Barcelona, 14 de enero de 1702. Convento de Sant Francesc. Los estamentos de poder catalanes y Felipe V, el primer Borbón de Madrid, firmaban la renovación de la relación bilateral entre Catalunya y el poder central hispánico, que, desde la Edad Media, se negociaba cada vez que se coronaba un nuevo monarca. En aquellas cortes, Felipe V renovó el compromiso de con respecto a las Constituciones de Catalunya (la carta magna de la nación catalana), que habían jurado todos sus predecesores (catalanoaragoneses, primero, e hispánicos, después) desde el reinado de Pere el Gran (1283). Y los estamentos de poder catalanes renovaban la adscripción del Principat en el edificio político hispánico. Pero ni los unos ni los otros alcanzaron la totalidad de sus objetivos.
El caballo de batalla de la cancillería hispánica había sido, siempre, la renovación del donativo, el pacto tributario bilateral entre Catalunya y la corona (desde 1519, el poder central hispánico). El cambio de dinastía, Habsburgo a Borbón (1700), no había alterado la política de la cancillería de Madrid. Pero, en cambio, el precio de la derrota catalana a la guerra de Separación (1652) había variado notablemente los intereses de los estamentos del país. En aquel contexto, el caballo de batalla de los estamentos catalanes era la recuperación del control de la insaculación, la elección de los candidatos a dirigir a la Generalitat y el Consell de Cent, que estaba en poder de la corona hispánica desde la derrota catalana de la guerra de Separación (1652).
El donativo y el autogobierno
Los Borbones se tuvieron que conformar con un donativo de un millón y medio de libras catalanas (el equivalente a mil quinientos millones de euros) a cobrar en varias anualidades. Una cifra muy importante, pero muy alejada de sus expectativas iniciales. Y los estamentos catalanes se tuvieron que conformar con el acuerdo de creación del Tribunal de Contravenciones, un organismo que velaría por la observancia de las Constituciones de Catalunya, básicamente, para garantizar el autogobierno o para impedir la repetición de hechos como la entrega hispánica del Roselló y la Cerdanya a Francia (1659). Pero la bolsa de insaculaciones, es decir, el control de los candidatos a dirigir las principales instituciones del país, continuaría en manos de la corona.
Las compensaciones económicas
Con todo eso, resulta sorprendente la cita del cronista de la época Narcís Feliu de la Penya, que deja escrito que aquellas cortes "fueron las mejores desde el rey Fernando" (siglo XV). ¿Podía justificar esta apreciación? Pues las compensaciones económicas. Catalunya recuperaba la capacidad normativa y tributaria sobre las importaciones de mercancías, que había perdido con la derrota en la guerra de Separación (1652). Ganaba la libre exportación de productos fabriles, sin pago de aranceles aduaneros, a los reinos peninsulares hispánicos. Ganaba la creación de un puerto franco en Barcelona, y ganaba la autorización para fletar dos barcos anuales a las colonias sin pasar por la Casa de Contratación.
Un paisaje económico dominado por la fabricación y la exportación
Todas estas compensaciones confirman la existencia de un potente aparato fabril (destilados en Reus y en Mataró, textil y astilleros en Barcelona, y herrería y armas en Ripoll y Olot) que ya dominaba la economía catalana, y de una próspera clase mercantil que ya dirigía la política del país. Esta producción superaba, claramente, la demanda de los mercados internos, y desde finales del siglo anterior, se destinaba, en gran medida, a la exportación. Por ejemplo, antes de las Cortes de 1702, los aguardientes de Reus eran totalmente desconocidos en Madrid o en La Habana. Pero, en cambio, ocupaban un lugar destacado en las repisas de las casas de la alta sociedad de Londres, de Ámsterdam o de las ciudades coloniales inglesas y neerlandesas de América.
Una gran amenaza para Catalunya
Cuando Felipe V y los estamentos cerraron las Cortes (14 de enero de 1702), la guerra de Sucesión hispánica ya había estallado, e Inglaterra y los Países Bajos ya se habían alineado con Austria en la causa del archiduque Carlos de Habsburgo. Pocas semanas después de la conclusión de las Cortes, el régimen borbónico decretaba la prohibición de comerciar con Inglaterra y con los Países Bajos. Aquella medida se justificó con el falso argumento de que el eje borbónico París-Madrid pretendía la asfixia económica de ingleses y neerlandeses. Pero la realidad era bien diferente. Ingleses y neerlandeses tenían un imperio colonial que les permitía, perfectamente, salvar aquella situación. En cambio, para Catalunya, representaba la ruina más absoluta.
