Hay algunos típicos problemas que siempre se han asociado a los jóvenes, eternamente representados en las series de instituto como personitas sin dos dedos de frente que se precipitan hacia lo desconocido. Lo hemos visto con el Quimi más gamberro, la bulimia de Blair Waldorf, el amor tóxico entre Gorka y Ruth o las esnifadas perennes de Rue; personajes de diferentes generaciones que se parecen porque todos se tiran a la vía sin garantías ni piscinas medio llenas, palpando los límites de su propia supervivencia, hilando excesos, adiciones y patrones autodestructivos sin dirección, ni conciencia, ni aparentemente nada.

Asoma aquí ya el estigma hacia una edad que supuestamente todavía no ha vivido y que, por ello, no suele tomarse demasiado en serio. Entonces llega Euphoria, un retrato exageradamente soberbio sobre los zetas, y se convierte en una catástrofe emocional que choca con una realidad que jamás hemos querido desintegrar – la de minimizar esos años mozos porque los jóvenes todavía tienen demasiado por aprender. Quizás se ha llegado al techo del desapego ahora que el suicidio es la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes de 19 a 25 años y los pensamientos suicidas entre adolescentes han escalado un 250%. Quizás por fin se ha llegado a la conclusión que, si ahora no hay críos sanos, en poco tiempo el paisaje solo será un travelling color negro.

Rue y Jules se mueven en esa competición externa por encajar en lo que la una espera de la otra. / HBO Max

Internet lo ha cambiado absolutamente todo para ponernos constantemente contra la pared, especialmente a la generación que nació ya con un móvil bajo el brazo. Probablemente sin apps de citas, Jules (Hunter Schafer) no habría explorado su sexualidad hasta la saciedad, pero se hubiera escabullido del deterioro emocional que ocasiona chatear con alguien que no es quien dice ser. O sin plataformas porno merodeando por la red, Kat (Barbie Ferreira) no hubiera podido lucrarse explotando su faceta de dominatrix para huir del rechazo, aunque seguramente no habría tenido que cosificarse por decisión propia para que su cuerpo no normativo fuera aceptado en masa.

Euphoria bebe de la contradicción constante. Vive en un ruido magnificado por la manipulación mediática, que lo magrea todo; la necesidad de encajar, la presión estética, la confusión de las ramificaciones de identidad, los trastornos de ansiedad y la incertidumbre de un mundo climático que está tocado de muerte. Sus personajes, alter ego de la juventud del siglo XXI, conviven con la realidad que les ha tocado sin saber del todo cómo gestionarla: cogen el toro por los cuernos a ciegas, sintiéndose víctimas y culpables de un entorno que no acaban de entender. ¿Cómo sobrevivir a la desesperación de los adultos? ¿Qué se puede hacer cuando lo que recibes de quien se supone que debe orientarte solo te confirma que todo está peor que ayer?

Las redes sociales han encerrado a los adolescentes en una burbuja digital de la que no saben salir. / HBO Max

La dictadura del like, validación y trauma

Es evidente que los retratos de la adolescencia han ido sobreponiéndose al tiempo y a la evolución de la tecnología. En un momento en que los adolescentes tienen toda la información a golpe de clic, tratar los mismos temas con las pautas de antaño sería del todo incongruente e inservible: ahora las llamadas telefónicas se han sustituido por los mensajes en riguroso streaming y las redes sociales han creado avatares digitales de nuestros egos, creando sectas digitales y diluyendo los límites entre quiénes somos y quiénes querríamos ser.

Euphoria crea un retrato hiperbólico del pánico a la soledad, de la baja autoestima como norma general y del miedo a no alcanzar la perfección que los demás te imponen

Los likes acumulados en Instagram, Facebook o Tik-tok han pasado a ser el medidor de la autoestima zeta: niños y niñas que se han mirado más a través de un filtro limpiador que en el espejo del dormitorio y que se mueven por la tiranía de la superficialidad y del ya, espacio donde habitan la aceptación pública y la necesidad de ser partícipe de un grupo para no estar solo. Euphoria crea un retrato hiperbólico del pánico a la soledad, de la baja autoestima como norma general y del miedo a no alcanzar la perfección que los demás te imponen, una habitación propia alejada del autocuidado donde nada es lo que parece pero ves todo lo que es.
 

