subrayar la relación de Elvis con su madre, su poder sexual y su enfrentamiento en el puritanismo (en una de las escenas más memorables del filme se le muestra provocando orgasmos a distancia, sin bajar del escenario, como Uri Geller doblando gafas con la mente), el amor con su mujer Priscilla y la eterna frustración del cantante, que hubiera querido, ser más contundente en favor de los derechos civiles (su amistad con B.B. King, su encuentro con Little Richard, su fascinación por la música y la cultura negra). Y por encima de todo ofrece una reflexión sobre como el arte es devorado, sin mucho contemplaciones, por el mainstream, por la ambición, por el dinero, por el capitalismo desatado (aquel momento en que el Coronel Parker, excitadísimo por el potencial del merchandising, convence a todo el mundo de que una chapa con la leyenda I Hate Elvis es una gran idea, aquel momento...).
Completamente poseído por el espíritu de Elvis Presley, el desconocido Austin Butler es toda una estimulante revelación: el actor, fogueado en series como Las crónicas de Shannara, ofrece carisma y sensibilidad, subversión y voz, sacrifica sus caderas y desprende magnetismo sexual. Una fabulosa elección para una película que es una locura abrumadora, por momentos agotadora, a ratos con el norte perdido, siempre espectacular, y que nos sirve como magnífica excusa para recordar, y recomendar, un puñado de biopics sobre figuras musicales.
Llegó a las carteleras cuando todavía teníamos fresquito el estreno de la lamentable Bohemian Rhapsody. La biografía de Elton John era menos amable que la de Mercury, probablemente más próxima a la realidad, sin ocultar algunas zonas oscuras de la vida del cantante y pianista de las gafas y la vestimenta excesivas y estrafalarias. La interpreta un fantástico Taron Egerton (el joven aprendiz de agente secreto de Kingsman) que, en su despliegue de recursos, es capaz, incluso, de imitar la voz de sir Elton a las canciones incluidas incluidas en la banda sonora. Visualmente muy bien empaquetada, Rocketman era toda una fiesta que invitaba a cantar y a convertir la sala de cine en un karaoke gigantesco.
Esta interesantísima aproximación a los últimos años de Christa Päffgen, más conocida como Nico, modelo, musa de Andy Warhol, voz de The Velvet Underground y cantante con carrera en solitario, fue toda una sorpresa. Fundamentalmente por un cierto fatalismo tonal, mostrando la decadencia, el precio a pagar por el triunfo, y también por la voluntad al huir de los clichés habituales de los biopics. Mención especial para su protagonista, la actriz danesa Tryne Dyrholm, que se hace suyo un personaje lleno de matices.
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Si hay un biopic que no se parece a ningún otro biopic, es este. El casi siempre inspirado Todd Haynes (reverencias a un señor que ha firmado Lejos del Cielo y Carol) hace un retrato, poliédrico y experimental, de la figura de Bob Dylan: seis momentos relevantes de la vida del artista, a quien interpretan seis intérpretes diferentes y bien heterogéneos. Del niño (negro) Marcus Carl Franklin a Richard Gere, pasando por Heath Ledger, Ben Wishaw, Christian Bale y... una extraordinaria Cate Blanchett. Sorprendiendo y vanguardista, la película es una fiesta para los fans de Dylan y, sobre todo, un despliegue de audacia visual de Haynes y de su director de fotografía, Edward Lachman.
Como pasaba en Judy (el biopic de Judy Garland con Renée Zellweger), en Ray (con Jamie Foxx tocando el piano como Ray Charles), en La vie en rose (con Marion Cotillard convertida en Edith Piaf) o en Gran Bola de Fuego (con Dennis Quaid poseído por el espíritu de Jerry Lee Lewis), En la cuerda floja toma todo el sentido gracias a las interpretaciones de sus protagonistas, más allá del valor intrínseco de los filmes: unos entregadísimos Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon se dejan la piel, y la voz (los dos cantan, y muy bien), para interpretar a Johnny Cash y June Carter, figuras de la música country, matrimonio explosivo, en una más que solvente película que, aparte de relatar su encuentro, pone el foco en el legendario concierto en la prisión de Felsom, en 1968.