¿Por qué la ruina catalana?
Antes y durante la guerra de Separación (1640-1652/59), Catalunya ya había dado los primeros pasos hacia un modelo económico mercantil. El gobierno del president Pau Claris y de su secretario de estado, Joan Pere Fontanella, habían financiado la estancia de emprendedores catalanes en los Países Bajos (1640-1642) para reproducir el modelo económico neerlandés en Catalunya. La derrota en la guerra de Separación (1652/1659) había interrumpido momentáneamente aquel proceso, pero durante las décadas de 1680 y 1690, la sociedad catalana (sin ningún tipo de apoyo de las autoridades del país ni de las hispánicas) había recuperado aquel viejo proyecto y lo desarrollaría rápidamente. Catalunya se convertiría en una potencia exportadora.
La transformación del campo catalán para suministrar al aparato fabril del país
Las cabrevaciones catalanas (el equivalente a las actuales declaraciones de renta) revelan que durante la segunda mitad del siglo XVII, se produjo una colosal transformación del aparato agrario catalán: la conversión de cultivos de cereales en cultivos de plantas industriales (uva para elaborar destilados, y lino y algodón para fabricar textiles). En 1685, los ingleses Crowe, Shallet y Heathecat abrían en Reus una destilería, que fue la primera fábrica de la historia de Catalunya. En 1690, un grupo de burgueses catalanes, liderados por el cronista Feliu de la Penya, creaban la Compañía Mercantil de Navegación de la Santa Creu, la primera de la historia comercial catalana. Y en 1697, otro grupo de burgueses catalanes iniciaban las obras de construcción del puerto moderno de Barcelona.
La prohibición del comercio con Inglaterra y con los Países Bajos
El decreto borbónico de prohibición de comercio con las potencias austracitas solo afectaba a Catalunya. Y la prueba más evidente de esta afirmación, es que aquella medida solo provocaría tensiones en Catalunya. En ningún otro país de la —todavía en aquel momento— monarquía compuesta hispánica. El 30 de octubre de 1702 (nueve meses y medio después de la conclusión de las Cortes), el aparato de gobernación hispánico, representado por el virrey Portocarrero, ordenaba la expulsión de Arnold Jager, un comerciante neerlandés residente en Barcelona y naturalizado catalán desde 1667. Jager, casado con una catalana, padre de una familia catalana y miembro del Consell de Cent, fue presentado por la administración hispánica como un escarmiento público.
El estreno del Tribunal de Contravenciones
Aquel decreto provocó, también, el estreno del Tribunal de Contravenciones. Introducir el caso Jager al Tribunal de Contravenciones sería un gran acierto: no tan solo activaría toda la maquinaria de las instituciones catalanas, por lo que representaba juzgar un caso en aquella sala, creada para enmendarle la plana, si era necesario, a la Real Audiencia, sino que, también inclinaría toda la clase política catalana a favor de la reclamación. Primero, el Consell de Cent barcelonés y el brazo militar y, posteriormente, la Generalitat. La administración hispánica lo intentó todo: puso el foco sobre las personalidades comprometidas con la defensa de Jager y las persiguió y asedió con multas, presiones, amenazas, detenciones, fabricación de pruebas falsas para obtener y condenas ilegales.
Catalunya cesa y despide a Felipe V
Después de dos años de juicio (1704), durante los cuales la administración hispánica puso en práctica todos los instrumentos posibles de la guerra sucia, la causa se resolvía a favor de Jager, pero el mensaje que el régimen borbónico había enviado a la sociedad catalana era clarísimo: la cancillería borbónica sabía que Catalunya, a diferencia del resto de sus dominios peninsulares, era un país gobernado por las clases mercantiles y pretendía arruinar el aparato económico del país con el propósito de provocar una crisis de proporciones colosales que culminaría con la desaparición de la clase rectora del país y el derrumbe del edificio político catalán. El 9 de noviembre de 1705, las Cortes catalanas cesaban a Felipe de Borbón y nombraban a Carlos de Habsburgo.