La necesidad de la aprobación externa es uno de los denominadores de todos los personajes. / HBO Max

Pero también indaga soberanamente en la vivencia del trauma como causa y consecuencia de los actos, como manía soporífera casi innata que lleva a los personajes a seguir un camino que está pautado desde que nacieron y que los inputs solo acentúan. Y en esa desesperación innata, los personajes buscan su particular euforia haciéndose polvo para no afrontar el vacío: Rue (Zendaya) se droga para conectar con el estupor de un padre muerto y dominar sus trastornos mentales, Maddy (Alexa Demie) es esclava del personaje hiper sexualizado como en esos concursos de belleza infantiles a los que la llevaban de niña y Cassie (Sydney Sweeney) se regala a los tíos para que no la abandonen como hizo su padre. Incluso a Nate (Jacob Elordi), un maltratador manipulador de manual, se le busca la parte empática, no para justificar su conducta asquerosamente injustificable, sino para alertar de la toxicidad de algunos y de sus peligrosas consecuencias; cualquier colega simpático puede ser un auténtico hijo de puta. Porque todos ellos intentan huir del dolor pero en el camino se convierten en personas más infelices, menos realizadas y más sujetas a la validación externa.

Para llegar al extremo del subconsciente, la serie de Sam Levinson recrea un mundo narrativo casi onírico en el que ha construido un fino limbo entre sueño y realidad que funciona como un reloj suizo. La exageración de los patrones o de las prácticas – violencia desalmada, sexo y genitales más que explícitos, cambios bruscos de cámara, luces o sonidos – huye de la romantización para poner las cartas sobre la mesa y avisar del desastre. No se trata de un exceso gratuito, ni se queda en una superficial fantasía audiovisual para satisfacer las necesidades de unos usuarios recargados de estímulos visuales. Todo parecido en ese sentido es pura coincidencia: lo que pretende Euphoria es llevar al límite el tormento de una generación que no entiende qué coño hace en este mundo.

Lo mejor de una generación desesperada

También se le debe a Euphoria haber conseguido un hito difícil de creer en épocas de caspa y atontamiento conservador: la naturalización de la transexualidad del personaje de Jules sin calzador, ni argumentos ni nada, una casuística más y ya está que no merece más revuelo. Es un logro que este discurso haya calado hondo en una sociedad enferma en que los crímenes de odio contra el colectivo trans han aumentado.
 

Las imágenes explícitas - sexo, violencia - huyen de la cosificación gratuita para alimentar la visibilización y la crítica. /HBO Max

Se ha hablado (y criticado) mucho también sobre la desnudez explícita – y quizás poco fundamentada a priori – en una serie que quiere hablar de los problemas reales de los adolescentes, añadiendo sus detractores que la sordidez barata solo lleva al ostracismo argumental y a la banalidad de las temáticas. ¿Pero es que acaso no es el cuerpo desnudo la forma más abruptamente verídica que hemos parido? Lo que tratan de legitimar los capítulos es la no divergencia entre cuerpos masculinos o femeninos, gordos o disidentes; radiografía el cuerpo humano con una sobriedad primitiva. Incluso en las escenas de sexo duro donde se observa la sumisión de la mujer – propiciada por unos condicionantes que beben más del drama contextual de la trama que del machismo arbitrario – la cosificación de la mujer se exprime como crítica a la norma y no como regla.

Luego también está el tema de la salud mental, de la depresión como agujero negro que lo chucla todo y esa necesidad imperativa de encontrar respuestas para dar un paso al frente. En realidad, la serie también es un retrato de la búsqueda de la autoaceptación para marcar límites y del amor que pretende aspirar a más frente a cualquier complicación – bien representada en Fezco (Angus Cloud), que intenta en varias ocasiones salvar a Rue de su adicción pese a ser su primer camello. Al fin y al cabo, también se retrata la familia, ya sea la que se escoge, la que viene por mimetización o la que se tiene por defecto, pero la agonía siempre es mejor compartirla con alguien. Y es también lo bueno de ser una generación marcada por el terremoto de la tristeza: que una vez se toca fondo, después ya solo se puede ir hacia arriba.