“Que la conversación se centre demasiado en la pedofilia no es lo que más me gusta, y no creo que deba de ser así”, advierte de entrada Carlos Vermut (Madrid, 1980), probablemente escarmentado de que algunos titulares sobre su último largometraje se centraran en ese llamativo aspecto, clave y difícilmente obviable, en la trama de Mantícora. “La cuestión es cómo se aplica”, abunda el cineasta, “para que no se dé a entender que la película habla principalmente sobre eso. Una cosa es que sea el tema que activa la historia, que haga que se conozcan los personajes, y otra que se profundice en ello. Creo que Mantíncora habla más sobre la virtualidad, sobre nuestra relación con lo que no es real, que sobre la pedofilia en concreto”.
Resulta especialmente complicado hablar sobre esta película sin desvelar algunos aspectos que participan de la construcción de una atmósfera y de un relato que envuelve al espectador en un clima tan hipnótico como malsano, tan incómodo y perturbador como inteligente, y que le pone entre la espada y la pared, obligándole, obligándonos, a sumergirnos en los rincones más oscuros del alma humana, a pensar en algo tan real como abyecto.
Tomando la imagen de la mantícora, criatura mitológica devoradora de personas con cabeza de león, cuernos y cola de dragón o de escorpión, la película nos presenta a un monstruo real, camuflado entre otros seres humanos con apariencia similar a la suya. Pero con un demonio interior gigantesco y repugnante. Julián, el protagonista de Mantícora, es un joven solitario y no demasiado sociable, que trabaja diseñando videojuegos, creando con todo lujo de detalle a bestias asesinas de un mundo virtual. Y que vive atormentado por un sucio y tremendo secreto, su pedofilia, y por su pelea diaria por mantener sus instintos bajo control y no cruzar la línea que convierta la fantasía, el deseo, en realidad.
Poner al espectador en una tesitura moral complicada. Eso me atrae mucho
Es valiente el tránsito del cineasta por caminos tan delicados, con una intención clara de conseguir algo que le interesa muchísimo: “Poner al espectador en una tesitura moral complicada. Eso me atrae mucho”, razona. En el film resulta también clave la aparición de una chica en la vida de Julián, que abre aún más el conflicto emocional de los personajes pero también todos esos dilemas morales que asaltan la conciencia del espectador, algo que el director disfruta y que, de algún modo, ya había hecho con otras de sus películas (Magical Girl, Quién te cantará). Nacho Sánchez (el protagonista de la serie Doctor Portuondo) y Zoe Stein (Merlí: Sapere Aude) dan vida a la pareja protagonista, y ponen toda la carne en el asador en sendos trabajos intensísimos, de los que marcan una carrera, y que les ha valido sendas nominaciones a los Goya. Lo mismo le ha ocurrido a Vermut como director y como guionista, aunque paradójicamente no opte al Goya a Mejor Película.
Volviendo a las temáticas y al modo de afrontarlas de Mantícora, es muy relevante comentar cómo Carlos Vermut decide poner el foco en la virtualidad, en el avatarismo, esa representación cada vez más perfeccionada que nos permite vivir otras vidas con solo ponernos unas gafas de realidad virtual. “Creo que ahí hay un debate muy interesante a muchos niveles”, afirma.
Uno de esos debates viene de lejos, y tiene que ver con si los videojuegos, el cine o los juegos de rol pueden influir en comportamientos violentos de los espectadores o jugadores... ¿Pensabas en ello al escribir el guion de Mantícora?
Totalmente. Pero no tengo la respuesta. Yo no sé si son más violentas las sociedades con más acceso a contenidos violentos, en cuanto a la materialización de esos actos. O si hay más violencia aunque esté reprimida, como podría ser el caso de Japón, con mucha gente aislada jugando a juegos ultraviolentos, pero que después no tiene índices de violencia altos. En Estados Unidos, sin embargo, sí hay muchos tiroteos provocados por chavales que tienen una relación con la violencia a través de los videojuegos, eso tampoco se puede negar. Entonces, creo que ahí hay un debate interesante. Pero también en cómo nos vamos a relacionar con el hiperrealismo de la realidad virtual, de los gráficos, en cómo se impregnan en nuestros cerebros imágenes de esas características. Porque ya no es lo mismo disparar un píxel con la Nintendo que matar a alguien en videojuegos tan hiperrealistas como los que hay ahora.
En la película, Julián encuentra en ese hiperrealismo una posible salida a su pulsión...
Nos hacemos preguntas, sí. ¿Puede ser la realidad virtual un paliativo para una persona que tiene una enfermedad como esta? ¿O puede ocurrir que, en lugar de un paliativo, la realidad virtual pueda ser motivadora, pueda hacer aumentar el número de gente que se acerque a este tipo de contenido?
Estamos ante un personaje que tiene que controlar constantemente a su demonio interior.
