Ahora que nos hemos planteado (incluso con instrucciones aprobadas por el Govern) prohibir definitivamente los móviles en las aulas, quizás cuando ya vamos tarde para enderezar los desastres causados por el espejo negro, intento recordar cómo era el mundo antes de Whatsapp. Pienso en la época de la universidad o el instituto, en aquella vida previa, cuándo el móvil no servía para tener conversaciones, cuando era un canal puramente informativo. Cuando era el lugar de los mensajes de amor autoconclusivos metidos en los 160 caracteres del sms. Aprendimos a recortar vocales hasta el límite de la comprensión y comprendimos, sin saberlo, que esperar el simbolito del sobre en el extremo izquierdo de la pantalla era el tempo de un mundo que justo se empezaba a revolucionar.
No tengo conciencia, de aquel vacío de móvil en los dedos. Pero hablo porque me interesa el lenguaje del chat infinito. Quiero decir que hemos aprendido un código y que somos un poco en función de las exclamaciones que ponemos y los emoticonos que escogemos. Me encantan los mensajes de la gente que puntúa bien por Whatsapp, por ejemplo. Pero no sé por qué, no puedo evitar leer los puntos y series y los puntos finales como un sinónimo de gravedad, como si me hablara alguien que con la sequedad de los puntos me recrimina algo. Reír es "hahaha" y no "jajaja", las mayúsculas quieren decir que gritas o que estás entusiasmado. Los emoticonos son todo otro tema. Mi madre es finísima: pone las justas (no aquel escándalo de exceso de dibujitos) y siempre las clava. Seguro que hay algunos que tienen un significado exclusivo en los chats que tenéis con vuestra pareja o con vuestra mejor amiga. Un idioma que no podría entender nadie más.
El mundo Whatsappil también nos ha llevado a situaciones cuidadosísimas: una retahíla de mensajes borrados que no sabremos nunca, nunca, qué decían ("¡perdona, me he equivocado!"), pero que quizás es un reproche legendario. Conversaciones breves con gente que no has visto nunca: el presupuesto para tapar unas humedades (con la sorprendente foto de perfil) o los del dentista que me envían el recordatorio de una cita que nunca sé quién lee o responde al otro lado. No lo haré hoy, pero otro día abriré el melón de los grupos y subgrupos meramente instrumentales ("Regalo 30 Eva", "Fin de año 2023"). Merecen todo un artículo aparte.
Hemos abierto un canal perpetuo de conversación absurda e imperiosa, y ya no concebimos el mundo sin que esté
En el otro lado de aquella espera del sobrecito en el Nokia, para mí se creó la angustia de los mensajes de Whatsapp que tienes que contestar y no contestas, y que quedan allí, como un eco de todas las conversaciones que tenías que haber tenido y ya llegas tarde. Pasan los días, demasiados días, y ya no viene de aquí porque no sabes como ponerte. "Perdona, que quedó el mensaje aquí colgado". Mal. Y con vergüenza te sacas de encima el peso de las horas, de los días, de los meses que has tardado en responderlo. Lo mismo que acabar conversaciones: ¿quién dice la última réplica? ¿Ha quedado cerrado, el tema? Supongo que ya estáis al corriente de la nueva manera de hacerlo: poner un corazón a la última frase del otro. Y chimpún. Eso es bastante nuevo. En 2013, un año después de la popularización de Whatsapp, se incorporó la posibilidad de grabar soliloquios en forma de nota de voz. Las odio. Aquellas divagaciones, aquel perder el hilo entre tus propios pasos y el coche que te cruzas, todo en un lío largo y concreto que envías en forma de rallitas delgadas.
Hemos abierto un canal perpetuo de conversación absurda e imperiosa. Y ya no concebimos el mundo sin que esté. Fotos de todo, gifts del APM, links de tuits. "¡Felicidades!" aplausos, "¿cómo vas"?. También tengo chats conmigo misma. Son caóticos, y eso que me creé dos para no mezclar las cosas de trabajo con otras cosas que tampoco sé qué cosas son. Apunté ideas para este artículo "emoticonos madre", "simbolito del sobre en el nokia". Quizás para acabarlo me tendría que poner un corazón. Y chimpún.