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Más que un riguroso biopic sobre la figura de Jim Morrison y su icónica banda, The Doors era la mirada, siempre controvertida, de Oliver Stone sobre una época y sobre el impacto que el grupo tuvo sobre el cineasta. Con un extraordinario Val Kilmer como cabeza de cartel, la película es intensa, lisérgica, excesiva, por momentos pasada de rosca, no se podría esperar otra cosa del autor de Nacidos para matar. Con el filme, Stone seguía cultivando su papel como cronista, muy particular, de la pérdida de la inocencia de aquella Norte-América de los años 60 y 70, marcada por los asesinatos de los hermanos Kennedy y del Doctor King, por la Guerra de Vietnam, para el Watergate... y por las canciones de Morrison.
El conocido amor por el jazz de un Clint Eastwood en plena madurez como cineasta lo convirtió en el mejor biógrafo posible del grandioso Charlie Parker, saxofonista y compositor brillantísimo, y artista torturado por su adicción en la heroína. Interpretado por un sublime Forest Whitaker, la figura de Parker sirvió para descubrir al Eastwood más sensible, más artista. Fascinante, oscura cuando toca, luminosa cuando la música de Parker nos envuelve, Bird es una de las películas más redondas de un director que iniciaba un periodo de historias de una profundidad insólita y, a veces, bien alejadas de su figura de macho alfa: de Cazador blanco, corazón negro (1990) a Los Puentes de Madison (1995), pasando por Un mundo perfecto (1993) o la magistral Sin perdón (1992).
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Con esta deslumbrante adaptación de la obra teatral homónima de Peter Shaffer, el gran Milos Forman (director de Alguien voló sobre el nido del cuco o El escándalo de Larry Flynt) explicaba la historia de Wolfgang Amadeus Mozart desde el punto de vista de otro músico, Antonio Salieri, principal competidor del genio. Más que un biopic con rigor histórico, este es un relato sobre envidias y competitividad enfermiza, visualmente fascinante y detallista, y espiritualmente traviesa. Ganadora de 8 Premios Óscar (entre ellos, los de Mejor Película, Director), de alguna manera la gala de los premios hubiera calmado los celos del narrador: el actor que lo interpretaba, F. Murray Abraham, ganó el Oscar mientras Tom Hulce, el Amadeus del filme, lo aplaudía desde el patio de butacas. Por una vez, Salieri ganaba al maestro.
La tempestuosa vida de Loretta Lynn se explicaba, con todo tipo de detalles, en una autobiografía donde, de entre otros aspectos, la cantante country explicaba su infancia humilde y su matrimonio prematuro, con sólo 13 años, y cómo, antes de los 20, ya tenía cuatro hijos, previo a convertirse en una figura musical. En su adaptación a la gran pantalla brillaba una Sissy Spacek (la icónica Carrie de Brian De Palma) que también interpretaba las canciones en la banda sonora, y que se llevó el Oscar a la Mejor Actriz.
La fructífera colaboración entre el carisma de James Stewart y el pulso narrativo del cineasta Anthony Mann nos han dejado un legado cinematográfico extraordinario: un manojo de fabulosos westerns como Winchester 73, El hombre de Laramie o Tierras lejanas, pero también esta deliciosa película, que explicaba la vida (sin sombras) de Glenn Miller, el hombre que puso banda sonora a la América de los años 30 y 40 y que convirtió su característico sonido en cultura popular. Clásicos del swing como Moonlight Serenade o Chattanooga Choo Choo llevaban su firma. Poniendo el foco en su vida doméstica, en cómo se convirtió en una figura y en cómo animó a las tropas con su música durante la Segunda Guerra Mundial, esta mirada heroica del personaje nos permite disfrutar de momentos tan mágicos como aquel en el que Miller improvisa un tema con Louis Armstrong y sus All Stars. La magia del Hollywood clásico en todo su esplendor.
Toda una rareza en la filmografía de uno de los grandes genios del cine de terror (genuflexión para el hombre que dirigió obras maestras del género como La Cosa o La Noche de Halloween), la mirada de John Carpenter sobre la figura del rey del rock señalaba la esfera doméstica y la relación de Presley con su madre (la gran Shelley Winters). Contaba con la fuerza y el carisma de su actor fetiche, Kurt Russell, y, aunque la apuesta no se apartaba mucho de los biopics convencionales, el filme es una más que reivindicable curiosidad.