"Es un caramelito que flipas", exclama cuando, ya de entrada, le preguntamos a Enric Auquer si Antoni Benaiges es uno de aquellos personajes bien golosos para un actor. "Es un caramelito, sí, pero lo he ido descubriendo sobre la marcha. Es alguien con quien resulta fácil empatizar, casi no tiene ninguna grieta; en algún momento se habló de añadirle alguna sombra, pero no tenía mucho sentido, porque estábamos restaurando la memòria de una persona asesinada". Démosle contexto al asunto: republicano y ateo, Antoni Benaiges había nacido en Mont-Roig del Camp (Tarragona) y el año 1934, después de superar unas oposiciones, aterrizó en el pequeño pueblo de Bañuelos de Bureba (Burgos) como responsable de la escuela. Seguidor del freinetismo —una particular metodología con unos postulados pedagógicos que apostaban por la libertad de expresión, el debate de ideas, el antiautoritarismo y los trabajos cooperativos—, Antoni y su entusiasmo contagioso fueron conquistando poco a poco a la quincena de niños que tenía como alumnos. Un papel que ha llevado a Auquer a estar nominado como mejor actor protagonista masculino en los Premios Gaudí de este año.
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Inicialmente desconcertados, después animados, los críos asistían a sus clases con las orejas abiertas, aprendiendo a pensar por sí mismos, y volcando reflexiones, sueños y aprendizajes en una serie de cuadernos que editaban en el aula, con una pequeña imprenta que el profesor utilizaba como gancho educativo. Durante dos años, Benaiges hizo un camino que no gustaba ni a la iglesia católica ni a los caciques de la zona —qué escándalo enseñar a los niños a pensar cuándo es mucho mejor que aprendan a ser sumisos—. Y, un día de julio de 1936, el fascismo franquista cortó las alas de aquel idealista soñador que no pudo cumplir la promesa que hizo a sus alumnos: llevarles a su tierra, en Catalunya, para que vieran aquello que nunca habían visto: el mar. Los restos de Benaiges, por cierto, todavía no se han encontrado.
Ganador de Goya, Feroz y Gaudí por Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2020) y de dos premios Feroz más por la serie Vida perfecta (Leticia Dolera, 2020-2022), el actor Enric Auquer (Rupià, 1988) es el encargado de dar cuerpo, alma, luz y mirada bien abierta a Antoni Benaiges en El maestro que prometió el mar, el precioso filme de Patricia Font que llega el viernes a los cines. "He querido mucho a este personaje, lo he trabajado mucho, y me he cogido alguna licencia, como marcar tanto el acento catalán cuando habla en castellano. Quería jugarlo, apretar todo lo que me dejaran; para mí era importante y no fue fácil convencer a todo el mundo que me lo dejaran hacer. Pero es que mirabas a gente de la época como Josep Pla o Salvador Espriu, gente leída e intelectual, y tenían mucho acento catalán hablando en castellano. Hablando de su identidad, un día Espriu dijo una cosa muy buena: «podría esforzarme en tener un acento menos abrupto para ustedes, pero después tendría que intentar hacer las eles menos parietales y poner la boca cono forma de culo de gallina». Es buenísimo", nos explica Auquer entre risas.
Dices que Benaiges es un caramelito de personaje. Es inevitable pensar en el Fernán-Gómez de La lengua de las mariposas, pero también en Robin Williams de El Club de los Poetas Muertos...
Al final las pelis sobre profesores son un subgénero que yo creo que funciona muy bien. Y se parecen bastante, depende mucho de si el guion es más o menos bueno, y del carácter que le da al actor que lo interpreta. Obviamente hay una voluntad de que el público lo acabe queriendo, y yo creo que lo conseguimos, viendo el recibimiento tan bonito del público que ya la ha visto. Está claro que en este caso estamos hablando de las víctimas del franquismo y como todavía hay bandos, y parece que los asesinatos son muertos de un lado y no del otro, y todas estas mierdas... Me gustaría que cualquier persona empatizara con lo que es una injusticia evidente, y que se entendiera que la reparación de todas estas tragedias pasa por que todo el mundo sienta a las víctimas como propias.
Pasan los años y la polarización se mantiene...
Está claro que las películas no cambian el paradigma. También hay este estigma de la derecha mediática española en contra del cine español que se considera progresista. Desde la gala aquella de los Goya del No a la Guerra. Entonces se dice aquello de que hacemos otra película sobre la Guerra Civil, al final se sienten huérfanos porque no encuentran su relato en el cine. Y sí, hacemos otra película sobre la Guerra Civil porque seguimos sin una restauración de las víctimas. Aquella frase de Marina Garcés: "¿Cómo se transmite un olvido?" Pues no se transmite, mientras no haya un discurso unitario y mientras un estado en su conjunto no se haga cargo del relato de sanación y reparación. En este caso, ha tenido que ser Paco Escribano quien, con el libro que escribió, protegiera la historia de Benaiges.
