La plaza Reial está casi desierta a las 10 de la mañana de un martes de abril, y así seguirá hasta vete a saber qué hora, cuando la masificación y los turistas devoren el enclave y lo conviertan en una masa homogénea, anodina. Con muchas persianas todavía bajadas y furgonetas estratégicamente aparcadas, la clase trabajadora se organiza y prepara para afrontar la inevitable marabunta con una automatización preocupante: la de quien sabe que está siendo expulsado de sus raíces y no puede hacer nada. Podría ser una escenografía buscada por una conversación concreta, pero Eva Baltasar me dice que quedar aquí ha sido una decisión puramente funcional, enviando la épica a hacer puñetas y constatando, inconscientemente, que no hay espacio para la floritura cuando la realidad lo supera todo.
Por ejemplo, que la crisis de la vivienda está dejando familias enteras sin techo, que el aceite de oliva se ha convertido en producto de lujo o que la precariedad laboral está tan cronificada que la población se obliga a mostrarse agradecida por las migas de pan. O que vivir en las ciudades es cada vez más violento. O que el privilegio de unos pocos se está comiendo los derechos de todos. Cada uno de estos temas se ven reflejado con dolorosa crudeza en la nueva novela de la escritora después de quedarse a las puertas del Booker, obra protagonizada por una chica de 27 años que trabaja limpiando casas, que se ve asomada a vivir en la calle y que necesitará encontrar una alternativa para sobrevivir. Baltasar vuelve a mordisquear la incomodidad hasta el tuétano para retratar un sistema macabro que se ha naturalizado por encima de nuestras posibilidades, adentrándose en la denuncia social casi sin querer. Ocaso y fascinación (Random House, traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera), una suerte de díptico de dos partes bien diferenciadas, tiene mucho de la autora porque Eva Baltasar está implícitamente hermanada con sus protagonistas: su naturalidad expansiva, el abandono del pudor y un deseo incontrolable por explicar lo que hay sin pelos en la lengua.
La protagonista tiene 27 años, trabaja de trabajadora doméstica y se queda en la calle a pesar de tener trabajo.
Necesito encontrar una voz que me interese, que me seduzca, que nunca sé hacia donde me lleva ni quien habrá detrás. En el caso de Ocaso y fascinación tenía muy claro que quería que fuera una mujer de la limpieza. Durante la época universitaria estuve trabajando de eso y es un recuerdo que tengo muy vivo de una experiencia que, por una parte, a mí me fue muy bien, porque antes yo trabajaba de camarera en una cadena de cafeterías, y te lo puedes imaginar: horarios inacabables, maltratada, con un sueldo irrisorio, y a veces tratando con gente muy desagradable. Sentía que se me marchitaba el espíritu.
Lo entiendo.
Allí decidí que tenía que hacer otra cosa, y me pregunté: ¿tú qué sabes hacer? Pues limpiar, que es la única cosa que sabía hacer bien. Mi madre me enseñó, y además, no me desagradaba especialmente. Resultó ser un trabajo duro, evidentemente, pero me permitió organizarme mis horarios, guardarme días para mí, ganar más y poder trabajar sola. Para mí eso era importante, aunque se aprovecharon de mí en muchas casas. Y la parte más xula fue descubrir que entrabas en casa de la otra gente hasta el fondo. Lo reflejé con la protagonista de Ocaso cuando dice: "la casa sabe historias y te las quiere explicar". No hace falta que vayas a purgar, es que ves cosas extrañas. Y a mí, que soy fisgona por naturaleza, o curiosa, me interesó mucho.
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Lo explicas con cierta ilusión, aunque es un sector que está muy poco dignificado y que está plagado de estigma.
Yo no vivo nada con estigma. Intento no aplicar etiquetas a nadie y que no me las apliquen a mí. Para mí es un trabajo, y cuando yo hago una cosa, ya desde bien joven, intento hacerla con mucha presencia: si he decidido ir a limpiar una casa, lo haré bien. Por eso, en los primeros capítulos me centro en mostrar la belleza de la limpieza, el sentido de la limpieza. La protagonista es una mujer muy civilizadora que crea pequeños cosmos en cada estancia. Es un trabajo donde es evidente que te cansas; Trudy —otro personaje— está hecha polvo físicamente, y hay un momento en que reflexiona sobre que nuestro cuerpo acaba siendo la herramienta más primitiva. Pero hay esta parte de dar valor a lo que estés haciendo, sea lo que sea. Para mí es imposible vivirlo con estigma. El estigma es una creencia, y si no crees, no está.
¿Qué es, para Eva Baltasar, la precariedad?
