Un lector que se sintió interpelado por el artículo del martes sobre el abuso que los columnistas eruditos hacen de las referencias culturales para evitar ponerse en problemas, me escribe solemnemente: "Me he pasado la vida domesticándome para dejar de ser un hombre de acción, que es lo que yo era de joven, y convertirme en una persona culta. La pega es que cuando lo he conseguido, resulta que ya no hace falta, que está mal visto."
Esta oposición entre la acción y el pensamiento no la veo nada clara. Montaigne tiene escrito que dedicarse a cultivar ideas que no se puedan aplicar en la intimidad es como dedicarse a fabricar sillas que tengan forma de punzón. En El arte de la guerra, Clausewitz también explica que los países sólo llegan a brillar cuando consiguen hacer convivir los grandes generales y aventureros con los grandes poetas y pensadores. El Renacimiento no separaba al hombre culto del hombre de acción, sino más bien todo al contrario.
Una señal de la decadencia española es que los discursos y los valores que articulan la política han estado tan superados por los hechos que la cultura se ha convertido en un alucinógeno cada vez más tóxico y adictivo. Como le pasó al imperio austro-húngaro en primeros del siglo XX, las cosas que se dicen no nos dejan ver claramente las cosas que nos pasan y sobre todo las cosas que nos hacen daño. Cuando la cultura de un país vive en un siglo diferente que las personas que lo habitan el colapso está cantado, porque todo se acaba haciendo –y justificando- por las razones equivocadas.
Yo diría que mi lector se refugió en la cultura no para domesticar la cabra que todos llevamos dentro, sino porque, cuando era joven, creyó que la libertad de Catalunya era una utopía. Puede parecer un motivo pueril, pero es un fenómeno típico del último medio siglo en todo Occidente. En Youtube corre un documental de la BBC, titulado Hypernormalisation, que explica cómo la Guerra Fría desvinculó a los artistas de la política, y como esta deserción, provocada por el pesimismo y por la impotencia, dejó huérfanos tanto a la sociedad como a sus instituciones.
La cultura sólo sirve de refugio cuando toca vivir bajo una tiranía o cuando hay que hacer penitencia, como la que hizo Europa después de la Segunda Guerra Mundial o la que tuvieron que hacer Néstor Luján y Josep Pla, que era el primero en reirse de las empanadas que los libros pueden provocar cuando falla la experiencia. Una cultura saludable no se construye sobre el miedo, sino sobre la expresión natural y genuina del conocimiento y sobre la dialéctica ensayo-error. Una cultura es potente cuando es el testigo de la evolución de las personas, no su máscara, ni siquiera su motor.
El independentismo ha desbaratado el sistema político español precisamente porque, a diferencia de otras veces, ha sabido remover las bases culturales que aseguraron la unidad del Estado, después de Franco y de 300 años de represión. Durante el franquismo los catalanes fueron educados para creer que la independencia era imposible de conseguir sin violencia, mientras que los españoles fueron educados para sacar rendimiento directo de esta violencia o bien, más tarde, de forma indirecta, a través de su recuerdo.
En la Transición esta idea se barnizó con la comedia de un supuesto pacto entre Madrid y Barcelona, que tuvo como símbolo la política del peix al cove de Pujol. Por eso juristas como Francesc de Carreras y políticos como Iñigo Errejón no pueden concebir que Catalunya no necesite el permiso de España para celebrar un Referéndum de Autodeterminación. Por eso mi lector contrapone el pensamiento con la acción. Y por eso tantos políticos y escritores todavía tienen más miedo de perder la posición social que han ganado repitiendo mantras de loro estraperlista, que de traicionar su corazón.
Las urnas de Arenys de Munt, y la campaña para la autodeterminación que vino después, han puesto de manifiesto que cuando los españoles nos acusan de politizar la cultura o el fútbol, o cualquier cosa que hagamos con mística y convicción, en realidad sólo nos acusan de ser otra nación. Los resultados de las encuestas sobre el referéndum que El Periódico publicó el otro día sólo pueden sorprender a los que en su día dejaron de pensar para acomodarse a un sistema cultural que ya no se sostiene, sencillamente porque la violencia que lo había mantenido ya no se puede llevar a la práctica.
Hasta que Catalunya no celebre el Referéndum y aplique el resultado, la cultura en España tendrá un aire subversivo o de moneda antigua o falsa. Por más jóvenes o eruditos que la manoseen.