Barcelona, 3 de diciembre de 1842. Hace 181 años. La guarnición militar española, refugiada en el castillo de Montjuïc después de que los revolucionarios la echaran de los acuartelamientos urbanos, bombardeaba la ciudad. Según las fuentes documentales, el bombardeo empezó a las once y cuarto del mediodía y no cesó hasta las doce y media de la madrugada del día siguiente. Trece horas y cuarto de bombardeo incesante, durante las cuales el ejército español lanzó 1.014 proyectiles sobre la trama urbana de la capital catalana. Miles de toneladas de bombas que causaron la muerte a treinta personas, y la destrucción total o parcial de 462 edificios. Poco después, el general Espartero —que había ordenado aquella masacre— proclamaría que "Por el bien de España, hay que bombardear Barcelona una vez cada cincuenta años".

Maria Cristina, reina madre e Isabel II. Fuentes: Revista La Ilustración Española y Americana, y Real Academia de Historia

El "Bolsillo Secreto" y la perversidad de María Cristina

En el momento en que se produjo aquella carnicería, el trono de España estaba ocupado por Isabel II, hija del difunto Fernando VII, de tan solo doce años. Pero quien gobernaba de verdad era el general Espartero, regente de España desde que el colosal escándalo de corrupción del "Bolsillo Secreto" había desplazado a Maria Cristina de Borbón (reina-madre y reina-viuda) de esta condición. Espartero, que había sido decisivo en la victoria liberal de la Primera Guerra Carlista (1833-1840) dirigía el país con mano de hierro. Pero ejercía esta fuerza con diferentes grados de rigor. No dispensaba el mismo trato a los banqueros británicos —los acreedores que habían financiado al ejército liberal español para ganar la guerra— que en la masa proletaria catalana —que, si bien habían tenido un papel muy relevante en el triunfo liberal, no los tenía por más que carne de cañón.

El conflicto carlista había representado un gasto brutal que había puesto el estado español en situación de bancarrota. En la conclusión de la guerra, la esperanza de que María Cristina de Borbón —la gran beneficiada del resultado del conflicto— resarciera al estado con el fondo opaco del "Bolsillo Secreto", se había esfumado totalmente. Los liberales españoles, absolutamente contrariados, habían cesado a la reina-madre como regente, pero la deuda adquirida por el Estado durante la guerra, continuaba vivo. Y los banqueros británicos —y de rebote, el estado británico— habían adquirido un extraordinario poder sobre el destino de España. Desde el triunfo de Felipe V en el conflicto sucesorio hispánico (1714), España se había convertido en una pseudocolonia de Francia. Y, desde el triunfo de María Cristina y Isabel II en el primer conflicto carlista (1840), también de Gran Bretaña.

Espartero, cuando se postulaba como rey de España con el nombre de Baldomero I y Van Halen. Fuente: Biblioteca Nacional de España

La nueva tutela británica y la perversidad de Espartero

Una de las consecuencias inmediatas de aquel nuevo escenario de subordinación sería la tutela británica de la política española. El whig (liberal) William Lamb, primer ministro británico, impuso el fin del régimen proteccionista español, que había evitado la competencia externa en la industria textil catalana. Espartero eliminó los aranceles aduaneros. Pero, muy reveladoramente, prescindió del hecho de que la industria algodonera catalana no podría competir en aquel nuevo escenario, por qué no tenía las mismas oportunidades que la británica para acudir a las fuentes de abastecimiento. Mientras que los gobiernos británicos, históricamente, mantenían acuerdos comerciales con los productores de algodón de sus excolonias americanas, los gobiernos españoles eran incapaces de hacer lo mismo con las repúblicas surgidas de su antiguo imperio colonial.

La industria textil catalana entró en crisis. Y aquella crisis, por varias razones, afectaría tanto a los patrones (la burguesía industrial) como a los trabajadores (la masa proletaria). La primera, y bien evidente, era la expectativa económica. Los patrones invertían parte importante de su patrimonio en la creación de la fábrica, con unas legítimas expectativas de ganancia. Y los trabajadores articulaban y confiaban su sistema económico en la evolución de la fábrica, con unas legítimas expectativas de mejora social. Y la segunda era el hecho de que en aquel momento (no olvidemos que hablamos de 1842) las ideologías obreristas (socialismo, anarquismo) todavía no habían sido formuladas, y patrones y trabajadores —aunque situados en estadios socioeconómicos muy diferenciados—, compartían la ideología liberal antinobiliaria y anticlerical que había ganado la guerra carlista.

Grabado del Bombardeo de 1842 sobre Barcelona, obra de Domènec Estruch.

La crisis y la Revolución

En otoño de 1842, la situación social y económica a los núcleos de la industria textil del país (Barcelona y los pueblos del llano, Reus, Mataró, Sabadell, Terrassa, Manresa, Igualada) era insostenible. Tanto que, pocas semanas antes del bombardeo, un incidente que, en el peor de los casos, se le podía categorizar como una brega de taberna, sería el inicio de un colosal alboroto que desembocaría en una revolución urbana. El 13 de noviembre de 1842, un grupo de jornaleros que accedía a la ciudad por el portal de Sant Antoni (Barcelona continuaba recluida dentro de las murallas por imposición del régimen borbónico) fueron parados por los burots (los funcionarios municipales que cobraban la entrada de alimentos en la ciudad, que les exigieron pagar por el vino que traían de casa y que les había sobrado de la comida). La noticia corrió como la pólvora y el paisaje hizo el resto.

Al día siguiente, 14 de noviembre de 1842, el ejército español tomaba al asalto el Ayuntamiento de Barcelona y la redacción de El Republicano y se desplegaba por las calles. El conflicto estaba servido. El pueblo de Barcelona reaccionó levantando barricadas y atacando a los ocupantes desde los terrados. El capitán general Antonio Van Halen, con un largo historial bélico en todas las guerras desde 1808, se declaró incapaz de contener a los revolucionarios y ordenó al ejército español abandonar Barcelona y replegarse en Montjuïc. Pasados tres días, el 17 de noviembre de 1842, la Junta Revolucionaria, formada por patrones y trabajadores, proclamaba la "independencia de Catalunya con respecto a la corte española", una especie de república libre asociada que se quería desvincular del régimen económico español.

Representación del inicio de la revuelta (13/11/1842). Plaza Sant Jaume. Los milicianos se ponen al lado del pueblo. Fuente: Archivo Histórico de Barcelona

"Por el bien de España..."

La Revolución de 1842 era la enésima prueba que la derrota de 1714 no había marchitado el espíritu rebelde de la ciudad. Barcelona era ciudad de bullas. Y el precedente inmediatamente anterior había sido la bulla luddista de 1835, que se había saldado con el incendio intencionado de la fábrica Bonaplata. Pero aquellas bullas precedentes tenían un carácter espontáneo, una naturaleza castiza y un nivel reivindicativo popular. Muy diferente de lo que se había cocinado en 1842, que iba mucho más allá, y que ponía en riesgo el régimen español y la unidad jacobina de España (la arquitectura política que postulaban los liberales españoles que habían ganado aquel conflicto). Y Espartero, el jefe visible de aquel nuevo régimen, no estaba dispuesto a que los liberales catalanes se escaparan del guion y le dibujaran un nuevo mapa político español. "Por el bien de España...".

Mapa político del régimen liberal español (1850). Fuente: Biblioteca Nacional de España