Es una pregunta difícil, en el libro hay muchos ejemplos de lo que sería la precariedad. Es una vida con menos de lo que tendría que ser para ser una vida buena, una vida llena. Y eso aplícalo al ámbito emocional, al ámbito material o a lo que quieras. Vivir con esta necesidad. Y es muy relativo: lo que para una persona es precariedad quizás para otra no lo es, porque las necesidades son muy relativas y subjetivas. Pero hay unos básicos: un techo o tener alimentación. Eso de salida.
¿Es un libro pesimista?
No. Yo como escritora me veo como un síntoma de mi época; no porque quiera ser una portavoz, sino porque simplemente escribo de lo que hay. Y eso está y es cada vez más evidente. Podríamos pensar que es bastante realista. Estamos hablando de un ocaso —de una civilización, de una historia personal— que es la oscuridad absoluta, pero hay una salida. Y la salida que toma la protagonista es ir a mirar hacia otro lado. Ella gira la mirada hacia una cosa que hemos abandonado y que nos atraviesa a todos, que es la espiritualidad. No la religión, sino aquello que nos hace sentir realmente conectados los unos con los otros, y a nosotros con la Tierra. Lo que pasa que ella lo hace desde un lugar muy delirante y de una manera tan distorsionada que es completamente enfermiza. Me interesan estos personajes incómodos y oscuros, y mirar también hacia la salud mental.
Yo he empezado a hacer amigos a partir de los 40 años, y ha habido muchos años en mi vida que no he tenido el teléfono de un amigo, porque no los tenía
Ella está muy sola pero no busca nunca ayuda de forma activa. La que tiene le viene dada.
Es una mujer que sí que se va espabilando, pero es cierto que no tiene red. Y eso pasa. Yo he empezado a hacer amigos a partir de los 40 años, y ha habido muchos años en mi vida que no he tenido el teléfono de un amigo, porque es que no los tenía. Y hay gente que no tiene familia, que tiene la familia en otro país, que no se habla o que ha roto los vínculos. A mí también me ha pasado: durante tres años no me hablaba con mi familia, igual hubieran sido los últimos a los que hubiera recurrido, y hubiera tenido que estar mucho más apurada para hacerlo. Ella es bastante antisistema en este sentido, no irá a las instituciones a pedir ayuda, y le viene dada de manera totalmente altruista, espontánea, por una mujer que tampoco es que esté partiendo de la gran abundancia. Eso es lo que hace red y lo que sostiene la humanidad, y tenemos que ir hacia estos lazos de solidaridad. Yo no la veo tanto como una víctima que se ha quedado sin red; es que, si ella está fuera, tampoco es red para los demás.
Es el drama de cómo funciona el sistema.
Exacto, totalmente. Cuando habla de la ciudad dice: "la ciudad es sanguinaria, fabrica solitarios y los obliga a convivir". Vamos hacia una individualidad máxima pero, por el contrario, no podemos estar solos. Tengo la sensación que estamos hiperconectados y eso es irreal, vínculos interpersonales reales hay pocos, y habiéndonos escupido hacia este sitio de máximo individualismo y egocentrismo, por el contrario, te obligan a estar compartiendo constantemente. Estás obligado a relacionarte cuando quizás querrías no hacerlo. Es este juego maléfico del sistema.
¿Trasciende las generaciones?
Te encuentras personas mayores que no tienen recursos para seguir pagándose la casa, o la calefacción, o la luz, o los servicios básicos, y también te encuentras a críos muy pequeños. Nos atraviesa a todos. Tengo una hija de 21 y otra de 12, y ya hay un salto generacional brutal, y este funcionamiento tan tóxico nos atraviesa por todas partes, no se salva nadie. No hay la sensación de poder llegar a desarrollar un proyecto de vida con sentido propio porque nacemos casi enajenados; yo estoy harta de ir por la calle y encontrarme a niños pequeños de un año con el móvil. Estos niños ya no están conectados consigo mismos desde el día uno, y si no aprenden a conectar con ellos mismos vivirán la vida de la inercia; y la vida de la inercia no la mandas tú, te la mandan desde fuera. Es muy fuerte.
Has explicado en otras entrevistas que dormiste un par de noches en la calle cuando fuiste de Erasmus a Berlín.
Me han pasado cosas tan graves que eso sería nada, pero sí que lo recuerdo. Es un recuerdo que tengo vivo pero que ni mucho menos me ha ido arrastrando. Llegué a Berlín en invierno y cuando no había Internet; había reservado una habitación en un albergue vía fax y, cuando llegué, me dijeron que no tenían la reserva. No tenía tarjeta, tenía que alquilar una habitación y no me quería gastar el dinero en efectivo que tenía en un hotel porque me quedaba sin un duro. Pero yo no estaba sentenciada, no me había quedado en la calle. Sí que fueron días de no dormir, de frío, de incomodidad, de mucho miedo y de reconocer lo que ella explica en el libro, que de noche la seguridad está emparentada con la escultura y lo inanimado; una farola, un coche que pasa... Pero a la que se acerca una persona, que tendría que ser un hermano y alguien que te puede ayudar, aparece el peligro. Eso es muy sintomático y muy triste.