Ya que vivimos en Barcelona y pagamos unos impuestos que flipas, estaría bien que nuestros hijos vayan a las escuelas públicas en condiciones
Antoni Benaiges utilizaba un método pedagógico muy diferente al mayoritario. Entonces era revolucionario, pero no sé si ahora, nueve décadas más tarde, sigue siéndolo.
Sí, seguramente en muchos centros no se aceptaría su manera de hacer. Probablemente, si se intentara imponer en el sistema educativo se encontraría con una enorme oposición. Yo llevo a mi hija a una escuela pública que trabaja en proyectos, pero que también presta mucha atención a valores muy parecidos a los que podía tener Benaiges: la fraternidad, la igualdad, la libertad, la resolución de conflictos en colaboración, la conversación, la escucha de los otros. Cosas que para mí son muy buenas. Después también es verdad que la educación pública tiene unas ratios descomunales; mi hija estudia en barracones, cada año hay un piso más, pero no construyen el edificio que tenían que construir. Hay mucha precariedad, con unos patios desoladores que parecen unos arenales, sin ningún árbol... Al final te puedes educar en cualquier sitio mientras haya amor y un buen maestro, pero ya que vivimos en Barcelona y que pagamos unos impuestos que flipas, estaría bien que nuestros hijos vayan a las escuelas públicas en condiciones.
Desde fuera, da la impresión que El maestro que prometió el mar es de estos trabajos que son un punto de inflexión. ¿Lo has pensado?
Sí, lo he pensado. Yo estoy muy orgulloso de este personaje. Mira, el otro día estrenamos en el Festival de Valladolid, y es verdad que allí les toca mucho el tema, porque tienen cerca la Pedraja [fue durante las tareas de exhumación de una enorme fosa común en aquella zona de Burgos donde apareció por primera vez el nombre de Benaiges, de boca de uno de sus antiguos alumnos], y me di cuenta de cuando haces cosas que tienen un sentido, que no solo distraen sino que emocionan a la gente. Cuando se te acerca alguien que te explica que hace nada han identificado los restos de su bisabuela en una fosa, o cuando el presidente del Asociación Escuela Benaiges te da las gracias... Ves que eso es realmente importante. Y este es el verdadero sentido de mi trabajo. Si esto no me pasara nunca, quizás a la larga lo dejaría.
¿Crees que estás equilibrando bien tu carrera?
Sí, como mínimo creo que lo intento. Y tampoco depende siempre de mí, eh, hay muchos elementos que influyen en los trabajos que hago. La conciliación familiar, el hecho de que en Barcelona se ruede, pero tampoco se ruedan tantas películas, y a veces te tienes que marchar fuera de casa unos meses... Tienes que valorar cuánto tiempo trabajas, cuánto te pagan, cuánto dinero tienes ahorrado, como están tus hijos en aquel momento, qué necesidades hay en casa, como estás tú con tu pareja, si mi relación se podría permitir que ahora me fuera cinco meses a hacer una serie por Europa, por ejemplo. Hay muchas variables. Yo llevo dos años, desde que nació mi hijo, que prácticamente no acepto proyectos que se ruedan fuera de casa, y que quizás me gustaban más que otros que sí he acabado haciendo. Es decir que la prioridad tampoco es siempre mi carrera...
¡Eso está muy bien!
Sí, pero también soy un privilegiado. Tengo muchos amigos que no pueden escoger. Yo estoy en un punto de mi carrera que podría estar forrándome como un loco o que puedo intentar ir haciendo, que es lo que hago. Cada año hago algún cortometraje, o teatro, aunque ahora cuesta mucho hacer teatro...
Volveréis, sin embargo, con Los juegos feroces (El día del Watusi, vol. 1), ¿cierto?
Sí, sí, pronto. Intento hacer de todo, porque también te tienes que equilibrar. Hay lugares donde te sientes cuidado, donde te sientes realizado, y otros donde vas a ganar dinero y a vivir una experiencia diferente. Y a aprender, porque en todas partes se aprende. Después, de repente, echas mucho de menos el teatro y te das cuenta del sentido de hacerlo, y de recuperar aquella esencia que, si no, se va perdiendo. Me gusta ir tocándolo todo.
Hacer cine comercial también te permite hacer teatro después, claro está...
