Hace unos días conocíamos los resultados un sondeo del Institut de Ciències Polítiques i Socials que nos explicaba que cuatro de cada debe hombres jóvenes catalanes, de entre 18 y 24 años, no verían mal, o incluso preferirían, abandonar la democracia para vivir en una dictadura. Pocas semanas antes, y en el marco de un reportaje producido por la cadena televisiva británica Channel 4, más del 50% de los jóvenes de entre 13 y 27 años encuestados se mostraban partidarios de implantar un régimen autoritario en el Reino Unido. Son solo dos datos recientes, perfectamente alineados en la deriva global hacia una derecha tan extrema que asusta, y que siempre viene acompañada de argumentos negacionistas (del Holocausto, de la violencia machista, del cambio climático...) tan absurdos como tremendamente peligrosos.
Más allá de plantearnos la necesidad de repartir coscorrones ante tanta ignorancia, inconsciencia y/o maldad, conclusiones de este tipo hacen tremendamente necesaria la existencia de películas como Aún estoy aquí, o la crónica familiar de una desaparición en el contexto de una dictadura militar. En Brasil saben mucho, de negacionismo... votaron a Bolsonaro no hace mucho. Y conocen perfectamente qué significa la no reparación de las víctimas de un régimen autoritario culpable de violaciones de los derechos humanos, de torturas y asesinatos, en más de veinte años dominando el país. Sus responsables nunca pagaron por sus crímenes, una ley de amnistía selló su vergonzosa impunidad. Quizás esta solución, en forma de perdón a asesinos que nunca se arrepintieron de nada, os resulta familiar y próxima, aquí también sabemos de los efectos de las transiciones que "nos hemos dado entre todos".
Luchas incansables
En la figura del ingeniero y exdiputado Rubens Paiva, una de estas víctimas del totalitarismo brasileño, se centra Aún estoy aquí, el retorno del cineasta Walter Salles a la pantalla grande, doce años después de En la carretera. Siendo estrictos, en realidad el filme pone el foco en los terribles daños colaterales de la desaparición de Paiva, en la resistencia de su familia contra la devastación absoluta y contra el olvido, contra la resignación y la mentira, empeñada a hacer pública una detención que la policía y el gobierno insistían en afirmar que nunca había pasado.
En su primera media hora, Aún estoy aquí retrata una contradicción gigantesca, una falsa normalidad: la película se abre con la protagonista, Eunice Paiva, la esposa de Rubens, nadando en la playa de Leblon, en Río de Janeiro. Y levantando la cabeza del agua cuando un helicóptero sobrevuela el litoral. En la arena, hombres y mujeres toman el sol, jóvenes juegan a voleibol y niños chutan una pelota. Todo parece extraordinariamente ordinario, corriente, pero más bien es ordinariamente extraordinario. Porque Brasil vive bajo una dictadura, y en medio de una rutina fake se respira la violencia latente y fuera de campo. Y la familia Paiva habla en las habituales reuniones con los amigos, todos ellos parte de una clase media acomodada: hacen comidas y cenas, celebran, y comparten cierta alegría de vivir a pesar del contexto, manteniendo una postura crítica, peligrosamente contraria al sistema establecido. Y, al mismo tiempo, algunos de ellos, también Rubens Paiva, ayudan discretamente a disidentes del régimen y a sus víctimas.
La Historia nos dice que Rubens Paiva no superó las hemorragias internas que le produjeron horas y horas de salvajes torturas, nunca se encontró su cuerpo, y las autoridades brasileñas no certificaron su muerte hasta pasados 25 años de su arresto
Esta paz ficticia, esta burbuja de felicidad, golpea dramáticamente cuando unos militares vestidos de paisano se llevan al padre a declarar. "Nunca más lo volvimos a ver", escribiría su hijo Marcelo, muchos años más tarde, en las memorias homónimas que Aún estoy aquí adapta. También la madre y una de sus cuatro hermanas, todavía adolescente, serían detenidas, pero ellas sí volverían a casa. La Historia nos dice que Rubens Paiva no superó las hemorragias internas que le produjeron horas y horas de salvajes torturas, nunca se encontró su cuerpo, y las autoridades brasileñas no certificaron su muerte hasta pasados veinticinco años de su arresto.
A partir del momento en el que se llevan Paiva camino de un interrogatorio mortal, Walter Salles explica la esperanza menguante de una familia que poco a poco va asimilando la imposibilidad del retorno del patriarca. Y desarrolla su larguísimo y agotador periplo para conseguir que el gobierno admita una detención que negó durante meses y años. Con un creciente compromiso con la verdad, y una tremenda obsesión para proteger los suyos, la figura de Eunice Paiva se eleva, convertida en un referente social con sus luchas incansables contra los autoritarismos y las injusticias (primero por su vivencia personal, después, como abogada y activista por los derechos de los indígenas del Amazonas).
Fernanda Torres alimenta una interpretación prodigiosa, llena de matices, tan contenida como expresiva, señalando la dignidad de una mujer que nunca se dio por vencida
Erigida en la principal competidora de Demi Moore y Mikey Madison a la carrera por el Oscar a Mejor Actriz Protagonista, Fernanda Torres alimenta una interpretación prodigiosa, llena de matices, tan contenida como expresiva, señalando la dignidad de una mujer que nunca se dio por vencida. Se produce la curiosa circunstancia que Torres es la segunda intérprete brasileña en competir por la estatuilla en esta categoría, casi tres décadas después de que lo hiciera su madre, Fernanda Montenegro, por una película del mismo Walter Salles, Estación Central de Brasil (1998). Cerrando el círculo, es la veteranísima Montenegro quien da vida a Eunice Paiva en su edad anciana, cuando la protagonista de esta historia ya sufría un alzhéimer avanzado.
Con una narrativa clásica, utilizando recursos como las fotografías familiares o sus grabaciones en Súper-8, y con un respeto absoluto, reverencial, por aquellos a quienes está retratando, el director de Diarios de motocicleta (2004) se aproxima a la tragedia sin rendirse a las tentaciones de utilizar las herramientas más básicas del melodrama: cero sensacionalismo, ninguna escena pensada y planificada para tocar la fibra emocional del espectador, fuera musiquillas sensibleras, ya hay suficiente potencia dramática en una situación que la memoria cinéfila emparienta con la de la magnífica Desaparecido (1980). "Matan a la víctima y someten los suyos a una tortura psicológica eterna", escucharemos decir sobre una de las más terribles formas de represión, estas desapariciones convertidas en el deporte favorito de todas las dictaduras asesinas, sean brasileñas o argentinas, chilenas o españolas.
Aún estoy aquí apuesta por el relato íntimo para explicar el cataclismo emocional de varias generaciones de una misma sociedad
Como en el citado filme de Costa-Gavras, Aún estoy aquí apuesta por el relato íntimo para explicar el cataclismo emocional de varias generaciones de una misma sociedad. Y hace un ejercicio de memoria histórica más que necesario en este momento de regresiones imparables y de encuestas que concluyen que vivimos rodeados, más de lo que nos pensamos, de ignorantes y de estúpidos que aplaudirían las dictaduras con las orejas. Hasta que alguien, como si fuera Michael Madsen en Reservoir Dogs, se las cortara de cuajo en un interrogatorio.