Precisamente tú has huido de la ciudad.
Ahí no me encontraba. Cuando estudiaba vivía compartiendo piso en Barcelona, después fui madre soltera con 24 años, y cuando la niña tenía dos años y tenía que empezar a buscar escuela, dije: me piro. Y me marché al Berguedà. Vivía compartiendo piso con una niña pequeña y tenía un trabajo precario a más no poder en la universidad. Yo soy pedagoga y tenía unas ideas muy radicales, y no quería llevarla a una macro escuela. Me fui a una casa muy aislada, sin luz y siendo muy feliz, a mi aire y con menos gente. Me gusta bastante la soledad, y me gustan las relaciones, pero me gusta vivir con la sensación que estoy de vacaciones aunque tenga que ir a trabajar.
Después del ocaso llega la fascinación, y aquí tengo que hacer algún spoiler. Reconozco que no he entendido si el final era religión o locura...
La Fascinación es un libro con muchas capas de lectura, y eso lo complica. No hace falta que se hagan todas, y seguramente hay más de las que yo veo, pero he querido reflejar a una mujer que necesita dar sentido a su vida de alguna manera, y para mí el giro real sí que es hacia la espiritualidad, aunque desde un sitio demente. Ella crea una religión propia, crea un templo, que es esta casa que se va despojando de todo, y tiene una virgen, una diosa a quien adorar, una figura de adoración.
Vamos hacia una individualidad máxima pero, por el contrario, no podemos estar solos
¿También tiene partes de ti?
Para mí la Fascinación fue una manera de querer matar muchas cosas. A través de este giro tan loco quiero matar simbólicamente la maternidad, porque llevaba todo el Tríptico escribiendo sobre maternidad y tenía ganas de matarla. También hay esta idea que se anuncia en el Ocaso de que estamos en una sociedad cada vez más medievalizada, en muchos aspectos, pero me centro en esta casta que lo controla todo y en una gran masa homogénea y cada vez más empobrecida. Y a través de la Fascinación he matado a esta casta. Y, a la hora, es un viaje personal. El deseo de matar es un deseo muy destructivo que vas a buscar: a veces tienes ganas de matar, de aniquilar o de destruir. Y convertirlo en una cosa creativa y catártica al mismo tiempo ha sido una manera de matar a alguien que había en mi vida del cual (o de la cual) no me podía deshacer o me costaba mucho soltar.
Siempre dices que tú escribes mucho para ti y que eso hace que la crítica o la expectativa te la resbale un poco.
Yo escribo lo que quiero escribir, quiero esta paz. Escribir pensando en complacer a alguien es perder la libertad, y yo la mía la valoro mucho. Hago lo que quiero hacer y lo que pienso que tengo que hacer lo mejor posible, y cuando sale el libro, me desentiendo. Es evidente que la crítica tiene que ser plural y diversa, y creo que se puede entender todo. Al final la crítica dice mucho de mi obra, pero también dice mucho de quién está leyendo esta obra, y eso es fantástico.
¿Y es posible mantener esta libertad cuando estás ya dentro del sistema literario?
Yo lo he vivido así. Y tengo la suerte de estar en Club Editor, que es estar dentro de una casa donde soy totalmente libre y muy bien tratada. No tengo presiones de ningún tipo, y eso es muy bueno porque, sobre todo, favorece la obra.
¿Tuviste la misma euforia que el resto del país con la nominación al Booker?
Yo estaba contenta, pero soy muy consciente de que las cosas van y vienen, y que para mí lo importante es estar aquí. Es decir, tanto si lo hubiera ganado como al hecho de no ganarlo no me afectaba en mi vida diaria, que al final es estar en mi casa escribiendo y acompañando a los libros cuando hace falta. Lo viví con mucha alegría, pero como no me dejo arrastrar, pienso que la vida va a favor pase lo que pase y que si no lo gané es porque era lo mejor para mí. Y con eso me quedo más en paz. No quiere decir resignarse, sino aceptar.
Sé que me dirás que no, ¿pero te da miedo pensar que con el Tríptico ya habrás hecho lo mejor de tu carrera?
No, claro [risas]. Yo seguiré escribiendo. Si escribo una cosa y creo que no es lo bastante buena, la destruyo. Lo tengo claro: Boulder lo escribí tres veces porque con la primerera versión pensé que me gustaba más Permagel y que no podía ser. Con la novela hay un punto de artesanado de la escritura. Además tengo confianza en mí misma, no en hacerlo mejor cada vez, sino en la honestidad en la escritura.