Isla de los Faisanes (línea fronteriza entre las monarquías hispánica y francesa), 7 de noviembre de 1659. Hace 365 años. Los representantes plenipotenciarios de la monarquía hispánica, Luis Méndez de Haro y Pedro Coloma, y los de la monarquía francesa, Jules Mazzarino y Hugues de Lionne, firmaban un acuerdo de paz, denominado Tratado de los Pirineos, que posteriormente sería rubricado por los reyes Felipe IV de las Españas y Luis XIV de Francia, y que ponía fin a la Guerra hispano-francesa (1635-1659), un conflicto englobado dentro de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y con la derivada de la Guerra de Separación de Catalunya (1640-1652/59). La firma de aquel tratado implicaría la amputación de los condados norcatalanes, que pasaban a dominación francesa. Desde entonces, a diferencia de lo ocurrido con el peñón de Gibraltar (cedido a Inglaterra en el Tratado de Utrecht de 1713), los españoles nunca han reclamado la devolución del Roselló.

Pau dels Pirineus. Museo de Tessé. Le Mans
Paz de los Pirineos / Fuente: Museo de Tessé. Le Mans

Una victoria muy ajustada

Catorce años de guerra (1635-1659) no habían sido suficientes para dirimir un claro vencedor. Pero, en cambio, la evolución y la culminación de las negociaciones de paz, iniciadas dos años antes y a petición de Madrid (1657), confirmaban un hecho irrebatible: la monarquía hispánica, que había ostentado el liderazgo mundial desde 1518, cedía el relevo de esa primacía a la monarquía francesa, que lo mantendría hasta 1814. No obstante, el resultado de aquel conflicto era más ajustado de lo que parecía. Si bien era cierto que la monarquía hispánica había pedido la paz porque ya no tenía recursos económicos para continuar la guerra, también lo era que las ganancias territoriales obtenidas por la monarquía francesa eran mínimas. Por lo tanto, en esas negociaciones, Madrid tenía margen para fijar las compensaciones a pagar.

¿Por qué Madrid ofreció el Roselló?

La investigación historiográfica (Simón i Tarrès, Janè) pone de relieve la formación y la existencia de una arraigada cultura punitiva hispánica contra Catalunya. Esta cultura punitiva tenía su origen en la crisis de 1626, el intento fracasado de Olivares —el ministro plenipotenciario de Felipe IV— de someter a Catalunya a la Unión de Armas (una nueva fiscalidad que rompía el modelo ancestral de pacto entre el país y el poder central). Y había alcanzado su punto culminante durante la crisis de 1640, los primeros pasos para separar a Catalunya del edificio político hispánico. Esta cultura punitiva —que se vuelve, también, vengativa— no desaparecería, y cuando se inician las conversaciones de paz (1657), los negociadores hispánicos tienen muy claro que la amputación del Roselló supone enajenar uno de los principales motores económicos y una de las principales reservas demográficas de Catalunya.

Mapa pontificio de los condados del Rosellón y de la Cerdanya (1690). Fuente Cartoteca de Catalunya
Mapa pontificio de los condados del Roselló y de la Cerdanya (1690) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

¿Por qué París aceptó el Roselló?

El verdadero objetivo de los franceses no era el Roselló. Ni empujar la frontera desde las Corberas hasta las crestas de los Pirineos. El verdadero interés de Luis XIV eran los Países Bajos hispánicos (la actual Bélgica), un territorio más rico y más estratégico que los condados norcatalanes. Pero la ajustada victoria en los campos de batalla no les permitía encarar esa negociación con grandes expectativas, y, finalmente, aceptaron los condados norcatalanes como una especie de inversión futura: una balconada territorial sobre la península ibérica que les podía permitir una invasión rápida de Catalunya. En 1659, se fijó el nuevo límite sobre la cresta del Pirineo (collado de Ovança, entre el Roselló y la Cerdanya). Y en 1660, Mazzarino lograba reabrir el tratado y añadir la cabecera del Segre (Alta Cerdanya) a la cara sur de los Pirineos.

La pervivencia de la cultura punitiva y vengativa

La reapertura del Tratado (1660) es una prueba más de la existencia de aquella cultura punitiva y vengativa contra Catalunya. Incluso después de la derrota y ocupación hispánica del Principat (1652). En ese segundo acuerdo, denominado Tratado de Llívia (1660), la legación francesa logró desplazar la frontera desde Montlluís hasta las puertas de Puigcerdà. El argumento francés de la pretendida línea divisoria natural sobre las crestas del Pirineo se revelaba como un engaño. El jefe de la legación francesa, Peire de Marca, argumentaría entonces que la antigua línea divisoria romana que separaba las regiones de la Hispania y de la Galia (siglos II a.C. a V d.C.) cortaba la Ceretania por el medio. Y la legación hispánica no se molestó en comprobar la falsedad de dicho argumento (la cabecera del Segre —el territorio de Llívia— siempre había formado parte de la Tarraconense romana y visigótica).

