Madrid, 24 de abril de 1832. Hace 192 años. El rey Fernando VII, sexto Borbón en el trono de Madrid y denominado el "rey felón" (el rey traidor), firmaba un decreto que obligaba a ejecutar a todos los condenados a muerte por la justicia ordinaria (delincuentes comunes) con el método del garrote vil. La horca pasaba a la historia, pero el garrote vil, hasta entonces una misteriosa y siniestra máquina recluida en el interior de las mazmorras, se convertiría en el elemento protagonista de todas las ejecuciones, tanto en las públicas como en las que se seguirían practicando en los patios de las prisiones. Durante casi un siglo y medio (hasta 1978, cuando el actual régimen constitucional abolió la pena de muerte), el garrote vil sería el método exclusivo de ejecución que utilizaría la justicia ordinaria española.

¿De dónde venía el garrote vil?

Fernando VII no inventó el garrote vil. Esa máquina diabólica tenía un origen que se remontaba a la época romana. La investigación historiográfica sitúa su génesis en una práctica denominada laqueus, que consistía en estrangular al condenado con el nudo corredizo de una cuerda. Desaparecido el imperio de la loba capitolina, el método del laqueus cayó en el olvido; pero pasados exactamente mil años, a finales de la edad media (siglo XV), la nuevísima monarquía hispánica lo recuperó, lo sofisticó y lo implantó en las principales prisiones del régimen. La máquina de matar de los Reyes Católicos, reservada a las condenas que se ejecutaban en la discreción de la prisión, ya era el prototipo de lo que sería el garrote vil de Fernando VII.

Ejecución con el método del garrote vil (1892). Los miembros de la organización anarquista La Mano Negra. Jerez / Fuente: Wikimedia Commons

El garrote vil de Fernando VII

El garrote vil, que Fernando VII elevó a la dudosa categoría de máquina exclusiva de ejecución, consistía en un collar de hierro que, por medio de un tornillo, apretaba el cuello del condenado hasta provocarle la muerte por asfixia. Cuando el "rey felón" decretó el uso de este método de ejecución, lo hizo con la pretendida voluntad de "conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital". Pero al principio, "el suplicio en que los reos expían sus delitos" como rezaba el decreto de Fernando VII, no fue menor al que sufrían con el tradicional método de la horca. El manejo de esa máquina requería una destreza que los primeros verdugos no tenían y que causaría un gran sufrimiento a los primeros ejecutados con dicho método.

Los verdugos y el garrote vil

La habilidad que requería el manejo del garrote vil (básicamente, para hacer buena "la humanidad y decencia de la ejecución") impulsó la aparición de un elemento, hasta entonces inexistente, y estimuló la profesionalización de los verdugos. El nuevo elemento que se incorporaría a la macabra máquina sería un tornillo en forma de bola que, mientras el collar se estrechaba, se clavaba en la nuca del condenado hasta destrozarle las vértebras cervicales y acelerarle la muerte por asfixia. Este mecanismo "revolucionario" fue denominado la "variante catalana" (nadie ha podido averiguar el porqué de "catalana"), y se generalizó hasta el punto de que, desde mediados del siglo XIX, todos los garrotes viles consagrados por el régimen de Fernando VII se llamaban, inexplicablemente, "catalanes".

Ejecución con el método del garrote vil (1901). En Filipinas, este método fue importado durante la época colonial española / Fuente: Library of Congress

Las estirpes de verdugos

La profesión de verdugo siempre había estado tan bien pagada como mal considerada. Durante las edades media y moderna (siglos VIII a XVIII), el oficio de verdugo (que tenía la naturaleza de cargo funcionarial) pasaba de padres a hijos o de suegros a yernos. Algunos, incluso, adquirieron cierta celebridad. Louis Sanson, el verdugo que guillotinó al rey Luis XVI de Francia (1793). En la España del XIX, el verdugo más célebre sería Nicomedes Méndez (Haro, La Rioja, 1842 – Barcelona, 1912), que ejecutó a docenas de condenados. Sus contemporáneos lo definían como un hombre discreto y educado en el trato, y riguroso y competente en el trabajo, y destacan que tenía la curiosa afición de la cría de canarios, que compartía con otros verdugos.

Las víctimas del garrote vil

Nicomedes Méndez (a caballo entre los siglos XIX y XX) o Bernardo Sánchez Bascuñana, Vicente López Copete y Antonio López Sierra (durante el siglo XX) rivalizaron en una macabra carrera por acumular en su expediente las ejecuciones más célebres. Méndez, que curiosamente actuaba casi siempre en los territorios de Catalunya, Aragón y el País Valencià, se vanagloriaba de ser el ejecutor de Santiago Salvador (1894) —el anarquista que había colocado la bomba en el Liceu— o de Silvestre Lluís (1897) —falsamente acusado e injustamente condenado por el asesinato de su mujer y sus dos hijos mayores, y que sería la última ejecución pública en Catalunya—. Méndez mantuvo una durísima rivalidad con su coetáneo Gregorio Mayoral Sendino.

Grabado de una ejecución con el método del garrote vil. Barcelona (1872) / Fuente: Biblioteca Antonio Machado. Universidad de Sevilla

La maldición del garrote vil

Méndez proclamó "no soy yo quien mata a ese desgraciado (...) es él mismo quien se mata con el crimen que cometió, él es quien ha buscado su propio fin". Pero su figura quedaría, para siempre, asociada al garrote vil y a la presunta maldición de sus víctimas. La vida de Méndez sería una verdadera tragedia. Su esposa murió tras una larga y penosa enfermedad. Su hija vio cómo su prometido —un joven médico— rompía su relación cuando se enteraba de que era la hija del verdugo, y ella, totalmente desconsolada, se suicidó. Su hijo moriría apuñalado en el transcurso de una pelea de taberna en el Paral·lel de Barcelona. Y él moriría deprimido porque su deterioro físico ya no le permitía ejercer su pasión de matar.