Dice Pedro Sánchez que no le da rubor decir que es un hombre profundamente enamorado de su mujer. Los amantes del Sónar le entienden y suben la apuesta: su enamoramiento jamás les ha causado reparo ni sonrojo en más de treinta años porque saben que amar esta fiesta es estar en el lado divertido (y correcto) de la historia. El festival cerró otro sábado —y otra edición, la 31.ª— que se suma a una larga lista de jornadas sin ningún altercado y con las pilas cargadas de positivismo, con muchos quilómetros realizados y varias agujetas de tanto bote y carcajada. La música electrónica se volvió a fusionar en sus diversas formas y celebró el baile y la personalidad de club en una edición menos oscura que otros años, en la que los graves infernales se alternaron con sonoridades más minimalistas y psicodélicas, queriendo conectar con la esencia individual de cada usuario y con la parte motriz de cada uno de los cuerpos que allí habitaron. Porque el Sónar es un genio tocando la tecla exacta para no dejarte marchar.
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El verano llegó oficialmente a la ciudad y el calor arrasó con moderación desde la primera hora de la tarde en el Sónar de Día, a los pies de Montjuïc, aunque con una ventisca agradable que volvió a hacer más plausible la combinación de movimientos danzarines y que derivó en frío a primera hora de la mañana siguiente. La colombiana DJ Gatasanta inauguró el último día del Sónar 2024 en el escenario principal (SónarVillage) con una sesión de electro psicodélico y punky, antes que Mainline Magic Orchestra desatara su particular locura en el mismo escenario. El colectivo catalán es uno de los nombres que más resuena entre el moderneo de Barcelona, apostando su show a una curiosa estética de disfraces estrambóticos que complementaron con un house tremendamente bailable y divertido. Tommy Cash hizo lo propio a media tarde, con una propuesta corta pero intensa (solo duró 55 minutos) que rebeló la capacidad provocadora del estonio, rapero difícil de definir que combina todo tipo de ritmos con un resultado final imprevisiblemente adictivo. Y Kittin ofreció una gran fiesta resultado de una más que sobrada veteranía.
Fue así como el espacio diurno volvió a confirmarse como un recinto seguro en el que todo el mundo tiene cabida, independientemente de su físico, su edad o sus gustos. Y no es por postureo, es porque al Sónar se va a completar la tríada de escuchar, gozar y volar, sin pensar en nada más. No en vano es el último reducto en el que los empujones derivan en sonrisas de complicidad y disculpas sinceras, en el que la hostilidad del día a día queda empantanada por una empatía de pertenencia que solo podrán entender los que la han vivido. Algunos outfits pensadísimos daban paso a la apuesta por la comodidad de las camisetas básicas, los grupos de amigos y amigas se congregaron en círculos como en un ritual jocoso y dicharachero, e incluso se vio a padres y madres asistir a alguna sesión con sus hijos adolescentes, adoctrinándolos en su solemnidad. Y no hay mayor prueba de amor y fidelidad que llevar a un hijo al Sónar, pero el gesto también sirve para callar las bocas de quienes asocian el festival solo al despiporre inconsciente y las sustancias psicoactivas, reduciendo el enorme impacto cultural y próspero que evidentemente tiene en su ADN.
Se hizo de noche y la fiesta siguió en Fira Gran Via, con un paseo de gente mucho más masivo que el día anterior. Los caminantes se congregaron en manada ya a primera hora para escuchar el techno berlinés de Paul Kalkbrenner, uno de los nombres propios con más arraigo en el universo electrónico mundial, y no cabía ni una aguja. El alemán decantó la balanza de un line up que el vox populi vaticinaba como más desconocido y su capacidad de atracción gobernó la pista durante una hora y media de éxtasis que aceleró el tiempo. La sesión de Charlotte de Witte ratificó el techno duro de la belga y fue uno de las más vistas de la noche, dejando las salidas taponadas a su cierre. O Floating Points, que hizo temblar las paredes del recinto más lejano. Pese a las mejoras prometidas, se echaron en falta algunas zonas más de descanso o más asientos repartidos por la Fira y el déficit se suplantó con sentadas populares en el suelo, entorpeciendo la movilidad. Por ponerle un fallo a las jornadas.
El sol dio la vuelta entera y volvió a salir por el este, sus primeros rayos colapsando con las paredes grises del recinto ferial de l’Hospitalet y reflejándose en las miles de gafas de sol que aguantaron hasta el último aliento. El sistema solar del Sónar volvió a girar y revalidó otra edición para la posteridad, con la electrónica analógica de Kerri Chandler —una pasada verlo en directo pinchando directamente con casetes— o Héctor Oaks b2b Partiboi69 como últimos eslabones en pie. Aunque, en realidad, casi que dan igual los cabezas de cartel o las ideas locas que se les ocurran a Enric Palau, Ricard Robles y Sergi Caballero —los artífices del festival desde 1994—, que el público siempre sale satisfecho. En esta ocasión, 120.000 personas —154.000 si se suman las actividades del OFFSónar— han confiado en su criterio, las mismas cifras que el año pasado y un número que queda lejos de otros modelos mastodónticos que amplían su ambición a cualquier precio. Ya fuera del recinto, con la música cortada a las 7 h con puntualidad nórdica, se seguían viendo ojos cerrados, brincos y manos alzadas siguiendo el ritmo marcado de una melodía invisible, como si tanto estudio de las músicas avanzadas hubiera conseguido implantar un pequeño altavoz en el diafragma de cada uno. Y la Fira fue cerrando los ojos hasta el año que viene: despiértame cuando acabe el Sónar, porque estará a punto de volver a empezar.