Coma-ruga es, para mí, "El mismo mar de todos los veranos", como la novela de Esther Tusquets. Quizás para algunos de vosotros también. Era uno de los lugares de veraneo por antonomasia de las familias de clase media de Barcelona hacia abajo. Por eso los agostos de mi infancia son el recuerdo de la luz quemada de la playa y los toldos blancos y azules. Hay teóricos que piensan que la literatura autobiográfica es imposible. Que es un gran artificio. Poner en palabras es ordenar y secuenciar. El lenguaje es lineal y la experiencia no. Y, sobre todo, el problema soy yo: el sujeto que recuerda, su mirada, su pensamiento, que está lejos de aquella niña que no quería ir de vacaciones a Coma-ruga porque prefería quedarse en su casa. Así que explicarlo ahora es otorgar un valor y quizás una poética a cosas que no sé como sentía y que, de hecho, quizás ni existen.

El olor de playa

Pero lo probaremos. Y primero es el olor de playa y de recluido que hacía la casa. Las viviendas cercanas al mar (y quizás más las de Coma-ruga) siempre hacen un olor indefinido y único. Se cuela dentro de los armarios, en las sábanas que hacen calor. Y te sigue cuando andas por las aceras de adoquines medio levantadas hasta el cine que era precioso y que ahora está tapiado. En el centro de este recuerdo agridulce hay una obligación infantil que consistía en saber hacer amigos de manera fácil, a la ligera. Sal y juega. Sal y ten algún tipo de conversación con las niñas que viven en la misma calle, que son primas y que tienen cuatro o cinco años más y que enseguida te demostrarán que no los interesas mucho y que juegan contigo un poco como si fueras una mascotilla, un poco como un favor que sutilmente se te hará saber. Cuando volvía a casa las hojas puntiagudas y secas de los pinos se me metían dentro de las sandalias.

Coma-ruga es la imagen de un lugar que vivió la gloria de los 70 y el triunfo de un sistema y que ahora concentra cierta decadencia y cierta belleza

Coma-ruga es la imagen de un lugar que vivió la gloria de los 70 y el triunfo de un sistema y que ahora concentra cierta decadencia y cierta belleza. En el paisaje conviven las pistas de tenis abandonadas, piscinas vacías y un paseo aglomerado con palmeras y tiendas de inflables. Puedes, todavía, visitar lugares míticos que si habéis estado conoceréis y si no (quizás después de leer eso tenéis ganas de pasar un día) os recomiendo: el riuet, que es un manantial de aguas termales y curativas, y el estanque con peces rojos que de pequeña pensaba que era una demostración de lo que habitaba bajo Coma-ruga, como si fuera una ciudad flotante encima de una civilización de carpas rojizas que, lógicamente, existía al lado del mar. Tomáos un helado a la Jijonenca, pasead cuando cae la tarde y no hace el calor sofocante que siempre hace los agostos en Coma-ruga y que dentro de mi recuerdo se mezcla con el melón con jamón que solo comía en Coma-ruga, las Olimpiadas que se miraban en el sofá marrón claro de Coma-ruga donde un día casi perdí el conocimiento porque un pez araña me picó en el pie.

Ahora vuelvo y me parece que me gusta. Como mínimo no tengo que salir a hacer amigas obligatoriamente. Y escribo estas líneas y la casa todavía huele a playa y recluido. Y hay menos hojas puntiagudas en las aceras, no sé por qué. Quizás también me aburriré. Así que, entre el homenaje y el odio, el mismo mar de cada verano.