Barcelona, 20 de diciembre de 1918. Hace cien años. La sesión plenaria de la Mancomunitat de Catalunya aprobaba por unanimidad la creación de una ponencia encargada de la redacción y presentación de un texto estatutario —sobre unas bases existentes— que tenía que culminar la obra política de aquel organismo preautonómico. Desde su constitución, el 6 de abril de 1914, todos los esfuerzos se habían dirigido a la recuperación del autogobierno de Catalunya, liquidado por el primer Borbón hispánico en 1714. Aquel proyecto de Estatuto fue aprobado por la asamblea de la Mancomunitat, también por unanimidad, el 25 de enero de 1919. Y al día siguiente, 26 de enero, fue ratificado en el Palau de la Música por la asamblea que había reunido a los representantes de los 1.072 municipios que tenía entonces el Principat. En aquella célebre reunión, 1.046 ayuntamientos (el 97,57%) se pronunciaron a favor del autogobierno.
Pero la tramitación en las Cortes españolas se iba convertir en un auténtico vía crucis para los representantes políticos catalanes. La prensa de la época revela que los llamados partidos dinásticos, el Partido Conservador y el Partido Liberal, que se habían alternado en el gobierno de España durante medio siglo, se conjuraron para bloquear el proyecto estatutario catalán. La fabricación de crisis políticas que culminaban con la dimisión en bloque del Gobierno y el paro de los proyectos en tramitación hasta la formación de un nuevo Ejecutivo se convirtieron en un instrumento recurrente. Con el apoyo entusiástico de la prensa madrileña —"la cochina prensa madrileña" de la que hablaba Unamuno en 1907, a propósito de la guerra de Cuba de 1898—, que, antes y durante la tramitación del Estatuto, desplegó una intensa campaña de difamación y descrédito de Catalunya y de su clase política.
La arquitectura del bloqueo no era de fabricación intelectual. La misma prensa de la época revela que los cenáculos intelectuales castellanos acogieron favorablemente la propuesta de Cambó, entonces uno de los líderes del partido hegemónico catalán, la Lliga Regionalista, que presentaba el proyecto estatutario como "la solución del problema catalán". Incluso desarrollaron un esbozo de proyecto parecido para Castilla. En cambio, la clase política, principalmente la de los partidos dinásticos, huérfana de figuras intelectuales relevantes y dominada por el poder económico, se convirtió en una máquina de derribar. Las conexiones entre estos dos poderes eran especialmente evidentes en la figura del conde de Romanones, uno de los líderes del Partido Liberal, que sería señalado por la prensa como el inductor de la guerra del Rif (1920-1926) —por intereses empresariales propios—, por mencionar solo un ejemplo.
A partir de la oportuna dimisión del presidente del Gobierno, Manuel García Prieto, del Partido Liberal, el 5 de diciembre de 1918, quince días antes de la constitución de la ponencia estatutaria, la prensa madrileña (la "cochina prensa madrileña" de Unamuno) se lanzó a una brutal campaña de difamación y descrédito de Catalunya y de su clase política, que avanzaría por la derecha, por la izquierda, por encima y por debajo a los intelectuales castellanos y que conseguiría crear un estado de opinión en España radicalizado y beligerante con el proyecto de autogobierno. Los titulares y editoriales de aquella prensa, hinchados con un discurso de proclamas sorprendentemente parecidos a los de la guerra de Cuba (1895-1898), presentaban el Estatuto catalán como la amenaza más grave no tan solo a la unidad de España, sino también a la paz social y a la estabilidad "nacional".
Aquella explosión anticatalana culminaba el 9 de diciembre de 1918, once días antes de la constitución de la ponencia estatutaria, con la celebración de una gran manifestación en Madrid que no había sido convocada por ninguna formación política, sino —reveladoramente— por las castellanísimas cámaras de la propiedad y las diputaciones provinciales: las bases, respectivamente, del poder económico y del poder político español. La esencia, también, del fenómeno del caciquismo económico, político y social. Las comparaciones fabricadas a propósito por la prensa madrileña con la reciente historia de Cuba, que había tenido una diminuta autonomía política antes de la ocupación norteamericana y la independencia, adelantaron a Cambó, el valedor del proyecto catalán en Madrid y que no había sido nunca independentista, también por la derecha, por la izquierda, por encima y por debajo.
Romanones, que pocos días después de la dimisión de García Prieto y de la manifestación de Madrid había pasado a ocupar la presidencia del Gobierno, prometió a Cambó la creación de una comisión extraparlamentaria —otro pintoresco instrumento de bloqueo—; una promesa que el líder catalán supo leer a la perfección. Cambó volvió a Barcelona con todas las dudas disipadas y animó a la creación de la ponencia y la redacción definitiva del proyecto sobre unas simples bases anteriores que habían sido el centro de la diana de la prensa madrileña. Mientras tanto, la campaña incendiaria —el discurso del terror que auguraba episodios de gran violencia— había llegado a Catalunya. Y en la sesión plenaria de la Mancomunitat el 20 de diciembre, los diputados de los partidos dinásticos invocaron la prudencia para evitar la violencia, según la prensa de la época.
El 28 de enero de 1919, el proyecto estatutario catalán iniciaba la tramitación en las Cortes españolas. Nuevamente es la prensa contemporánea la que revela las humillaciones que sufrieron los representantes catalanes. Las Cortes españolas tomaban el relevo de las plazas y calles de la manifestación madrileña del 9 de diciembre anterior y se convertían en el segundo y definitivo escenario de aquella batalla. Según esa misma prensa, en las sesiones de debate, en una exhibición dantesca de patrioterismo rabiosamente inflamado que iba mucho más allá de la vehemencia propia de los parlamentarios de la época, los diputados dinásticos —con la complicidad de republicanos y socialistas— no argumentaron ni una sola propuesta política y se entregaron a lo que viene después del filibusterismo: interrumpir, silbar, insultar, abroncar, acusar de traición e, incluso, intentar agredir a los representantes catalanes.
El 5 de febrero de 1919, en Barcelona estallaba la huelga de la Canadenca, una de las más trascendentales de la historia de Catalunya. Aquella huelga no tenía una relación directa con el Estatuto, sino con las grandes reivindicaciones de la clase trabajadora. Pero alcanzaría un gran alcance y un formidable impacto que encendería todas las alarmas del poder económico y político español. Tres semanas después, el 27 de febrero, en plena crisis propiciada en buena parte por la violencia de las autoridades gubernativas españolas, Romanones, con el pretexto de la gravedad de la situación, hacía uso por enésima vez del instrumento recurrente: ordenaba el cierre de la sesión y dejaba la tramitación del Estatuto en vía muerta. Fue entonces, hace casi ya cien años, cuando el monárquico y autonomista Francesc Cambó pronunció la frase "¿Monarquía? ¿República? ¡Catalunya!".