Los huesos de Federico García Lorca siguen pudriéndose en una cuneta, enraizándose en la tierra mojada, ahí donde los confines están más cerquita del mar. Las flores se amontonan en ese trozo de camino inexacto que un 18 de agosto de 1936 fue testimonio del fusilamiento. Nadie sabe a qué hora exacta salieron del cañón los “dos tiros en el culo por maricón” que le mataron. Lo que sí sabemos es que 86 años después, un hombre sale a escena y logra una contradicción extraña: que se olvide la muerte del poeta mientras su vacío se sufre más que nunca. Lo que hace Juan Diego Botto en Una noche sin luna es cavar un socavón con uñas y dientes entre Víznar y Alfacar hasta encontrar el cuerpo del poeta y rescatarlo, renarrarlo, poseerlo, revivirlo. El resultado son ciento veinte minutos de ectoplasma y de frotarse fuerte los ojos contra una incredulidad que se evapora en un nanosegundo en el metaverso para convertirse en una certeza eterna: ya será para siempre imposible mirar a Juan Diego sin pensar en los ojos de Federico.

Ya van dos años desde que el actor, dirigido por Sergio Peris-Mencheta, sacude la ignorancia de los adormilados y señala la vileza de unas instituciones empeñadas en tirarle un tupido velo al pasado. Es la suerte de un proyecto que no caduca. Es la desgracia de una historia que no mejora. La radiografía de la España que fue y es. Es una obra de teatro que hipnotiza porque, sobretodo al principio, no se sabe si es realidad o ficción. No se sabe si el que habla es Botto o es Lorca. Este hilo rojo que une a ambos hombres se refuerza con cada frase pronunciada desde un escenario que solo le acoge a él, pero también a varios personajes, todos reencarnados por Juan Diego, sin los que no pueden explicarse la vida y la muerte de Federico —los campesinos cortos de miras del pueblo; el espécimen muy de derechas con el que discute a voz alzada, deteniendo la función; los agentes de la Guardia Civil que le censuran su trabajo en La Barraca; o incluso Rafael Rodríguez Rapún, su gran amor— y que van apareciendo de repente y con un solo cambio de voz, sin grandes florituras, casi como por arte de magia. Uno tras otro, esa misma sucesión de relatos fugaces y escasos versos van hilando la identidad de Federico y hacen que te enamores de él al instante, que no puedas soportar verle morir.

Juan Diego Botto y Sergio Peris-Mencheta hilan una obra de teatro sin fisuras. / Marcos Gunto

Uno de los mayores aciertos de la obra es que Botto saca el lado más dicharachero de un Lorca humano y simpático, disperso y alejado del academismo, que duda de sí mismo y acaricia la calle para convivir entre el gentío. Es un tío normal. La grandilocuencia de la obra reside precisamente en la similitud, en ese casi calco simétrico de dos personas que, menos porque habitan cuerpos distintos, parecen casi idénticas. La conciencia política. El compromiso con la clase trabajadora. La lucha por los derechos de los colectivos oprimidos. Casi es como si el escritor del Romancero Gitano fuera asesinado para que Juan Diego pudiera interpretarlo algún día. Todo parece una serie de catastróficas desdichas que culminan en un espectáculo bárbaro que tiene un epitafio rompedor: que si no recordamos, estamos muertos. La importancia de rescatar la memoria colectiva de las fosas y reivindicar a las víctimas del franquismo es la gran moraleja de esta gran noche sin luna. El actor argentino homenajea a Federico García Lorca con tremendo valor y valentía, pero también con humanidad y desmitificación, porque su máximo deseo no es que el público le llore, si no que recuerde activamente a todos los olvidados del fascismo que Federico simboliza y les haga justicia.

No es una obra politicosocial, ni literaria, tampoco un relato vivencial, ni un biopic al uso, ni un monólogo dramático o una tragicomedia, pero es todas ellas

Asusta, claro, el terrorífico paralelismo que se crea, conscientemente, entre la censura de los años 30 y una actualidad minada de titiriteros condenados, con raperos en la cárcel y la libertad de expresión arrastrándose moribunda por entre los patios de butacas. Sobre todo, con centenares de miles de cuerpos que no pueden descansar tranquilos. Con familias rotas. No hay palabras exactas para explicar cómo de perdurable es lo que cuentan Juan Diego Botto y compañía en el TNC, ya con todas las entradas agotadas. No es una obra politicosocial, ni literaria, tampoco un relato vivencial, ni un biopic al uso, ni un monólogo dramático o una tragicomedia, pero es todas ellas. Tampoco las hay para explicar el animal escénico que es Juan Diego ni lo brutalmente bien que lo hace. Es imposible definir la grandiosidad de su obra sin quedarse corta, porque no tiene ni una mísera fisura en su existencia, excepto porque ojalá nunca hubiera hecho falta hacerla.