Mapa francés del condado del Rosellón (siglo XVII). Fuente Bibliothèque Nationale de France
Mapa francés del condado del Roselló (siglo XVII) / Fuente: Bibliothèque Nationale de France

La reunificación de Catalunya

Después del Tratado de Llívia (1660), Luis XIV de Francia ya tenía lo que quería: una balconada sobre la península ibérica. Pero ese juego de geoestrategias se transformaría radicalmente cuatro décadas después. En 1701, su nieto era coronado Felipe V de las Españas y se convertía en el triunfo definitivo de Versalles. Luis XIV parasitaba la monarquía hispánica, y los proyectos de invasión de Catalunya quedaban enterrados. No obstante, en aquel momento se produjeron dos hechos extremadamente reveladores: a pesar de los cambios geoestratégicos que, en Versalles, había comportado la coronación de un Borbón en Madrid (la desaparición de la competencia hispánica), ni Luis XIV de Francia reintegró los condados norcatalanes a Catalunya, ni Felipe V de las Españas reclamó la restitución del Roselló, es decir, la reunificación de Catalunya.

Napoleón

En 1808, el emperador Napoleón adquiría la corona española a Fernando VII, en un sórdido episodio mal llamado "Abdicaciones de Bayona". En esa operación, Napoleón sentaría a su hermano José en el trono de Madrid. Pero Catalunya sería separada del reino español e incorporada a Francia como una región más. Durante seis años (1808-1814), formó parte de Francia (1808-1814), pero la cancillería francesa nunca valoró la posibilidad de reunificar el Principat y los condados norcatalanes. Catalunya fue constituida como una región propia de Francia y los condados norcatalanes siguieron formando parte de la región francesa del Languedoc. Y durante esa etapa, se produjeron hechos tan extravagantes como la restauración de la oficialidad del catalán y de los símbolos catalanes en el Principat, mientras que en el Roselló, lengua y bandera seguían proscritas.

Lluis XIV, Mazzarino y Marca, Fuente Museo de Versalles, Museo Condè i Museu de Arte Sacro de Paris
Luis XIV, Mazzarino y Marca / Fuente: Museo de Versalles, Museo Condé y Museo de Arte Sacro de París

Primeras respuestas

Una parte de la respuesta a la pregunta "¿Por qué los españoles nunca han reclamado el Roselló?" la tenemos con los fenómenos de la cultura punitiva hispánica y del papel subordinado de España con respecto a Francia desde la coronación del primer Borbón hispánico. En este sentido, es muy revelador el distinto grado de interés que, en la administración borbónica española del siglo XVIII, despertaban las cuestiones de Gibraltar y del Roselló. Mientras que se malgastaron cantidades indecentes del erario público para recuperar el dominio español sobre Gibraltar (1727, 1779, 1781 y 1782), es decir, hostilizar a los británicos; nunca se consideró la restitución del Roselló, es decir, declarar la guerra a los parientes —... ¡¡¡y patrones!!!— de París. Ni siquiera después de la ejecución del "pariente" Luis XVI de Francia (1793) durante la guerra contra la Convención revolucionaria (1793-1795).

Fernando VII

En 1814, tras la derrota napoleónica en los campos de batalla europeos, las potencias ganadoras se reunieron en Viena para redibujar el mapa de Europa. En ese momento, Francia era un cadáver y las ganancias territoriales que había obtenido durante los años de guerra (1804-1814) —incluso algunas conquistas alcanzadas en conflictos anteriores— se las repartieron las potencias vencedoras. Fernando VII, el rey español al que los ganadores habían obligado —contra su voluntad— a volver a Madrid, no era un icono de la victoria. Pero se le planteó la posibilidad de reclamar el Roselló, y respondió que no haría nada para dotar a Catalunya de una balconada que la podía conectar económica, política, social y culturalmente a una Europa de innovaciones y de revoluciones que él y su gobierno abominaban. Fernando VII es quien mejor explica por qué los españoles no han reclamado nunca el Roselló.

Felipe IV, Olivares, y Luis de Haro maxims representantes de la cultura punitiva contra Catalunya. Fuente National Portrait, Hermitage y Uffizzi
Felipe IV, Olivares y Luis de Haro, máximos representantes de la cultura punitiva contra Catalunya / Fuente: National Portrait, Hermitage y Uffizi