Sí, aunque yo, a veces, entro en conflicto. Depende de qué proyectos, de qué cosas formo parte, donde meto mi energía y mi cuerpo... Al final soy muy pesado [ríe].
Ahora tengo un privilegio, que también hace más fácil conseguir un papel, y que no deja de ser una muestra más de la lucha de clases
Contigo se genera una especie de unanimidad de que lo haces siempre muy bien. Supongo que te ha llegado, y no sé cómo se gestiona el halago, si te sientes más subidito...
Sí, sí, sin duda. Es imposible que no te pase, y eso se tiene que gestionar. No creo que el halago debilite, si eres capaz de llevarlo bien te da fuerza, la vida es más sencilla. Piensa que yo voy a Madrid, me invitan a una fiesta, en un lugar donde no conozco a nadie, y de alguna manera todo el mundo te quiere conocer, y te sientes aceptado, y eso te da una cierta tranquilidad. Tampoco es que yo vaya por la calle y me paren, eso no me ha pasado casi nunca, no tengo redes sociales ni tampoco he jugado a esta cosa de la publicidad, de salir en grandes programas y todo eso. Pero sí recuerdo al principio de querer dedicarme a eso que vas sufriendo todo el rato, que te marchas a Madrid a hacer un casting, que tú te pagas el AVE, que llegas temblando, entras en una sala llena de gente, haces la prueba en diez minutos y mal, y ciao. Ahora, si voy a hacer un casting en Madrid, me pasan todo el guion, me dan dos horas por hacer la prueba tranquilamente, y piensas que ya podrían hacerlo así con todo el mundo. Ahora tengo un privilegio, que también hace más fácil conseguir un papel, y que no deja de ser una muestra más de la lucha de clases. Y que me lo he ganado pero solo hasta un cierto punto...
Y que al final es el resultado de la apuesta de un director en un momento determinado.
Sí, pasó que yo estaba haciendo In Memoriam, una obra dirigida por Lluís Pasqual, y fuimos a representarla al Teatro María Guerrero de Madrid, y vino la directora de casting, Arantza Vélez. Me esperó a la salida y me dijo que quería hacerme una prueba. Y me trató muy bien desde el principio. Lo vio muy claro.
Estamos hablando de Quien a hierro mata...
Sí, sí, y de hecho Arantza también me hizo el casting para la serie de Leticia (Dolera). El mismo año. Tanto la peli como Vida perfecta me pusieron en el mapa, y gané todos los premios.
Eso, como los halagos, también se tiene que gestionar.
Absolutamente. Creo que yo gestioné peor eso de los premios. Yo vivía aquí en Barcelona, y de repente te ves haciendo entrevistas en todas partes y no sabes qué decir. Estaba un poco asustado porque no lo había hecho nunca en la vida. Y me costó un poco de entenderlo, porque aparte yo tampoco soy mucho del mamoneo, los estrenos, las fiestas... Ahora todo esto ya lo entiendo.
Ahora estrenas El maestro que prometió el mar, pero en diciembre llegará a los cines Quest. Pero tienes unas cuantas cosas más pendientes de llegarnos: la serie Mando de hierro para Netflix, o una película que se llama Mamífera...
Sí, he trabajado mucho este año [ríe]. La serie es muy guay, también hago un secundario en Això no és Suècia, la serie de Aina Clotet. Y Mamífera es un peliculón que ha dirigido Liliana Torres y protagoniza Maria Rodríguez Soto. Es una peli que pone la lupa en la mirada de una mujer que está convencida de que no quiere ser madre. Mi personaje la acompaña en este viaje, y es un hombre ultradeconstruït, mucho más que yo [ríe].
Estás trabajando con muchas mujeres directrices. Patricia Font ahora, pero también Antonina Obrador, Leticia Dolera, Liliana Torres... ¿Notas una mirada diferente?
Yo sí la noto, y me siento muy cómodo y muy agradecido. Y aprendiendo mucho sobretodo, haciendo una revisión de esta masculinidad eterna que todos los hombres responsables tenemos ganas de hacer. Los que hemos tenido padres potentes —el mío lo es, a un nivel creativo, artístico, es una bestia—; los que estamos acostumbrados a estas masculinidades fuertes, de repente ver que tu jefe, tu director, es una mujer, que habla flojo y que llega a consensos, y que tiene otras mujeres con ella dirigiendo equipos. De repente te encuentras en un rodaje donde las personas que toman todas las decisiones son mujeres, y es verdad que también puedes encontrarte con mujeres que no son sanas, pero a mí no me ha pasado, y estás allí trabajando y piensas... ¡qué gusto!