Claro, es que si habláramos de un pederasta, que es un tipo que sí consuma sus pulsiones, el debate sería mucho más fácil. Pero cuando hablamos de deseos, de fantasías... Aquí el tema de los videojuegos es importante. Si tú juegas al DogWar, que es un juego de guerra en el que estás descuartizando a unos monstruos, o si juegas al Mortal Kombat, que a mí me encanta, y estás atravesando a alguien, partiéndole la columna vertebral y sacándole el cráneo... ¡Estás disfrutando de ese gesto violento! Pero hay algo tan superexplícito en esos juegos que no nos lo cuestionamos, porque pertenece al mundo de lo fantástico. Lo otro sí nos genera muchísimo desagrado, y a mí el primero, por eso la película no ahonda en ese tema. Por eso es importante dejar claro que la película no va de pedofilia. Lo que me interesaban son las dudas morales que nos surgen a los que rodeamos al personaje, más que lo que el personaje piense. Hace poco hablaba sobre la diferencia que hay en hacer una película sobre la pedofilia, o con un personaje pedófilo, respecto a hacer películas pedófilas. Que también las hay. Léon El profesional es una película pedófila, por ejemplo. Te está dando un codazo y diciéndote: “Sí, ¿no?, ¿sí o qué?”.
Lo que me interesaban son las dudas morales que nos surgen a los que rodeamos al personaje, más que lo que el personaje piense
Cuanto mayor es el monstruo que mantienes oculto, ¿más cuesta sostener la máscara que llevas de cara al exterior?
Pues fíjate que creo que es más bien al revés: cuanto más abominable es el secreto, más difícil es que la gente lo vea. Quizás es más difícil de ocultar que eres alguien agresivo, por ejemplo. La pedofilia es algo tan monstruoso que creo que nos costaría mucho creer que alguien que conocemos pueda serlo, que pueda sentir ese tipo de atracción. Otro caso extremo sería la psicopatía, que es un rasgo mucho más común de lo que pensamos, otra cosa es que esa psicopatía te pueda llevar a ser un asesino en serie.
En ese sentido, hemos convertido a asesinos, a traficantes, a psicópatas, en iconos de la cultura popular.
Sí, sí, eso es. Hablamos de gente que ha matado, hay personas, padres y madres, que han sufrido la violencia de Pablo Escobar, por ejemplo. Y en la serie Narcos se le estiliza de alguna manera. Estamos acostumbrados a fetichizar asesinos. Hay gente que se disfraza de Jeffrey Dahmer, y se hacen rutas turísticas a los lugares en los que asesinó, ahora que la serie de Netflix lo ha puesto de moda. También me parece interesante esa reflexión: cómo nos relacionamos con los personajes abyectos dependiendo de lo que hagan. Y en el caso de Julián, de las cosas que no hacen, simplemente de lo que desean o con lo que fantasean. Como director, me pareció muy interesante hablar de algo que me hacía estar atravesado por esas contradicciones.
Me hace mucha gracia que haya una parte del film que, descontextualizada, podría funcionar como una comedia romántica. ¿Había una voluntad juguetona en ese sentido?
Sí, sí, también es verdad que no puedo evitar, y que suelo hacer sin pensar, la mezcla de géneros, de tonos. Todo eso me atrae muchísimo, sí.
Háblanos de la elección de Nacho Sánchez y de Zoe Stein. ¿Qué buscabas en ellos?
Por un lado, a nivel físico encajaban mucho con los personajes que habíamos pensado, y tuvimos la suerte de que eran muy buenos intérpretes, y que tenían mucha sensibilidad. Nacho es una persona muy sensible pero también muy racional, le gusta entender a los personajes, le gusta analizarlos. Y Zoe es alguien mucho más visceral e intuitiva. Y el trabajo con ellos fue el de adaptarme y encontrar un punto en el que pudiéramos estar a gusto para que acabaran siendo los personajes que yo me había imaginado. Y dejarles un espacio para que insuflasen vida a lo que yo había escrito.
Siempre he tenido libertad, y la suerte de trabajar con productores que han apostado por mi mirada
Has obtenido varias nominaciones a los Goya, algo que ya conseguiste con Magical Girl y con Quién te cantará. De algú modo la industria te ha adoptado, pero mantienes intacto tu universo. ¿Ha costado seguir siendo tú mismo?
Si tengo que serte sincero, no, no ha costado. Siempre he tenido libertad, y la suerte de trabajar con productores que han apostado por mi mirada, por lo que yo quería contar. No siento que haya tenido que hacer ningún tipo de sacrificio. Y si he hecho alguna concesión en algún momento ha sido más por convicción propia que por una imposición de nadie, ni de los productores ni de la industria. Siempre he hecho lo que he querido hacer en cada momento.
En la película hay un personaje catalán y ocurre algo no tan frecuente, que es oír hablar en catalán con normalidad en un contexto español.
Ha sido una decisión muy orgánica, no había ninguna intención, más bien una cuestión de naturalidad. No es la primera vez que uso el catalán en un trabajo mío, ocurría en el corto que hice con los Venga Monjas. Para mí es algo completamente natural. Cuando Tarantino hizo Malditos Bastardos, uno de los ganchos de la película era el juego idiomático. Y en realidad, en Mantícora también hay algo de eso, porque hay un giro de la trama que se dice en catalán. Pero no había una reflexión mayor que esa, el hecho de que es un idioma que la gente habla... y que algunos de mis personajes también.